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23Dic/16

LA NOCHE SANTA. SELMA LAGERLÖF

«Madonna col Bambino benedicente e cherubini«, Jacopo Bellini, 1455

«Y todo esto es tan cierto como que yo te veo y tú me ves»

Selma Lagerlöf, (Marbacka, Suecia 1858, 1940), fue la primera mujer en obtener el Premio Nobel de Literatura (1909). Gran lectora desde niña, se la asocia irremediablemente a su obra más conocida, «El maravilloso viaje de Nils Holgersson», inspirado en los cuentos de animales de Rudyard Kipling y encargado por el Consejo de Educación sueco para enseñar a los niños la geografía del país. Recuerdo haber leído este libro, en uno de esos largos veranos que el sistema escolar español establece desde mitad de junio hasta mitad de septiembre, como una de las sensaciones literarias más bellas que recuerdo. Nils, hechizado por un hada, se convierte en un niño que no levanta un palmo de altura desde el suelo y que a lomos de un ganso blanco doméstico que se une a una bandada de gansos salvajes en su migración al norte, como cada año,  viaja a Laponia y recorre toda Suecia.

Fue la sueca una feminista convencida además de una gran escritora, que dedicó gran parte de la década de 1920 a luchar por los derechos de la mujer. Durante los último años de su vida, ayudó a los escritores y pensadores a esconderse, salir del país y luchar contra la dictadura alemana que oprimía a Europa ya que la persecución nazi contra los intelectuales fue muy dura.

Su primera novela «La saga de Gösta Berling» la escribió en 1891, a esta siguieron varios cuentos y otras novelas como «Los milagros del Anticristo» o «El hogar de los Lijecrona». Pero en este post me voy a centrar en sus cuentos, y más concretamente en los de Navidad. Sobre esta temática, dejó varios escritos y como dentro de unos días estaremos celebrando estas fiestas, me gustaría que abrieran algunos de estos libros donde se esconden estos bellos relatos.

Quedarse con uno es muy difícil, pero debo hacerlo por cuestiones de espacio, así es que me he decantado por el titulado «La noche santa».

«Apenas contaba cinco años de edad cuando experimenté una gran pena. No sé si desde entonces habré tenido otra mayor.

La causa fue el triste fallecimiento de mi abuela. Hasta entonces, la bondadosa señora estuvo sentada siempre en un rincón de la estancia contando cuentos.»

Así comienza este maravilloso cuento, lleno de ternura y respeto hacia los mayores, hacia los abuelos, que espero que, el día que tengan entre sus manos, disfruten y como esa abuela, ustedes transmitan a otras personas.

«Recuerdo siempre que la pobre estaba sentada allí, refiriendo historias, de la mañana a la noche, y que nosotros, niños, sentados en torno suyo, escuchábamos silenciosos sus narraciones. ¡Magnífica vida! No había pequeñuelos que lo pasaran mejor que nosotros. De la bondadosa anciana sólo puedo recordar que tenía una hermosa cabellera blanca como un gran copo de algodón. Que caminaba muy encorvada y que sus manos jamás abandonaban la calceta.

También recuerdo que siempre que terminaba la narración de algún cuento me colocaba una mano sobre la cabeza, diciendo: «Y todo esto es tan cierto como que yo te veo y tú me ves».

(…)

De tales cuentos e  historias sólo conservo un recuerdo débil y vago, si bien de una de ellas me acurdo tan claramente que podría narrarla sin la menor dificultad. Es una leyenda breve sobre el nacimiento de Jesús.

(…)

Era un día de Navidad. Todos salieron para la iglesia, con excepción de la abuelita y yo. Creo que nos quedamos solitas en todas la casa. Nosotras no habíamos podido ir con los demás: una, por demasiado niña; la otra, por demasiado vieja. Y las dos nos hallábamos entristecidas por no poder escuchar las bellas canciones de los maitines ni ver las bonitas luces con que estaría adornada la iglesia aquel día.

Como nos hallábamos solas y en el mayor silencio, la abuelita empezó una de sus narraciones:

-Pues señor… Érase una vez un hombre que salió una noche en busca de fuego. Iba de casa en casa y, llamando a las puertas, decía: «Buena gente, socorredme; mi mujer acaba de recibir un niño y no tengo fuego para calentar a la madre y al pequeñuelo».

Pero era tan tarde y la noche tan oscura, que todos dormían y nadie respondía a sus llamadas. El hombre, caminaba, caminaba… Por fin divisó, a lo lejos, el resplandor de una fogata. Allá se encaminó apresurando el paso, y vio que la hoguera brillaba en medio del campo. Multitud de blancas ovejas dormían en torno del fuego y el viejo pastor guardaba el rebaño.

Cuando el hombre que buscaba fuego, llegó cerca de las ovejas, percibió tres enormes peros que dormían a los pies del pastor. A su llegada, se despertaron los tres y abrieron sus tremendas fauces, como si quisieran ladrar; más no se oyó ladrido alguno. El hombre vio cómo se les erizaba el pelo del lomo, cómo sus dientes agudos y blanquísimos relucían al resplandor de la hoguera, hasta que se abalanzaron sobre él. Y vio cómo uno de ellos se le lanzaba a la garganta, mordiéndole otro el pie y otro la mano, pero las quijadas y los colmillos de los perros quedaron paralizados y el hombre no sufrió daño alguno.

