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02Jul/17

SIETE CUENTOS JAPONESES. JUNICHIRO TANIZAKI

Entre los magníficos títulos editados por la editorial Atalanta este año, «Siete cuentos japoneses» de Junichiro Tanizaki (Tokio, 1886- Yugawara 1965) y, hasta ahora, ha sido uno de mis preferidos. Les invito a abrirlo porque tendrán un verano mágico si se pasean por cualquiera de estos siete relatos que podrán encontrar en la colección Ars Brevis de la editorial.

En esta selección de cuentos «elegidos entre una vasta producción y ordenados cronológicamente» tal y como apunta la editorial, el lector se dará cuenta de la evolución de la narrativa breve del escritor japonés «desde su fascinación inicial por Occidente a la exaltación de los valores de la tradición japonesa». «La refinada sensualidad, la subversiva idea del deseo, la sutil concepción de la belleza y el permanente contraste entre tradición y modernidad se condensan de forma proverbial en esta selección de relatos.», señalan.

Tanizaki, que nació en una próspera familia de comerciantes, no pudo gozar de los privilegios que le hubiese dado una vida acomodada, ya que en 1894 llegó la ruina a la familia, las deudas y una serie de humillaciones que, como se destaca en el libro, «marcarían al joven Junichiro y, con ello, la psicología de sus futuros personajes». El autor estudió literatura japonesa en la Universidad Imperial de Tokio. Gozó en vida de una fama muy merecida recibiendo altas distinciones tanto en el extranjero como en su país. En 1949 se le concedió el Premio Imperial, el máximo reconocimiento que se otorga a un artista en Japón. A principios de los años sesenta su nombre sonó en varias ocasiones como candidato al premio Nobel de Literatura.

Me gustaría presentarles uno de los cuentos que más me han conmovido, haciendo así mi propia selección, sin duda, por falta de espacio, porque incluiría además de «Nostalgia de mi madre», «Los dos novicios» y «Los pies de Fumiko».

«Nostalgia de mi madre» es un cuento brillante. No es ninguna casualidad que el protagonista se llama igual que el escritor. En el relato, el protagonista o el autor, o los dos, seguramente, se reencuentran con su madre en un sueño. Es tan hermosa esta obra, tan bien construida, con una utilización del lenguaje sencillo tan magistral, que el dolor por la ausencia nos llega directamente y en seguida notamos la gran obra de arte literaria que tenemos entre nuestra manos. El relato recoge el sueño de un hombre de 34 años cuando con siete, un día, se pierde.

En ese paseo onírico, siente nostalgia por la vida pasada, aquella cargada de comodidades que ya no tiene, como le sucedió al propio autor. En su caminar revive sus recuerdos y se encontrará con dos mujeres. Una de ellas es su madre, esa que con su abrazo, con sus palabras, le hará llorar. Esa que perdió hace dos años y que hasta en su dulce sueño, en ese reencuentro solo posible en esa noche, en la madrugada mágica, le ha hecho mojar su almohada con el llanto.

«La reconocí al instante. Sí, era mi madre. Me parecía imposible que fuese tan joven y hermosa, pero era ella, mi madre, sin lugar a dudas. A decir verdad, no fui capaz de cuestionar aquel hecho en ese instante. Al fin y al cabo, yo era un niño ingenuo. Podía ser natural que mi madre fuera así de joven y hermosa.

-Madre, era usted a quien andaba buscando desde hacía tiempo.

-Al fin me reconoces, Junichi. Al fin…-me dijo con voz temblorosa, plena de alegría.

Luego se detuvo para abrazarme fuerte. Yo también la tomé entre mis brazos con todas mis fuerzas. En su pecho percibí un olor dulce, cálido y flotante que manaba de sus hermosos senos.

Permanecimos inmersos en aquel ambiente colmado por el resplandor de la luna, por el sonido de las olas… Se oía la música de Shinnai. El flujo incontenible de las lágrimas continuaba empapando nuestras mejillas.

Desperté de pronto.»

El principio del cuento es de una belleza abrumadora. Fascinante. Aquí les dejo parte del comienzo.

«… aunque el cielo esté cargado de densas nubes, aunque la luna se esconda en la más profunda oscuridad, unos rayos de luz se escapan por algún resquicio para alumbrar la superficie de la tierra. La claridad se percibe con tal intensidad que permite distinguir los más pequeños guijarros del camino, pero a la vez se trata de la luminosidad misteriosa y un tanto fantasmagórica, que se disuelve entre brumas, interponiéndose ante la mirada que se esfuerza por abarcar los objetos más alejados. Es sin duda alguna una claridad ajena al mundo humano, como si proviniera de una lejana región, allá en la eternidad. En esta noche coexisten el brillo lunar y la completa oscuridad.

