NAO / CAPÍTULO I. LOS TRES REGALOS MÁGICOS

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<< Resumen y capítulos

Cuando Nao y su familia se trasladaron a la ciudad, él tenía cinco años. Habían pasado dos y el muchacho aún se acordaba, cada día, de su vida en la montaña. Las inundaciones arrasaron las cosechas y muchas familias tuvieron que abandonar sus pueblos y emigrar a la ciudad. No podían trabajar más aquellas tierras. Los padres, desesperados, buscaban un futuro para su hijos.
La vida en la ciudad era tan diferente para Nao…El chico tenía la sensación de que en la ciudad todo estaba, digamos, un poco desordenado. La gente tenía siempre mucha prisa e incluso descubrió nuevos ruidos que hasta entonces le eran desconocidos.
Su padre, que había sido agricultor, ahora en la ciudad, se encargaba de repartir cajas de pescado a las tiendas de comestibles. Su madre trabajaba como costurera. Ambos se levantaban temprano y llegaban muy tarde a casa. Debían sacar a la familia adelante y, además, ahorrar para poder regresar alguna vez al campo.
Nao iba cada día a la escuela, pero su hermana Di, que tenía doce años, debía ocuparse de las tareas del hogar y de cuidar a sus hermanos pequeños, los gemelos Gen y Ji, de tan sólo dos años.
Las cosas en la ciudad no habían ido como ellos esperaban. La familia vivía en un sótano donde, por supuesto, nunca entraba la luz, había humedad en las paredes y por las noches todos pasaban mucho frío. Pero, a pesar de las dificultades, la familia de Nao estaba muy unida. Se ayudaban los unos a los otros y se daban mucho cariño. Esto hacía que el día a día fuese mucho más fácil para todos.

***

Los escaparates de la ciudad estaban llenos de objetos que Nao sabía que nunca podría alcanzar. Sin embargo, el muchacho pegaba su nariz a los cristales y soñaba con tener alguno de aquellos juguetes o una enorme tarta de chocolate adornada con guindas de colores para el día de su cumpleaños.
Uno de los establecimientos preferidos de Nao era la tienda de animales que había cerca de su colegio. Se ponía un poco triste cuando veía a todas aquellos animalillos encerrados en las jaulas esperando un dueño que les diera una vida mejor, pero a la vez le encantaba observar como los cachorros jugueteaban de vez en cuando o con que mimo se atusaban los gatos sus colas. Sabía que nunca podría comprar una mascota, pero Nao, como cualquier otro joven de su edad, soñaba con tener una, una mascota a la que cuidar y dar mucho cariño.
Una mañana, de camino al colegio, y como siempre hacía, el niño pegó su nariz al cristal de la tienda de animales. En el fondo de la tienda, y para su sorpresa, vio un gran acuario con montones de peces de colores nadando en su interior. Al lado de la enorme pecera había un cartel donde se leía: „5 rines por pez“. El no tenía cinco rines, pero lo cierto es que no era mucho dinero. De repente vio el sueño de tener una mascota cada vez más cercano. Cinco rines era lo que costaban tres panes y en su casa tres panes significaban mucho. Si, eso ya lo sabía, pero si esperaba a su cumpleaños o quizás a la Navidad pacientemente, podría tener alguno de aquellos pececillos naranjas que, a él, ya le parecían tan simpáticos.
Esa misma noche esperó a su madre despierto. Quería saber si alguna vez podría tener alguno de esos peces.
_¿Cuánto dices que cuestan?, preguntó su madre con una sonrisa.
-Cinco rines mamá, sólo cinco rines cada uno, dijo el muchacho emocionado.
-Yo creo entonces que quizás en Navidad logres tu deseo, respondió su madre. Aunque ya sabes que en esta casa hay muchos niños con deseos, añadió con cierta tristeza refiriéndose a sus otros tres hijos. Después la mamá de Nao arropó a éste con una gruesa manta y le dio un beso de buenas noches.
Su madre siempre sufría por no poder conceder a sus hijos las cosas que le pedían, pero no podía hacer nada al respecto. Tenía mucha suerte, ya que los pequeños no eran nada egoístas y comprendían la situación por la que atravesaba la familia.
Cada día, Nao entraba en la tienda de animales y miraba con deseo a los pececillos naranjas que chocaban una y otra vez con las paredes del acuario o con alguna de aquellas palmeritas de plástico verde que había dentro como decoración. Cada día soñaba Nao con tener alguno de aquellos diminutos animales.