Entonces el hombre quiso seguir avanzando en busca de lo que necesitaba. Pero las ovejas estaban tan apretadas, lomo contra lomo, que el hombre no podía dar un solo paso. Y no tuvo más remedio que pasar por encima de las ovejas dormidas para poder acercarse a la hoguera. Y ni un sólo animal se despertó ni hizo el menor movimiento.

(…)

Cuando el hombre se hallaba ya casi junto a la hoguera, el pastor se despertó. Era éste un hombre malo, duro y sin entrañas. Cuando veía a algún extraño, empuñaba una vara larga y puntiaguda, que usaba cuando apacentaba el ganado, y se la arrojaba con violencia. Y también aquella vara silbó en el aire con dirección al hombre; más antes de que hubiera podido tocarle, se desvió y fue a caer lejos, en el campo.

(…)

Entonces el hombre se acercó al pastor y le dijo: «Buen amigo, haz del favor de prestarme un poco de fuego; mi mujer acaba de recibir un niño y necesito fuego para calentar un poquito a los dos». El pastor habría preferido negárselo, pero cuando pensó en que los perros no habían podido causarle mal alguno, que las ovejas no se habían asustado y que la vara no había podido herirlo, sintió cierto temor y no se atrevió a negar al forastero lo que pedía. «Toma todo el que necesites», le contestó.

Mas el fuego estaba casi consumido. Ya no quedaban troncos ni ramas, sino un gran rescoldo, y el forastero no llevaba pala ni cubo para recoger las ardientes ascuas.

Cuando el pastor se dio cuenta de ello volvió a repetirle: «Llévate todo el que necesites». Y se regocijaba al pensar que aquel hombre no podría llevarse nada. Pero el hombre se inclinó sobre la hoguera y con sus desnudas manos sacó los carbones encendidos de entre la cenizas y los fue colocando en su capa. Y las ascuas no quemaron ni sus manos ni la tela. Y el hombre se las llevó con la misma facilidad que si hubieran sido nueces o manzanas.

(…)

Cuando el pastor, que era muy malo y despiadado, vio aquello empezó a asombrarse. «¿Qué noche será esta en que los perros no muerden, las ovejas no se asustan, las lanzas no matean y el fuego no quema?», se decía a si  mismo. Y llamando a forastero, le preguntó: «¿Qué noche es esta? ¿A qué se debe que todas las cosas se muestren tan clementes?».

Y el pobre le contestó: «No puedo decírtelo si tú mismo no lo ves.». Y se dispuso a emprender su camino para encender cuanto antes el fuego que debía calentar a la madre y al hijo.

El pastor pensó que no debía perder de vista a aquel hombre hasta averiguar lo que significaba todo aquello. Y se levantó y lo siguió hasta el lugar donde se detuvo el forastero.

El pastor vio que el hombre no tenía ni una mala cabaña como habitación y que su mujer y el niño se hallaban en una cueva de la montaña, cuyas paredes, desnudas, eran de dura y fría piedra. Al ver que el pobre e inocente niño podría helarse en aquella gruta, se sintió conmovido y decidió hacer algo por él, no obstante su corazón fue duro. Y del zurrón que llevaba al hombro sacó una suave piel blanca de cordero y se la entregó al forastero, diciéndole que acostase al niño sobre ella. Y en el mismo instante en que demostró que era capaz también de sentir piedad, se abrieron sus ojos, y vio lo que antes no había podido ver, y oyó lo que no le había sido dado oír.

Vio cómo en torno suyo se agrupaba un gran corro de pequeños angelitos de alas de plata. Cada uno de ellos tenía una lira en la mano, y todos cantaban, con voz armoniosa y potente, que aquella noche había nacido el Redentor, el que redimiría los pecados del mundo.

Y entonces comprendió por qué aquella noche todas las cosas estaban tan contentas que no querían causar el menor daño.

(…)

La Naturaleza toda se hallaba entregada a un júbilo indefinible. Por todas partes resonaban los cánticos de los angelitos juguetones. Todo aquello lo veía y sentía el pastor en medio de las tinieblas y el silencio de la noche, aun cuando poco antes nada había podido percibir. Y su corazón se llenó de tal alegría al ver que sus ojos se habían abierto por fin a la verdad, que cayó de hinojos y dio gracias a Dios.

Cuando la abuelita llegó a este punto, se detuvo y suspiró, diciendo:

-Y todo aquello que el pastor vio lo podemos ver nosotros también si nos hacemos merecedores de ello, pues los ángeles bajan volando desde los cielos cada noche de Navidad.

Y la abuelita colocó su diestra sobre mi cabeza y dijo:

-Acuérdate bien de lo que te he contado, pues es tan cierto como que yo te veo y tú me ves. Para ello no se precisan lámparas ni luces, ni sol ni luna, sino ojos limpios de pecado para poder contemplar la magnificencia del Señor.»