En medio de la brumosa noche, una avenida excesivamente blanca se extendía recta ante mis ojos. A ambos lados del camino se veían largas hileras de pinos que se prolongaban hasta donde alcanzaba mi mirada, ramas y hojas agitándose con leves murmullos, impulsadas por el viento que soplaba desde la izquierda trayendo sensuales y húmedas fragancias que parecían venir del mar. Pensé que me hallaba muy cerca del mar. Cuando yo era un niño de apenas siete u ocho años, miedoso desde muy temprano, me vi de pronto muerto de miedo caminando a solas casi a medianoche por un camino desolado en un lugar desconocido para mí. ¿Por qué no me acompañaría mi nodriza? A lo mejor la había atormentado tanto que se había ido molesta de la casa. Mientras razonaba de esta manera, comencé a recuperar la calma y, dejando a un lado el miedo que tantas penalidades me había causado en otras ocasiones, seguí mi camino sin titubear. En mi pequeño corazón, el temor a la oscuridad de la noche dio paso a una insoportable tristeza. Mi familia, tras vivir por largo tiempo en el alegre y luminoso barrio de Nihonbashi, se había visto en la imperiosa necesidad de mudarse a una lejana provincia. Aquella adversidad, que había sucedido tan de repente, como quien dice de la noche a la mañana, había dejado una profunda huella en mi alma desamparada. Me compadecía de mi mismo. Yo, que hasta hacía poco vestía un haori tejido de finos hilos y forrado de seda amarilla a rayas, y que calzaba medias de percal y elegantes sandalias trenzadas por bonitos cordones sólo para salir por ahí de paseo, ofrecía en mi nueva condición una apariencia ciertamente miserable. No puedo negar que me avergonzaba andar ante ojo ajenos con aquella ropa tan sucia y pobre, sólo comparable con el estudiante «pobretón» que aparece en el teatro Kabuki. (…) Me veía en la necesidad de trabajar duro todos los días para poder ayudar a mis padres: sacar agua del pozo, encender el horno, fregar el suelo e ir de compras, entre otros quehaceres domésticos. (…) Sin embargo, la tristeza que embargaba mi corazón no se la atribuía tan sólo a mi infortunio. Así como la luna por encima de los pinos se veía tan triste sin causa alguna, en mi pecho anidaba una desolación infinita que no sabía de dónde podía provenir. ¿Por qué estaría yo tan afligido? ¿Y por qué no lloraba si me sentía así de triste? Yo, que siempre había sido un condenado llorón, ahora no dejaba escapar ninguna lágrima. Hacia el fondo de mi corazón se filtraba desde alguna desconocida rendija una tristeza clara y limpia como agua de manantial y, al mismo tiempo, sonora como la tierna melodía producida por un samisén.»

11Jun/17

LA ORUGA. HISTORIA NATURAL. JOSÉ WATANABE

«Te he visto ondulando, bajo las cucardas, penosamente,

trabajosamente,

pero sé que mañana serás del aire.

Hace mucho supe que no eras un animal terminado

(…)

te pregunto:

¿sabes que mañana serás del aire?

¿te han advertido que esas dos molestias aún invisibles

serán tus alas?

¿te han dicho cuánto duelen al abrirse

o sólo sentirás de pronto una levedad, una turbación

y un infinito escalofrío subiéndote desde el culo?

Tú ignoras el gran prestigio que tienen los seres del aire

y tal vez mirándote las alas no te reconozcas

y quieras renunciar,

pero ya no; debes ir al aire y no con nosotros.

Mañana miraré sobre las cucardas, o más arriba.

Haz que te vea, quiero saber si es muy doloroso el aligerarse para

volar.

Hazme saber

si acaso es mejor no despegar nunca la barriga de la tierra.»

Este precioso poema que les presento hoy pertenece a la obra «Historia natural» (1994) del gran escritor peruano José Watanabe (Trujillo 1945, Lima 2007). Watanabe fue un reconocido poeta peruano de la generación de los 70, que dejó joyas literarias como ésta. El escritor, a mi parecer, de una sensibilidad exquisita, tuvo una infancia muy pobre ya que sus padres trabajaban en una hacienda azucarera, pero el destino quiso que ganaran la lotería y la vida del escritor comenzó a cambiar. En Lima cursó estudios superiores.

El padre de Watanabe era japonés, con lo cual y desde muy pequeño, estuvo en contacto con la forma poética del haiku. Esto hizo que su poesía no se preocupase por los conflictos políticos que afectaban a su país y si por la plasmación de la naturaleza pura. Sus versos son producto de esa observación pausada que de ella hace, esa contemplación donde el escritor está en un segundo plano, sólo mira. Por eso su trabajo llega de una forma directa al lector, porque viaja a través de los sentidos. Esa sencillez y esa verdad aterriza en el papel en estado puro. Este poema que les he presentado es un claro ejemplo. Pero, por supuesto, no hay que olvidar que de su madre lleva la tradición hispana en el uso de la palabra y, como resaltan algunos estudiosos de su obra, el humor criollo. Por eso su obra es una mezcla de esas dos culturas en las que Watanabe creció.

