NAO / CAPÍTULO V. LA ISLA AGUA

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Dos días tardo Nao en llegar a lo que, según los mapas, le situaban en las proximidades de la isla Agua. Había que tener cuidado en atravesarla sin perturbar a los extraños animales que allí habitaban. Sobre todo, Nao fue advertido del gran sapo gigante con piernas y brazos de hombre que surgía de entre las aguas, como una fiera, cuando sospechaba que, sobre la superficie de la isla, algún extraño barco se acercaba. El sapo gigante habitaba aquellas aguas muy a pesar, incluso , del monarca de la isla, pero nadie, hasta ahora, había podido hacerle frente. Era tan absolutamente poderoso y cruel que campaba a sus anchas por aquellas aguas atemorizando a todos los habitantes de la isla.
Tanto Nao como el resto del ejército sabían de la presencia del anfibio, así es que procuraron navegar con más calma para no despertar las furias de aquella bestia acuática.
Pero pasadas un par de hora en la que ya les había parecido alcanzar el objetivo y estar lo suficientemente alejados de la isla Agua, el mar empezó a agitarse, unas grandes olas alcanzaron las velas más altas del barco, y de entre la espuma surgió un brazo color amarillento y gigantesco. Era sin duda, uno de los brazos del sapo. Cual fue la gran sorpresa de Nao y del resto de tripulantes cuando atrapado en aquella inmensa mano cubierta de algas, vieron al príncipe Xin, totalmente abatido y sin fuerzas.
Nao no sabía como hacer frente al anfibio que ya jugueteaba con el barco como si de una minúscula cáscara de nuez se tratara. No hay que olvidar que el ejército de la isla Tierra carecía de armas. La única arma para cualquier lucha eran las palabras. En este caso, se le antojaban a Nao, muy difíciles de pronunciar. El muchacho se encontraba frente a una bestia que no atendería a razones así como así. Pero, de este modo, es como le habían educado y así es como debía proceder ante el enemigo, hablando y llegando a un acuerdo.
El sapo gigante les miraba mientras sonreía de forma cruel. Todos pensaban en quien sería el siguiente en caer bajo su poder. Sin duda sería Nao, ya que el sapo había advertido que estaba al frente del barco.
Lo que Nao no llegaba a entender era porqué el anfibio había capturado al príncipe Xin, cual había sido el objetivo que le había impulsado a hacerlo. Así es quiso formularle la pregunta, pero al instante se dio cuenta de que en la isla Agua, ningún animal acuático podía hablar. Sólo su querido Teo era capaz de hablar como los humanos y comunicarse además con otros animales. Sí, su querido amigo Teo, el anciano pez que tanto había hecho por él . Pero Teo ya era un viejo animalillo que incluso tenía dificultad para nadar. Era tan querido en palacio que incluso el monarca, presintiendo que a Teo le quedaba poco tiempo de vida, le había obsequiado con un estanque sólo para él y su familia en el que gozaba de todos los privilegios.
¿Qué podía hacer Nao ante esta situación? No había reparado en este gran problema. El resto del ejército esperaba la respuesta del muchacho. El príncipe Xin miraba al joven con ojos de derrota y desesperación. En aquel momento, Nao se sintió indefenso, y comprendió que aún le quedaba mucho por aprender, y que debía haber sido más modesto cuando le propuso al rey su aventura, ya que ahora se daba cuenta de que sus conocimientos no llegaban tan lejos, y que la sabiduría se alcanza con los años. ¡Qué triste se sentía! No era capaz de asimilar que allí se acabaría todo, que todos morirían en manos de aquel anfibio gigante, y todo por su culpa, se lamentaba.
Nao se acercó al gigante e intentó hablarle pero todo fue inútil. Este rugió, se enfureció y lo único que hizo fue agitarse más y agarrar con más fuerza a Xin, que ya incluso pedía su propia muerte al anfibio.
Pero, de repente, cuatro peces de colores surgieron de entre las aguas. Cuatro peces de colores a los que Nao conocía perfectamente. ¡Eran los hijos de Teo! A ellos se habían unido cuatro preciosos delfines y doce sirenas que delante de aquel monstruoso sapo habían comenzado a representar un baile acuático. Nao y los tripulantes del barco estaban ensimismados viendo aquello. Pero lo más sorprendente es que no eran los únicos. El sapo quedó hechizado con lo que estaba viendo. Se tranquilizó mientras no paraba de mirar a las sirenas que le sonreían agitando sus colas doradas que engarzaban con las de los delfines.
Los peces de colores daban grandes saltos alrededor del monstruo marino, cosa que a éste le hacía mucha gracia. Alcanzaban su vientre e incluso le hacían cosquillas. En uno de estos momentos de diversión, el anfibio tiró al agua al príncipe Xin sin darse cuenta. Las sirenas, astutamente le recogieron y lo devolvieron al barco. Tan atontado estaba el monstruo con el chapoteo de los peces que no se percató de lo sucedido. Ya panza arriba, se dejaba hacer y engañar por aquellos preciosos peces. Era sin duda el instante justo para escapar y así lo hicieron. Nao dio las gracias a las sirenas y a los delfines, y por supuesto a los hijos de Teo, que muy astutamente seguían remoloneando alrededor del monstruo para que no se percatara de nada.
Una vez que se alejaron lo suficiente, pudieron respirar tranquilos. Dieron de comer y de beber al príncipe Xin, quien no podía parar de llorar pensando en su ejército ahogado en aquellas aguas. La única esperanza era rescatar a Di. Pero aún debían pasar por la isla Fuego, y nadie podía saber que nuevas aventuras le depararían. Nao estaba tranquilo porque ahora eran dos los que estaban al frente del barco, porque sabía que dos amigos, como ya lo eran el príncipe y él, podrían ayudarse y salir adelante.

>> Capítulo VI. La isla Fuego

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