La Navidad llegó pronto, antes de lo que Nao imaginó. La noche anterior a la celebración, Nao no pudo dormir pensando que quizás, al día siguiente, tendría a los pies de la cama un pez naranja. Y tanto lo había deseado que su sueño se cumplió.

-¡Papá!, ¡Mamá!, mirad, mirad, tengo la mascota más bonita del mundo, gritaba el chico entusiasmado al levantarse.
Sus padres reían y disfrutaban de ver a Nao tan feliz. Pronto todos sus hermanos se colocaron alrededor de la pequeña pecera de cristal donde el pececillo nadaba dando vueltas sin parar.
Di también estaba muy contenta con el pedazo de tela que le habían regalado. Su madre prometió hacerle un vestido con aquella pieza de pana negra cuajada de florecillas de colores, para su próximo cumpleaños.
Gen y Ji eran aún muy pequeños para entender todo aquel revuelo, pero jugaban con dos diminutos caballitos de madera que su padre había tallado para ellos.

Al día siguiente, todos los muchachos del barrio fueron al parque a disfrutar de sus juguetes nuevos, como era costumbre. Nao vio un precioso coche plateado y un avión de madera que volaba como si fuera de verdad, un balón de cuero o incluso a un niño con un perrillo de color canela, pero nada de esto le dio envidia. Él llevaba entre sus manos la pecera con su pececillo naranja. ¡Qué feliz se sentía!.
Pronto se acercaron los chicos y comenzaron a burlarse del pez.
-¿Esto es todo lo que te han regalado?, preguntaba con ironía un niño del barrio. ¡Menudo regalo!, un pez naranja de los que hay miles en el mundo.
-A mí me parece un pez muy bonito, dijo Nao. Tiene algo especial.
-¿Especial?, repitió el niño burlándose. ¡Ya me dirás que tiene de especial! Porque yo lo único que veo es a un pez naranja tonto, de esos que cuestan sólo cinco rines y que nadie querría tener como mascota.
-Yo si lo quiero como mascota, contestó Nao con paciencia.
-Tú quieres a este pez porque sabemos que tus padres son pobres y no te pueden comprar una mascota mejor, añadió otro de los muchachos con crueldad.
A Nao este último comentario le hizo daño pero prefirió no contestar. Era tanta la alegría que sentía con su pez que no quiso pensar en lo que había dicho el niño.
Los muchachos continuaban riéndose de Nao y de su pez. Para ellos aquel era un regalo „insignificante“ como dijo uno de ellos. Nao no sabía muy bien lo que significaba la palabra „insignificante“, pero intuía que era una palabra fea porque el niño la había utilizado con desprecio.
A pesar de las burlas, Nao seguía sintiéndose muy orgulloso de su pez. Lo único que pensaba era en ponerle un nombre, y entre otros muchos decidió que el mejor sería Teo.
Nao iba con su pececillo a todas partes, como si de un perrillo o un gato se tratase. Teo era su mascota y el chico estaba dispuesto a darle todo su cariño. Era muy importante que Teo nunca se sintiera solo ya que no tenía compañeros en aquella diminuta pecera.

Aunque los chicos del barrio continuaron durante muchos días y meses riéndose de la mascota de Nao, y casi nunca jugaban con él, una tarde le preguntaron si quería jugar al fútbol con ellos, ya que el chico que era siempre el portero estaba enfermo y no podía bajar al parque. Nao no se lo pensó dos veces. Era la primera vez que le permitían jugar con ellos. Si, ya sabía que era porque el portero estaba enfermo, pero…al menos podía jugar, eso ya era mucho para Nao.
El chico dejó su mochila apoyada en un árbol y a Teo al lado. Pero, cuando habían pasado unos veinte minutos, sucedió algo horrible para Nao. Uno de los chicos pegó una patada demasiado fuerte al balón y éste fue a parar al lado del árbol donde Nao había dejado a Teo. La pelota rompió la pecera y Teo quedó entre la hierba sin agua y con la boca abierta. El pobre pececillo no podía respirar bien.
Todos reían viendo la desesperación de Nao. El muchacho fue corriendo a la fuente con su mascota entre las manos para intentar salvarlo. Lo dejo en el pequeño chorrillo que tiraba la fuente y fue a casa corriendo a por una jarra llena de agua.
Finalmente, Nao pudo salvar a su mascota. Sin despedirse de los otros niños, que aún se reían mientras daban patadas al balón, recogió su mochila y se fue a casa. Estaba claro que el chico quería mucho a su mascota. Teo, a su manera, se daba cuenta de esto. Sabía que tenía mucha suerte de tener a un niño tan bondadoso y cariñoso como dueño.