Yo he elegido este poema «La oruga», que tiene mucho que ver con esa contemplación de la naturaleza y con la sencillez y belleza que guardan las cosas más hermosas.

20May/17

MAR DE HISTORIAS. CRISTINA PACHECO

Estaba inmersa en otras lecturas cuando, por casualidad y hace aproximadamente una semana, llegó a mi un pequeño libro titulado «Mar de historias» al que acompañaba el subtítulo: «Relatos del México de hoy». Su autora: Cristina Pacheco, nacida Cristina Romo Hernández ( San Felipe, Guanajuato, 1941), hasta entonces desconocida para mi. Comencé a leerlo y me atrapó su prosa. Cuando quise investigar más sobre la autora y su obra me di cuenta de que el maravilloso libro «Mar de historias» se trataba en realidad de una recopilación de artículos que Pacheco escribe desde 1986 en el periódico «La Jornada» más concretamente en la sección de Opinión. Artículos que son literatura de la buena, de la que merece la pena leer. Por eso les invito a abrir este libro tan interesante en el que encontrarán muchas realidades llenas de dolor y belleza. Además de una escritura fina e hilada con un excepcional dominio del lenguaje, de la palabras.

Pacheco es una de las periodistas más destacadas y más respetadas de México. Estudió la cerera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1985 obtuvo en Premio Nacional de Periodismo. Viuda del gran poeta y ensayista mexicano José Emilio Pacheco, ha entregado su trabajo al periodismo social, a dar voz a aquellos que no la pueden alzar y escribir sobre sus vidas con dignidad, como se refleja en estos artículos que recoge el libro.

El libro recoge dieciséis artículos inmensamente bellos y desgarradores. Todos ellos hablan de lo que se vive a un lado y al otro de la frontera entre Estados Unidos y México. Los paisajes duros del desierto de Arizona, del río Bravo,.. y las gentes en esos lugares de ida y vuelta, o de ida solamente. Y Pacheco recoge con gran maestría el dolor, el sufrimiento, el anhelo, la desesperanza de esas gentes.

Como por falta de espacio tengo que hablar sólo de dos de estas impactantes historias me quedaré con: «La vuelta del emigrante» y «Golden Chicken». Estremecedoras las dos. Pero quiero resaltar aquí la belleza de otros relatos como por ejemplo: «El vuelo de Chicago», donde una niña espera siempre el regreso de su padre que nunca volverá o el increíble y enternecedor «Fantasmas del desierto», que de bello, duele. No me puedo resistir a escribirles el inicio:

«Óyeme y luego me dices si tengo razón o no en querer que venga un sacerdote: eran como las once de la noche cuando llegó Isaura a mi tungarcito. No había vuelto a tener noticias suyas y jamás pensé que volvería a verla. Me pareció más flaca. La saludé. Cuando vi la bosa que le colgaba del brazo, entendí que había regresado con el mismo propósito de su primer viaje: mandarle una muda de ropa a su hijo Gabriel. ¡Qué locura!.

Desde que Gabriel salió de Guanajuato, Isaura no había sabido nada del él. Ese silencio le daría mala espina a cualquiera; a ella no, porque su corazón de madre sigue diciéndole que su hijo vive. «¿En donde?», le pregunté la primera noche. «En el desierto. Escondido, esperando un buen momento para llegar a San Diego.» No me atreví a desanimarla diciéndole que el desierto no es amigo ni cómplice de nadie: mata, quema, enloquece a la gente, si es que antes no le agarra la delantera alguno de los cabrones que rastrean a los que pasan para quitarles el dinero y hasta la vida.»

«La vuelta del emigrante» es un relato precioso y de una estructura muy interesante. Sixto, el protagonista de la historia, huérfano desde su infancia, regresa después de varios años a Todosantos desde Oklahoma y va recordando por este orden, que a mi no me parece casual, a las personas, a los animales, a las flores y a su infancia representada en la figura del hermano perdido. En la mitad del relato, Sixto se da cuenta de algo que a todos al volver a un lugar después de muchos años nos ha ocurrido. Todo ha cambiado. Y eso nos produce cierto dolor, cierta nostalgia.

«Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas, donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niño. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.»

Sixto recuerda a Garabato, un mendigo, parte del paisaje de su vida allí, al que apodaban así por el «retorcimiento de sus brazos y piernas»:

«Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas hora rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.»

