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20May/17

MAR DE HISTORIAS. CRISTINA PACHECO

Estaba inmersa en otras lecturas cuando, por casualidad y hace aproximadamente una semana, llegó a mi un pequeño libro titulado «Mar de historias» al que acompañaba el subtítulo: «Relatos del México de hoy». Su autora: Cristina Pacheco, nacida Cristina Romo Hernández ( San Felipe, Guanajuato, 1941), hasta entonces desconocida para mi. Comencé a leerlo y me atrapó su prosa. Cuando quise investigar más sobre la autora y su obra me di cuenta de que el maravilloso libro «Mar de historias» se trataba en realidad de una recopilación de artículos que Pacheco escribe desde 1986 en el periódico «La Jornada» más concretamente en la sección de Opinión. Artículos que son literatura de la buena, de la que merece la pena leer. Por eso les invito a abrir este libro tan interesante en el que encontrarán muchas realidades llenas de dolor y belleza. Además de una escritura fina e hilada con un excepcional dominio del lenguaje, de la palabras.

Pacheco es una de las periodistas más destacadas y más respetadas de México. Estudió la cerera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1985 obtuvo en Premio Nacional de Periodismo. Viuda del gran poeta y ensayista mexicano José Emilio Pacheco, ha entregado su trabajo al periodismo social, a dar voz a aquellos que no la pueden alzar y escribir sobre sus vidas con dignidad, como se refleja en estos artículos que recoge el libro.

El libro recoge dieciséis artículos inmensamente bellos y desgarradores. Todos ellos hablan de lo que se vive a un lado y al otro de la frontera entre Estados Unidos y México. Los paisajes duros del desierto de Arizona, del río Bravo,.. y las gentes en esos lugares de ida y vuelta, o de ida solamente. Y Pacheco recoge con gran maestría el dolor, el sufrimiento, el anhelo, la desesperanza de esas gentes.

Como por falta de espacio tengo que hablar sólo de dos de estas impactantes historias me quedaré con: «La vuelta del emigrante» y «Golden Chicken». Estremecedoras las dos. Pero quiero resaltar aquí la belleza de otros relatos como por ejemplo: «El vuelo de Chicago», donde una niña espera siempre el regreso de su padre que nunca volverá o el increíble y enternecedor «Fantasmas del desierto», que de bello, duele. No me puedo resistir a escribirles el inicio:

«Óyeme y luego me dices si tengo razón o no en querer que venga un sacerdote: eran como las once de la noche cuando llegó Isaura a mi tungarcito. No había vuelto a tener noticias suyas y jamás pensé que volvería a verla. Me pareció más flaca. La saludé. Cuando vi la bosa que le colgaba del brazo, entendí que había regresado con el mismo propósito de su primer viaje: mandarle una muda de ropa a su hijo Gabriel. ¡Qué locura!.

Desde que Gabriel salió de Guanajuato, Isaura no había sabido nada del él. Ese silencio le daría mala espina a cualquiera; a ella no, porque su corazón de madre sigue diciéndole que su hijo vive. «¿En donde?», le pregunté la primera noche. «En el desierto. Escondido, esperando un buen momento para llegar a San Diego.» No me atreví a desanimarla diciéndole que el desierto no es amigo ni cómplice de nadie: mata, quema, enloquece a la gente, si es que antes no le agarra la delantera alguno de los cabrones que rastrean a los que pasan para quitarles el dinero y hasta la vida.»

«La vuelta del emigrante» es un relato precioso y de una estructura muy interesante. Sixto, el protagonista de la historia, huérfano desde su infancia, regresa después de varios años a Todosantos desde Oklahoma y va recordando por este orden, que a mi no me parece casual, a las personas, a los animales, a las flores y a su infancia representada en la figura del hermano perdido. En la mitad del relato, Sixto se da cuenta de algo que a todos al volver a un lugar después de muchos años nos ha ocurrido. Todo ha cambiado. Y eso nos produce cierto dolor, cierta nostalgia.

«Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas, donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niño. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.»

Sixto recuerda a Garabato, un mendigo, parte del paisaje de su vida allí, al que apodaban así por el «retorcimiento de sus brazos y piernas»:

«Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas hora rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.»

En el relato «Golden Chicken», José, el protagonista, se enfrenta al papel en blanco. Debe escribir a su madre esa carta que le prometió pero lo demora siempre. Le duele contarle la verdad, contarle que nada de lo que soñó se cumplió, que al otro lado no le esperaba el paraíso como pensaba cuando «con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo». Pero no quiere hacerle daño. Su sufrimiento es para él. Nunca le contará a lo que realmente se dedica. Simplemente le da vergüenza.

«Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: «Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias…». José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza del ver al cartero.»

Pacheco, al narrar la carta de José, llena de mentiras y de recuerdos infantiles, logra trasladar una ternura infinita a la historia. El hijo quiere proteger a la madre del dolor. Del dolor que supondría para ella saber que su hijo, de alguna manera, se fue tan lejos sólo para fracasar.

«Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de «El Moro». Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al «Moro». Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio… Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro.»

Pero la realidad es otra. Y el final del relato nos destapa la verdadera vida de José, que será la de muchos otros. Este artículo nos hace reflexionar sobre muchas cuestiones :la dignidad del ser humano, el racismo, la emigración… Parece que este artículo, que escribió Pacheco en 1996, está, desgraciadamente, de nuevo de máxima actualidad.

«José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken, un restaurante especializado en pollo al horno, para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan:

Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre, mister Ferguson, es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser una gallina sino un polluo valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I am sorry, he ll pay. Oh yes: pagarás daños o pierde las chambita y eso, no good in springtime.»