¿QUIÉN HA VISTO EL VIENTO? CARSON McCULLERS (PARTE 1)
La totalidad de los cuentos de la escritora norteamericana Carson McCullers (Columbus, Georgia,1917, Nueva York, 1967), editados por Seix Barral bajo el título ¿Quién ha visto el viento? es la obra que les invito a abrir hoy. «Carson McCullers transmitió con una maestría insuperable la grandeza y tragedia del alma humana. Su obra ha seducido a generaciones de lectores, mientras la crítica la encumbraba en el pedestal de los clásicos del siglo XX.», reza la cubierta del volumen. «Dotados de una insólita musicalidad, desprenden una fuerza y una pasión que sacuden a quien los lee.», se añade.
En esta entrada, recogeré citas de aquellos cuentos que más me han gustado.
En Sucker, la autora nos presenta a un chico adolescente de dieciséis años, atormentado por el desprecio de Maybelle, una chica de su instituto que le gusta, y los remordimientos de conciencia que le producen el mal trato que dispensa a su hermano de doce años con el que comparte habitación.
«Hay una cosa que he aprendido, algo que me hace sentirme culpable y es difícil de entender. Si una persona te admira mucho, la desprecias y te tiene sin cuidado; en cambio, casi con toda seguridad admiras a la persona que no te hace caso. No es fácil darse cuenta.»
«Supongo, de todos modos, que uno entiende mejor a la gente cuando es feliz que cuando está preocupado.»
«No sé qué tiene una noche oscura y fría que hace que te sientas muy cerca de alguien con quien duermes. Cuando hablas con él es como si fuerais las únicas personas despiertas en toda la ciudad.»
Una chica de dieciocho años está en Nueva York. Allí asiste a la universidad. Vive en un edificio donde comparte vecindario con gente singular. El patio de la calle Ochenta, zona oeste, título del cuento, acoge a personas que le harán preguntarse sobre el comportamiento humano y sobre lo poco que sabemos de las vidas de los que tenemos cerca.
«Cuando ves dormir, vestirse y comer a la gente, tienes la sensación de que los entiendes, incluso aunque no sepas cómo se llaman.»
«Háganse cargo de que todos los vecinos del patio nos veíamos dormir y vestirnos y cómo pasábamos nuestras horas de ocio, pro no nos hablábamos nunca. Estábamos lo bastante cerca para tirarnos comida de una ventana a otra, lo bastante cerca para que una sola metralleta pudiera habernos matados a todos en un abrir y cerrar de ojos. Pero seguíamos comportándonos como desconocidos.»
Una niña llamada Hattie y un huérfano escabechado dentro de un frasco, son los dos fascinantes elementos del relato titulado El orfanato, donde los recuerdos de la infancia deambulan entre la realidad, la imaginación y el terror.
«(…) el niño distingue dos capas de realidad: la del mundo, que se acepta como una inmensa confabulación de todos los adultos; y la no reconocida, la escondida y secreta, la profunda.»
«Los recuerdos infantiles poseen una extraña cualidad volandera, y zonas de oscuridad rodean los espacios de luz. Los recuerdos de infancia son como velas encendidas en una hectárea de oscuridad, e iluminan escenas inmóviles, separándolas de la negrura circundante.»
Conmovedor es el cuento titulado Los extranjeros. Un padre, que sufre por una hija cuyo paradero y situación desconoce, viaja en un autobús. Su comportamiento no refleja su pesar pero algo sucede que le devuelve a la tristeza. En esta sutileza reside la belleza del relato.
«Porque lo que activa un pesar latente no es una señal preestablecida (…) Se trata de lo imprevisto y de lo indirecto. De manera que el judío podía hablar de su hija con compostura y pronunciar su nombre sin que se le quebrara la voz. Pero cuando, en el autobús, vio a un anciano duro de oído inclinar la cabeza hacia un lado para oír algún fragmento de conversación, quedó a merced de su dolor. Porque su hija tenía la costumbre de escuchar con la misma inclinación de cabeza y de lanzar una mirada rápida sólo cuando la persona que hablaba había terminado. Y el gesto casual de aquel anciano fue el aldabonazo que liberó en él la pena tanto tiempo contenida, de manera que hizo una mueca de dolor y bajó la cabeza.»
El joven Andrew rememora su juventud junto a sus hermanos y muy especialmente junto a su hermana Sara, en el restaurante de la estación de autobuses donde se encuentra. Su querida hermana, con la que construyó un planeador, con la que escuchaba música clásica. Su hermana Sara, la que un día se escapó de casa con trece años. «Quizá la música tuviera algo que ver. O puede que hubiera crecido demasiado y no supiese qué hacer con su cuerpo.» «Dijo que no estaba enfadada con nadie por ningún motivo, pero que se marchaba de casa para siempre.»