En el relato «Golden Chicken», José, el protagonista, se enfrenta al papel en blanco. Debe escribir a su madre esa carta que le prometió pero lo demora siempre. Le duele contarle la verdad, contarle que nada de lo que soñó se cumplió, que al otro lado no le esperaba el paraíso como pensaba cuando «con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo». Pero no quiere hacerle daño. Su sufrimiento es para él. Nunca le contará a lo que realmente se dedica. Simplemente le da vergüenza.

«Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: «Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias…». José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza del ver al cartero.»

Pacheco, al narrar la carta de José, llena de mentiras y de recuerdos infantiles, logra trasladar una ternura infinita a la historia. El hijo quiere proteger a la madre del dolor. Del dolor que supondría para ella saber que su hijo, de alguna manera, se fue tan lejos sólo para fracasar.

«Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de «El Moro». Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al «Moro». Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio… Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro.»

Pero la realidad es otra. Y el final del relato nos destapa la verdadera vida de José, que será la de muchos otros. Este artículo nos hace reflexionar sobre muchas cuestiones :la dignidad del ser humano, el racismo, la emigración… Parece que este artículo, que escribió Pacheco en 1996, está, desgraciadamente, de nuevo de máxima actualidad.

«José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken, un restaurante especializado en pollo al horno, para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan:

Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre, mister Ferguson, es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser una gallina sino un polluo valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I am sorry, he ll pay. Oh yes: pagarás daños o pierde las chambita y eso, no good in springtime.»

 

 

 

07May/17

THE NATURE NOTES OF AN EDWARDIAN LADY. EDITH HOLDEN

«Vi una pequeña y amarilla lagartija. Quería cazarla y llevarla a casa para mostrarla, pero se escurrió entre mis dedos y cuando la había atrapado por la cola se escapó para parar de nuevo en el final de su cola, de tal manera que enredó mis dedos.»

Estas sencillas frases pertenecen al mes de mayo. Al mes de mayo de un libro de admirable belleza que realiza un recorrido, un viaje por la naturaleza, durante un año.

Edith Holden (Kings Norton, Birmingham 1871-1920), escribió y sobre todo ilustró una obra que ha pasado a ser una de las más bellas, estéticamente hablando, de la literatura inglesa. Bajo el título de «The Nature Notes of an Edwardian Lady» encontramos un trabajo cargado de sensibilidad, no sólo por los textos que en el se encierran sino también por unas acuarelas únicas, que son, el fundamento de esta obra que permaneció escondida hasta el año 1988, año de su publicación.

Holden fue una ilustradora de cuentos y rimas infantiles durante toda su vida ya que en aquella época la sociedad inglesa no tomaba en serio las obras de las artistas y ésta tuvo que enfocar su genialidad en este trabajo para subsistir, dejando a un lado su gran talento como pintora. Llego a exponer su obra en la Academia de las Artes de Birmingham, pero este suceso pasó a ser una simple anécdota.

Muchos años después de su muerte, según se cuenta, una sobrina encontró dos libros que la pintora había escrito e ilustrado apoyando su obra también en textos de reconocidos escritores. Ésta los llevó a un editor que, claramente, vio la belleza y la originalidad de su contenido.

Estos libros eran, además del citado aquí anteriormente, «The Country Diary of an Edwardian Lady», publicado den 1977.

Con 39 años, Holden se enamoró de un escultor siete años más joven que ella llamado Ernest Smith. Las familias desaprobaban esta relación, pero ellos se casaron y se mudaron a Chelsea para participar así activamente del círculo artístico londinense.

Los padres de Holden, desde niña le habían inculcado el amor por las artes plásticas y desde temprana edad asistió a la Birmingham School of Art.

Las acuarelas que recoge el libro que les invito a abrir, 158 para ser exactos, son simplemente espectaculares. La elegancia de cada pincelada pone de manifiesto la gran artista que fue. Los textos que acompañan a las pinturas son de una simplicidad deliciosa. Y la selección de poemas que hace de grandes poetas ingleses más que acertada. Entre ellos Wordsworth, Stevenson, Shakespeare, o Milton.

En mi opinión es un libro con el que se puede disfrutar simplemente observando sus ilustraciones, leyendo las anotaciones, comentarios y textos de la autora pero también es una obra con la que tener un primer contacto con los grandes de la poesía y literatura inglesa, como los autores antes citados e incluso puede llegar a ser un libro muy interesante para leer con niños, ya que está lleno de ilustraciones que ellos pueden admirar y así ir identificando de una manera única las diferentes estaciones del año y cómo se comportan los animales en cada una de ellas y cómo se transforman las flores en este viaje por la naturaleza a lo largo de un año.

Holden tuvo un trágico final, murió ahogada. En 1920, mientras observaba unos brotes de castaño para reflejarlos en su obra, cayó al Támesis.

Mis ilustraciones favoritas son las que pertenecen a los meses que van de septiembre a febrero. ¿Y las de ustedes?