Pasaban los días y Teo se iba haciendo cada vez más grande. Nao se daba cuenta de que Teo no era feliz en aquel recipiente de cristal, tan pequeño y tan aburrido. El niño sabía que los peces son felices en los ríos, en los mares, con otros peces, jugando con las olas o dejándose llevar por la corriente. El muchacho se sentía un poco egoísta por tener a Teo encerrado allí, pero para Nao, Teo significaba mucho. Con Teo nunca se sentía solo.
Una noche, Nao creía estar soñando, pero no era así. El chiquillo pensaba que estaba teniendo alucinaciones, pero se equivocaba. Teo sacó su cabecita del agua y le habló de esta manera a Nao:

-Querido Nao. Cuando todos se reían de mí tú has estado siempre a mi lado. Soy un simple pez naranja que no llama la atención, y sin embargo, para ti soy especial. Quiero que prestes atención a lo que voy a decir, dijo el pez con un nudo en la garganta. Si tú, mañana por la mañana, de camino al colegio, me dejas en el río del parque, y así me devuelves mi libertad, la próxima Navidad volveré y te recompensaré por tu generosidad. Te lo prometo, explicó el pez con dificultad, ya que para él también había sido muy difícil tomar esta decisión. Alejarse de Nao era algo muy triste, muy muy triste para Teo.

Nao no podía creer que su pececillo hablase como una persona. Era un pececillo mágico, sin duda. Hasta ahora, Nao no lo sabía, aunque siempre había estado seguro de que su mascota era especial. Esto unido a todo el cariño que sentía por Teo hizo que pensara por un momento en lo doloroso que sería para él tener que deshacerse de su pez. Por eso no podía responderle de una forma clara.
-Pero…, yo te quiero para mí, dijo titubeando Nao justificando así su tristeza. Yo siempre he querido tener una mascota.
-Lo sé Nao, respondió Teo. Pero te prometo que si tú me das esa libertad que tanto necesito, volveré a buscarte y te recompensaré por todo lo que me has dado, repitió el pez naranja.

A pesar de la tristeza que le produjo, a la mañana siguiente, el muchacho abandonó a Teo en el río del parque.
-No olvides lo que te digo, añadió el pez. Vuelve la próxima Navidad al río y yo te devolveré el favor, recalcó una vez más Teo antes de despedirse de su gran amigo.
Nao asintió con la cabeza y se fue corriendo para ocultar sus lágrimas.
El chico lloró muchos días pensando en Teo. Sus padres intentaban consolarlo. Conocían la infinita bondad de su hijo y no les sorprendía lo que había hecho con aquel pececillo.
No creían que el pez hubiera hablado a su hijo, por supuesto, y tampoco que cumpliría aquella promesa, simplemente pensaban que todo aquello era producto de la imaginación del pequeño, pero le consolaron diciéndole que la próxima Navidad volvería a ver a Teo, y que sólo por esto debía vivir cada día con ilusión.

Como la madre de Nao veía cada vez más triste a su hijo, pensó que tenía que hacer algo por él. Una noche mientras todos dormían cogió sus agujas y con cartón y retales de lentejuelas, que había recogido del taller donde trabajaba, hizo para Nao una preciosa cometa. Le pintó una cara sonriente con unos grandes ojos. Ella pensaba que quizás aquel pequeño juguete le devolvería la ilusión y así podría olvidarse un poco de Teo.
A la mañana siguiente la cometa esperaba a Nao al lado de su tazón de leche. Nao no podía creer lo que veía. Abrazó a su madre con cariño dándole las gracias.
Tenía un nuevo juguete y además era precioso. El muchacho ya esperaba con ilusión poder volar la cometa por el parque.

Nao tuvo que esperar algunos días pero al fin llego el tiempo deseado. En cuanto vio que una ligera brisa se colaba por las ventanas de la escuela pensó que aquella tarde sería perfecta para salir al parque y jugar con su nueva cometa. Y así lo hizo.
Como siempre, los chicos del barrio estaban jugando al fútbol y vieron a Nao con su cometa. En seguida se acercaron a él con ánimo de molestarle, y burlarse de su nuevo juguete.
-¿De verdad crees que esta cometa puede volar?, le preguntaron con sarcasmo.
-¡Claro!, ¿por qué no iba a poder?, contestó Nao algo indignado.
-Está claro que tú nunca has visto una cometa de verdad, contestó otro de los chicos. Cuando vayamos a casa a por las nuestras y las veas quedarás impresionado.
Los chicos abandonaron el balón y fueron a por sus cometas. En pocos minutos estaban luciendo aquellas preciosas figuras con forma de dragón, de aviones, de mariposas…. que planeaban en el aire como si de águilas de verdad se tratara.
Tenían razón, sus cometas volaban mucho más alto y se mantenían mucho más tiempo en el aire, pero él estaba muy contento con la suya.
Así pasaron la tarde los chicos. Nao estaba contento porque, una vez más, había podido jugar con ellos. Ahora los niños del barrio querían jugar también con sus cometas, quizás sólo por presumir ante Nao de sus juguetes, pero eso al chico le daba igual. Estaba contento porque de nuevo jugaban con él.