23Dic/16

LA NOCHE SANTA. SELMA LAGERLÖF

«Madonna col Bambino benedicente e cherubini«, Jacopo Bellini, 1455

«Y todo esto es tan cierto como que yo te veo y tú me ves»

Selma Lagerlöf, (Marbacka, Suecia 1858, 1940), fue la primera mujer en obtener el Premio Nobel de Literatura (1909). Gran lectora desde niña, se la asocia irremediablemente a su obra más conocida, «El maravilloso viaje de Nils Holgersson», inspirado en los cuentos de animales de Rudyard Kipling y encargado por el Consejo de Educación sueco para enseñar a los niños la geografía del país. Recuerdo haber leído este libro, en uno de esos largos veranos que el sistema escolar español establece desde mitad de junio hasta mitad de septiembre, como una de las sensaciones literarias más bellas que recuerdo. Nils, hechizado por un hada, se convierte en un niño que no levanta un palmo de altura desde el suelo y que a lomos de un ganso blanco doméstico que se une a una bandada de gansos salvajes en su migración al norte, como cada año,  viaja a Laponia y recorre toda Suecia.

Fue la sueca una feminista convencida además de una gran escritora, que dedicó gran parte de la década de 1920 a luchar por los derechos de la mujer. Durante los último años de su vida, ayudó a los escritores y pensadores a esconderse, salir del país y luchar contra la dictadura alemana que oprimía a Europa ya que la persecución nazi contra los intelectuales fue muy dura.

Su primera novela «La saga de Gösta Berling» la escribió en 1891, a esta siguieron varios cuentos y otras novelas como «Los milagros del Anticristo» o «El hogar de los Lijecrona». Pero en este post me voy a centrar en sus cuentos, y más concretamente en los de Navidad. Sobre esta temática, dejó varios escritos y como dentro de unos días estaremos celebrando estas fiestas, me gustaría que abrieran algunos de estos libros donde se esconden estos bellos relatos.

Quedarse con uno es muy difícil, pero debo hacerlo por cuestiones de espacio, así es que me he decantado por el titulado «La noche santa».

«Apenas contaba cinco años de edad cuando experimenté una gran pena. No sé si desde entonces habré tenido otra mayor.

La causa fue el triste fallecimiento de mi abuela. Hasta entonces, la bondadosa señora estuvo sentada siempre en un rincón de la estancia contando cuentos.»

Así comienza este maravilloso cuento, lleno de ternura y respeto hacia los mayores, hacia los abuelos, que espero que, el día que tengan entre sus manos, disfruten y como esa abuela, ustedes transmitan a otras personas.

«Recuerdo siempre que la pobre estaba sentada allí, refiriendo historias, de la mañana a la noche, y que nosotros, niños, sentados en torno suyo, escuchábamos silenciosos sus narraciones. ¡Magnífica vida! No había pequeñuelos que lo pasaran mejor que nosotros. De la bondadosa anciana sólo puedo recordar que tenía una hermosa cabellera blanca como un gran copo de algodón. Que caminaba muy encorvada y que sus manos jamás abandonaban la calceta.

También recuerdo que siempre que terminaba la narración de algún cuento me colocaba una mano sobre la cabeza, diciendo: «Y todo esto es tan cierto como que yo te veo y tú me ves».

(…)

De tales cuentos e  historias sólo conservo un recuerdo débil y vago, si bien de una de ellas me acurdo tan claramente que podría narrarla sin la menor dificultad. Es una leyenda breve sobre el nacimiento de Jesús.

(…)

Era un día de Navidad. Todos salieron para la iglesia, con excepción de la abuelita y yo. Creo que nos quedamos solitas en todas la casa. Nosotras no habíamos podido ir con los demás: una, por demasiado niña; la otra, por demasiado vieja. Y las dos nos hallábamos entristecidas por no poder escuchar las bellas canciones de los maitines ni ver las bonitas luces con que estaría adornada la iglesia aquel día.

Como nos hallábamos solas y en el mayor silencio, la abuelita empezó una de sus narraciones:

-Pues señor… Érase una vez un hombre que salió una noche en busca de fuego. Iba de casa en casa y, llamando a las puertas, decía: «Buena gente, socorredme; mi mujer acaba de recibir un niño y no tengo fuego para calentar a la madre y al pequeñuelo».

Pero era tan tarde y la noche tan oscura, que todos dormían y nadie respondía a sus llamadas. El hombre, caminaba, caminaba… Por fin divisó, a lo lejos, el resplandor de una fogata. Allá se encaminó apresurando el paso, y vio que la hoguera brillaba en medio del campo. Multitud de blancas ovejas dormían en torno del fuego y el viejo pastor guardaba el rebaño.

Cuando el hombre que buscaba fuego, llegó cerca de las ovejas, percibió tres enormes peros que dormían a los pies del pastor. A su llegada, se despertaron los tres y abrieron sus tremendas fauces, como si quisieran ladrar; más no se oyó ladrido alguno. El hombre vio cómo se les erizaba el pelo del lomo, cómo sus dientes agudos y blanquísimos relucían al resplandor de la hoguera, hasta que se abalanzaron sobre él. Y vio cómo uno de ellos se le lanzaba a la garganta, mordiéndole otro el pie y otro la mano, pero las quijadas y los colmillos de los perros quedaron paralizados y el hombre no sufrió daño alguno.

Entonces el hombre quiso seguir avanzando en busca de lo que necesitaba. Pero las ovejas estaban tan apretadas, lomo contra lomo, que el hombre no podía dar un solo paso. Y no tuvo más remedio que pasar por encima de las ovejas dormidas para poder acercarse a la hoguera. Y ni un sólo animal se despertó ni hizo el menor movimiento.

(…)

Cuando el hombre se hallaba ya casi junto a la hoguera, el pastor se despertó. Era éste un hombre malo, duro y sin entrañas. Cuando veía a algún extraño, empuñaba una vara larga y puntiaguda, que usaba cuando apacentaba el ganado, y se la arrojaba con violencia. Y también aquella vara silbó en el aire con dirección al hombre; más antes de que hubiera podido tocarle, se desvió y fue a caer lejos, en el campo.

(…)

Entonces el hombre se acercó al pastor y le dijo: «Buen amigo, haz del favor de prestarme un poco de fuego; mi mujer acaba de recibir un niño y necesito fuego para calentar un poquito a los dos». El pastor habría preferido negárselo, pero cuando pensó en que los perros no habían podido causarle mal alguno, que las ovejas no se habían asustado y que la vara no había podido herirlo, sintió cierto temor y no se atrevió a negar al forastero lo que pedía. «Toma todo el que necesites», le contestó.

Mas el fuego estaba casi consumido. Ya no quedaban troncos ni ramas, sino un gran rescoldo, y el forastero no llevaba pala ni cubo para recoger las ardientes ascuas.

Cuando el pastor se dio cuenta de ello volvió a repetirle: «Llévate todo el que necesites». Y se regocijaba al pensar que aquel hombre no podría llevarse nada. Pero el hombre se inclinó sobre la hoguera y con sus desnudas manos sacó los carbones encendidos de entre la cenizas y los fue colocando en su capa. Y las ascuas no quemaron ni sus manos ni la tela. Y el hombre se las llevó con la misma facilidad que si hubieran sido nueces o manzanas.

(…)

Cuando el pastor, que era muy malo y despiadado, vio aquello empezó a asombrarse. «¿Qué noche será esta en que los perros no muerden, las ovejas no se asustan, las lanzas no matean y el fuego no quema?», se decía a si  mismo. Y llamando a forastero, le preguntó: «¿Qué noche es esta? ¿A qué se debe que todas las cosas se muestren tan clementes?».

Y el pobre le contestó: «No puedo decírtelo si tú mismo no lo ves.». Y se dispuso a emprender su camino para encender cuanto antes el fuego que debía calentar a la madre y al hijo.

El pastor pensó que no debía perder de vista a aquel hombre hasta averiguar lo que significaba todo aquello. Y se levantó y lo siguió hasta el lugar donde se detuvo el forastero.

El pastor vio que el hombre no tenía ni una mala cabaña como habitación y que su mujer y el niño se hallaban en una cueva de la montaña, cuyas paredes, desnudas, eran de dura y fría piedra. Al ver que el pobre e inocente niño podría helarse en aquella gruta, se sintió conmovido y decidió hacer algo por él, no obstante su corazón fue duro. Y del zurrón que llevaba al hombro sacó una suave piel blanca de cordero y se la entregó al forastero, diciéndole que acostase al niño sobre ella. Y en el mismo instante en que demostró que era capaz también de sentir piedad, se abrieron sus ojos, y vio lo que antes no había podido ver, y oyó lo que no le había sido dado oír.

Vio cómo en torno suyo se agrupaba un gran corro de pequeños angelitos de alas de plata. Cada uno de ellos tenía una lira en la mano, y todos cantaban, con voz armoniosa y potente, que aquella noche había nacido el Redentor, el que redimiría los pecados del mundo.

Y entonces comprendió por qué aquella noche todas las cosas estaban tan contentas que no querían causar el menor daño.

(…)

La Naturaleza toda se hallaba entregada a un júbilo indefinible. Por todas partes resonaban los cánticos de los angelitos juguetones. Todo aquello lo veía y sentía el pastor en medio de las tinieblas y el silencio de la noche, aun cuando poco antes nada había podido percibir. Y su corazón se llenó de tal alegría al ver que sus ojos se habían abierto por fin a la verdad, que cayó de hinojos y dio gracias a Dios.