Todas las tardes quedaban a la misma hora en el parque. Pero aquel día el viento era demasiado fuerte para la cometa de Nao. Se enredó entre las ramas de un árbol mientras las demás volaban con elegancia, casi tocando las nubes. A Nao le costó mucho subir al árbol para desenredarla. De repente, le dio rabia ser el niño del barrio que siempre tenía los juguetes más viejos, las cosas más „insignificantes“ como decían los otros chicos. Le dio rabia ser pobre, le dio rabia no tener juguetes bonitos y nuevos. Perdió su paciencia al ver como los chicos no paraban de burlarse de él cuando le vieron subido al árbol intentando desenredar el hilo de la cometa, y no pudo más. Agarró su juguete con furia y lo tiró a una papelera.
Cuando se le pasó la tristeza, se sintió mal por haber tirado su cometa y fue corriendo a buscarla. Allí estaba un poco manchada y un poco rota. La abrazo y le quitó las manchas. Pero lo más sorprendente es que de los ojos de la cometa brotaban lágrimas como las de una persona. Otra vez creyó Nao estar soñando, pero no, no era así. La cometa aún con los ojos empañados en lágrimas le habló y le dijo:

-Soy una cometa que no puede volar más alto. Soy pequeña y de cartón pesado. Pero si me dejas en libertad para siempre, si cortas el hilo que me sujeta a ti, yo iré al país de las cometas donde aprenderé a volar más alto, donde harán de mí una cometa elegante y fuerte y, por supuesto, volveré para ayudarte.
Nao no podía creer lo que le estaba sucediendo ¿Qué podía hacer? ¿Abandonar la cometa? Eso significaba quedarse solo de nuevo.
-No puedo hacer esto por ti, respondió Nao. Para mí, tu eres la más bonita de todas las cometas aunque no vueles tan alto como las otras. Si te dejo en libertad no tendré nada con lo que jugar.
La cometa entendía la situación pero conocía la bondad del chiquillo y le pidió una vez más su ansiada libertad.
-No olvides lo que te voy a decir querido Nao, le explicó. Entre tus manos yo he sentido mucho cariño, y cuando mis compañeras han logrado, incluso, rozar las nubes, yo no las he envidiado porque sabía que las manos que sujetaban sus cuerdas no eran de niños tan buenos como tú. Pero si tú me das la libertad que necesito, te prometo que algún día te recompensaré por ello. A ti y a toda tu familia.

Nao volvió a casa cabizbajo con su cometa entre las manos. Reparó los trozos rotos y espero al viento de la noche para dejarla volar.
Mientras la cometa alcanzaba altura sonreía a Nao con cariño. De repente el niño no pudo verla más, se había perdido entre la oscuridad y las estrellas.

Los padres de Nao comenzaron a preocuparse por el niño. De nuevo su hijo les contó, que al igual que le había ocurrido con Teo, la cometa le había pedido que la dejara en libertad. Ellos no podían creer semejante locura. Tenían tan claro que las cometas no pueden hablar… Pero no podían hacer nada por Nao, sólo esperar a que se le pasara su tristeza.

Pasó el tiempo y a pesar de que Nao ya no estaba tan triste, pensaba cada día en su cometa y en su pececillo naranja, y también en las palabras que estos le habían dicho.
No volvió a hablar del tema con sus padres porque sabía que no le creerían por muchas más veces que lo repitiese, pero él siguió soñando con sus dos regalos mágicos.