Cuando la abuelita llegó a este punto, se detuvo y suspiró, diciendo:

-Y todo aquello que el pastor vio lo podemos ver nosotros también si nos hacemos merecedores de ello, pues los ángeles bajan volando desde los cielos cada noche de Navidad.

Y la abuelita colocó su diestra sobre mi cabeza y dijo:

-Acuérdate bien de lo que te he contado, pues es tan cierto como que yo te veo y tú me ves. Para ello no se precisan lámparas ni luces, ni sol ni luna, sino ojos limpios de pecado para poder contemplar la magnificencia del Señor.»

 

 

 

 

 

 

18Dic/16

OBRA COMPLETA. LOS AGUINALDOS DE LOS HÚERFANOS. ARTHUR RIMBAUD

I

Está lleno de sombra el cuarto; vagamente se oye
de dos niños el triste y dulce cuchicheo.
Su frente se vence, aún cargada de sueño,
bajo la larga cortina blanca que tiembla y se levanta…
-Fuera los pájaros se arriman frioleros;
sus alas se entumecen bajo el gris de los cielos;
y con su séquito de brumas el nuevo Año,
arrastrando los pliegues de su manto de nieve,
sonríe entre sollozos y canta tiritando…

II

Y, bajo la cortina ondulante, los pequeños
hablan quedo como se hace en una noche oscura.
Escuchan pensativos como un lejano murmullo…
Los estremece a menudo la clara voz de oro
del timbre matinal, que repica incesante
su estribillo metálico en su globo de vidrio…
-Además, el cuarto está helado…ruedan por el suelo,
entre las camas esparcidas, ropas de luto:
¡el áspero cierzo invernal que en el umbral gime
aventa en la morada su aliento taciturno!
Se siente en todo esto que falta alguna cosa…
-¿No hay acaso una madre para estas criaturas,
una madre de fresca sonrisa y triunfantes miradas?
¿Es que ha olvidado, en la noche, sola y adormilada,
avivar una llama a las cenizas arrancada,
amontonar sobre ellos edredones y lanas
antes de abandonarlos gritándoles: perdón?
¿Acaso no ha previsto el frío matutino,
ni cerró bien la puerta al cierzo del invierno?…
-El sueño materno es la tibia alfombra,
el nido algodonoso donde acurrucados los niños,
cual bellos pájaros mecidos por las ramas,
¡duermen su dulce sueño lleno de cándidas visiones!…
-Pero esto, -es como un nido sin plumas ni calor,
donde los pequeños pasan frío, no duermen, tienen miedo;
un nido que ha debido de helar el cierzo amargo…

III

Vuestro corazón lo ha intuido: -no tienen madre estos niños.
¡No hay madre en el hogar!-¡y el padre está muy lejos!…
-Por eso una vieja sirvienta de ellos se ha ocupado:
en la gélida casa están solos los pequeños;
huérfanos de cuatro años, en su mente de pronto
despierta poco a poco un risueño recuerdo…
es como un rosario que al rezar se desgrana:
-¡Ah, qué bella mañana la mañana de aguinaldos!
Cada uno, en la noche, había soñado con lo suyos
en algún sueño extraño donde se veían juguetes,
caramelos vestidos de oro, centellantes joyas,
arremolinarse y bailar una danza sonora,
¡luego huir bajo las cortinas y aparecer de nuevo!
Despertaban al alba, se levantaban alegres,
con la boca hecha agua, frotándose los ojos…
Iban, enmarañando el pelo en la cabeza,
radiantes los ojos, como en los grandes días de fiesta,
y los piececitos descalzos rozando el suelo,
a las puertas de los padres suavemente llamar…
¡Entraban!… Luego las felicitaciones… en camisón,
los besos repetidos, ¡y la alegría permitida!

IV

¡Ah, qué delicia aquellas palabras tantas veces dichas!
-Pero cómo ha cambiado el hogar de otro tiempo:
crepitaba un gran fuego, vivo, en la chimenea,
toda la vieja habitación estaba iluminada:
y los reflejos rojizos, salidos del hogar,
revoloteaban alegres sobre los muebles barnizados…
-¡El armario estaba sin llaves!… ¡sin llaves el gran armario!

(…)

-El cuarto de los padres está hoy muy vacío:
ningún reflejo rojizo bajo la puerta hay;
ya no hay padres, ni hogar, ni llaves requisadas:
¡por eso ya no hay besos, nada de dulces sorpresas!
¡Oh, qué triste para ellos será el primer día del año!
-Y, muy pensativos, mientras una amarga lágrima
de sus grandes ojos azules silenciosamente cae,
murmuran: «¿Cuándo volverá nuestra madre?»

(…)

Es enternecedor pensar que a la temprana edad de quince años, el gran poeta Arthur Rimbaud (Champaña-Ardenas, 1854, Marsella 1891), ya lo era. Estos versos, con lo que he comenzado, pertenecen a su poema «Los aguinaldos de los huérfanos»(1870). Hacía mucho tiempo que no leía algo tan estremecedor y a la vez tan bello. Quiero compartirlo con todos ustedes en estas fechas que se acercan, tan significativas para muchos, porque me parece que todos podemos aprender bastante de estas palabras que el escritor francés dejó escritas, en las que nos quería transmitir que sin amor, que sin el amor de esos padres, de esa madre que ya no está en casa, ya nada es igual, que se terminaron las cosas dulces, los besos, la habitación del cariño, el calor,… Que, en definitiva, nada tiene sentido, si no está esa madre que los niños buscan desesperadamente. Sólo los recuerdos alivian el dolor, pero ellos continúan preguntándose cuándo volverá su madre.
Por eso, en época de Navidad dónde confundimos, en muchas ocasiones, el significado de lo que celebramos, dejemos de pensar en tantas cosas materiales que nos rodean, que pensamos, nos hacen felices y disfrutemos de los que aún tenemos cerca, de nuestros seres queridos. Y sonriamos acordándonos de los que ya se fueron, pero que, de alguna manera, siguen estando a nuestro lado. Repartamos amor, besos, abrazos,…cuando aún podemos hacerlo. Que no sea demasiado tarde para luego tener que conformarnos con los sueños.
En septiembre de este año, Ediciones Atalanta volvía a sorprendernos con la edición de la obra completa bilingüe de Rimbaud, que hasta ahora se había publicado en España de forma poco rigurosa.
Como la propia editorial cita en la obra su correspondencia «sólo estaba disponible en breves antologías temáticas» y su poesía estaba incompleta porque aunque en la portada de alguna edición figura el título de «Obra poética completa», incluso las mejores versiones, a cargo de excelentes poetas «dejan de lado los veintidós poemas que conforman el llamado «Album zutique», cuyo contenido escatológico o las dificultades que plantea su complejo argot parecen haber inducido a los traductores a descartarlos.»
Ediciones Atalanta nos ofrece, definitivamente, la obra completa desde sus creaciones escolares en latín hasta sus poemarios finales.
Mauro Armiño (Cereceda, Burgos, 1944) ha sido el encargado de mostrar esta joya en su total esplendor. La labor de traductor de Armiño se ha centrado, sobre todo, en la cultura francesa.
El volumen, que deben conocer y abrir para adentrarse en el mundo de este fabuloso escritor, contiene además de un estupendo prólogo de Armiño, una cronología, un «diccionario Rimbaud» para conocer tanto a él como a su obra de forma más acertada, por supuesto toda su obra poética como «Una temporada en el infierno» o «Iluminaciones», la correspondencia del autor entre 1870 y 1891, así como ilustraciones y fotografías.
El prólogo comienza así:
«El fugaz paso de Arthur Rimbaud por la poesía francesa fue calificado en vida del propio poeta de «meteoro»; la idea se convirtió en un tópico que aún se mantiene vivo porque hay pocas cosas más ciertas en el caso del joven poeta de Charleville, que llega a París en septiembre de 1971 y en año y medio, hasta mayo de 1873, reduce a cenizas la poesía parnasiana, para luego, tras el episodio de Bruselas y la entrega del manuscrito de su único libro publicado, «Una temporada en el infierno» (septiembre de 1873), hundirse en un silencio inexplicable e inexplicado que acosa a la mayoría de los críticos como si ese mutismo absoluto fuera una clave interpretativa. En ese año y medio su conducta devino en piedra de escándalo constante, incluso entre el círculo de poetas bohemios: por sus extravagancias, fumaba con la cazoleta de la pipa boca abajo, por su afición a la bebida, por su apariencia sucia, desharrapada y salvaje, por su carácter agresivo, hasta el punto de propinar una puñalada con un bastón-estoque al fotógrafo Carjat, o por exhibir sin demasiados tapujos su homosexualidad en compañía de Verlaine. A todo esto se añadía la insumisión en su obra poética a todos los órdenes de la sociedad: a la escuela, a la Iglesia, al orden político o impuesto por Napoleón III, a la familia, al trabajo; en resumen, a los valores que la burguesía de la época empezaba a ponderar como una posibilidad de avance social.»
Para terminar, quiero compartir con ustedes otros versos de su poema «Sensación», otro de mis preferidos, también de su juventud e igualmente bellos e inteligentes.

«En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteando por los trigos, pisando la hierba menuda:
soñador, sentiré su frescura en mis pies.
Dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada:
pero el amor infinito me subirá al alma,
e iré lejos, muy lejos, lo mismo que un bohemio,
por la naturaleza (…)»