Al cabo de unos días algo triste sucedió en la familia. Su papá perdió el trabajo como repartidor de pescado. De esta manera se esfumaban, por un tiempo, las ilusiones de poder volver al campo ya que debían gastar sus pequeños ahorros en comida y otras cosas necesarias del día a día. Su mamá no ganaba lo suficiente para mantener a toda la familia.
El despido llegó en el peor momento. En una semana era el cumpleaños de Di. Nadie quería estar triste. Toda la familia quería que Di se sintiera feliz y recordase su cumpleaños con cariño.
Tal y como su madre le había prometido, le confeccionó un vestido precioso con aquella tela que le habían regalado en Navidad. Di, que era una niña de gran belleza, estaba aún más guapa que de costumbre con aquel vestido de pana negro lleno de pequeñas florecillas de colores.
Los problemas económicos no fueron un impedimento para que la muchacha y todos sus hermanos disfrutaran de una deliciosa tarta de chocolate con guindas de colores. Sus padres sabían todo el esfuerzo que cada día hacía Di por la familia. Esta sólo era una pequeña manera de recompensar a la chiquilla.
Cuando los niños acabaron con la tarta y los zumos de frutas, la familia al completo decidió dar una vuelta por el parque.
La gente se daba media vuelta para ver a Di. Realmente Di era una niña muy guapa. Ella no pensaba en estas cosas ya que cada día debía ocuparse de muchas otras. No tenía tiempo ni para mirarse en el espejo. Y en su caso, esto no era una frase hecha, sino una realidad.
Di disfrutaba de su cumpleaños. Disfrutaba con su vestido nuevo. Nao y los gemelos también al ver tan feliz a su hermana.
En el paseo por el parque escuchaban atentamente las historias que su padre les contaba sobre el campo. Todos soñaban aún con regresar a aquellos pueblos de extensiones infinitas, con prados llenos de flores, de ríos de agua limpia, de montañas nevadas. Pero era sólo eso, un sueño.
Además, el sueño se interrumpió en el mejor momento. De repente, escucharon los gritos de un niño. Su padre intentaba calmarle y hablar con él, pero el niño ni siquiera miraba a su padre a la cara. Lloraba sin parar y con desesperación. El niño estaba furioso porque su locomotora de latón yo no echaba humo y había perdido una de sus ruedas. El chico pedía a su padre que le comprara una nueva. Esta para él ya era seguro „insignificante“ pensó Nao con tristeza. Y así era.
Para que el niño se calmara, su padre dejó la locomotora abandonada entre los arbustos, agarró al pequeño de la mano y le consoló diciéndole que comprarían otra locomotora inmediatamente.
A Nao le brillaron los ojos de felicidad. Si aquel niño no quería más aquella locomotora tan bonita y si, incluso, la había abandonado en el parque, esto significaba que él la podía coger y tener un nuevo juguete. Cuando el niño furioso y el padre se alejaron, Nao preguntó a su madre si podía recoger la locomotora y quedarse con ella.

-¡Claro!, ve a por ella, contestó su madre con una sonrisa.
Nao corrió a por ella. La locomotora le pareció preciosa. Tenía un color negro muy brillante y dos pequeñas ventanitas rojas a cada lado.

Cuando llegaron a casa, su padre arregló el juguete. La locomotora volvió a echar humo por su pequeña chimenea, y volvió a rodar con la nueva ruedecilla que para ella había fabricado el padre de Nao. ¡Qué bonita había quedado!, pensó el niño.

Cada tarde, a la salida del colegio, Nao jugaba con su locomotora en el parque. Imaginaba vías de ferrocarril que conducían a él y a su locomotora a lugares remotos y casi fantásticos. Imaginaba que detrás había muchos vagones que transportaban carbón a países en los que él nunca había estado.
El muchacho pasó muchas tardes jugando con su locomotora hasta que uno de esos días el juguete le habló.
A estas alturas Nao ni siquiera se sorprendió, e incluso sabía lo que aquella bonita máquina le iba a pedir. Y así fue, el niño no se equivocó. Esta vez ni siquiera intentó pedirle al juguete que pensará un poco en él. Hizo lo que ella le pidió. La llevó a la estación de trenes de la ciudad y allí la dejó. Mientras la locomotora rodaba con dificultad por un trocito de rail le decía a Nao:
-No olvides lo que te he dicho. Yo te señalaré el camino cuando por mi chimenea salga humo de color azul. Yo te ayudaré cuando lo necesites y así corresponderé a tu bondad.
Nao volvió a casa dándole vueltas a la cabeza. ¿Qué significaba aquello de señalarle el camino con un humo de color azul? De nuevo había tenido un objeto mágico entre sus manos y había tenido que abandonarlo. Era el tercer regalo mágico y ahora estaba triste porque no tenía ninguna de aquellas cosas que le habían hecho tan feliz, ni a Teo, ni a la cometa, ni a la pequeña locomotora. Sólo le quedaba una esperanza, volver a encontrarse con ellos alguna vez.

>> Capítulo II. La Navidad

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