«Hay una época en que los hijos quieren escaparse de casa, prescindiendo de lo bien que se lleven con su familia. Creen que se tienen que ir por algo que han hecho, o por algo que quieren hacer, o quizá no sepan siquiera el motivo por el que se escapan. Tal vez sea un tipo de hambre difícil de calmar que les hace querer marcharse en busca de algo.»
Pero un día, Sara se marcha a estudiar a Detroit, en principio por diez meses. «Cuando Andrew volvía de clase todas las habitaciones le parecían silenciosas y horriblemente vacías.»
En ausencia de Sara, su hermano se aficiona a jugar al ajedrez gracias a un relojero judío llamado Harry. Entablan una amistad en la que Andrew comienza a sentirse incómodo, ya que la edad que los separa es bastante significativa y por el extraño carácter del hombre misterioso. «A veces, mientras se apresuraba por calles oscuras de regreso a casa, Andrew sentía un peculiar escalofrío de miedo. No sabía muy bien por qué. Como si hubiera dado todo lo que tenía a un desconocido que podía estafarlo.» A veces, el muchacho cree haberse abierto, con sus conversaciones, demasiado al relojero.
«¿No encuentras a veces horroroso ser quien eres? Me refiero a las veces en que te despiertas de repente y dices «soy yo» y te sientes asfixiado. Es como si todo lo que haces y piensas no fueran más que cabos sueltos y no hubiese nada que encajara.»
También se echó a las calles de South Highlands y vivió nuevas experiencias en el barrio negro. Así pudo conectar mejor con Vitalis, la criada que trabajaba para ellos en casa de su padre. Esta conocía a Harry. «No es más que un hombrecillo pálido (…) Casi toda la gente pequeña e insignificante se da aires. Cuanto más pequeños son, más grandes se creen. Sólo tienes que fijarte en cómo alzan la cabeza cuando caminan.»
Sara, en su ausencia, apenas escribe. Cuando su hermano intenta recordar su cara no la ve con claridad. «Casi llegó a ser para él como su madre muerta.»
Sara vuelve pero ya no es la misma. Andrew tampoco lo es. «Y siempre tenía hambre y siempre le parecía que algo estaba a punto de suceder. Y lo que sucediera le parecía que iba a ser terrible y que iba a destruirlo. Pero no era capaz de transformar aquellos presentimientos en ideas. Incluso el tiempo, los dos años largos después del regreso de Sara, parecía haber pasado por su cuerpo pero no por su entendimiento. Sólo habían sido largos meses de sentir que se hundía o de tranquilo vacío. Y cuando pensaba en ello apenas sacaba ninguna conclusión. Estaba a punto de hacerse hombre y tenía diecisiete años.»
¿Qué sucede finalmente? La solución está en este interesante cuento titulado Sin título. Lo que está claro, tal y como escribe la autora americana en este relato, es que «la gente no puede planearlo todo».
¿Puede alguien, por medio de la mentira, construir una vida atractiva? ¿Puede llegar a ser la mentira un salvavidas de una existencia anodina y por tanto, moralmente aceptable? ¿Puede, incluso, esta mentira llegar a calar en los demás hasta hacerlos caer en su corriente? Todas estas preguntas se resuelven en el cuento Madame Zilensky y el rey de Finlandia.
«La razón de las mentiras de Madame Zilensky era sencilla y triste. Toda su vida había trabajado en el piano, enseñando y escribiendo aquellas doce sinfonías hermosas e inmensas. Día y noche había luchado afanándose y volcando su alma en su trabajo, y apenas le quedaba algo de sí misma para más. Humana como era, sufría esa carencia, y hacía lo que podía para compensarla. Si pasaba la tarde inclinada sobre una mesa de la biblioteca y luego decía que había estado jugando a las cartas, era como si hubiera podido hacer las dos cosas. Por medio de sus mentiras vivía una doble vida; las mentiras doblaban lo poco de existencia que le quedaba fuera del trabajo y engrandecían el pequeño andrajo último de su vida personal.»
El cuento Muchacho obsesionado es tan duro como tierno. El adolescente Hugh vuelve de la escuela y siente verdadero pavor al comprobar que su madre no está en casa. El lector no sabe el porqué y ahí es donde reside la grandeza de este relato, que logra tenernos en tensión hasta el último momento. Hugh no quiere saber la verdad de lo ocurrido porque en el pasado le han sucedido cosas desagradables a su querida madre, por la que siente tanto afecto como rencor. Su madre ha dejado una tarta sobre la mesa de la cocina pero ninguna nota que informe de dónde se encuentra. Su amigo John intenta calmarle y Hugh le cuenta lo sucedido a su madre con anterioridad. Las conversaciones menores se entremezclan con el grave problema al que se ha tenido que enfrentar el adolescente en el pasado. Esta combinación de charlas hacen la angustia más llevadera.
«La cocina, con los impecables paños a cuadros y los cacharros limpios, era en aquel momento la mejor habitación de la casa. Y sobre la mesa esmaltada había una tarta de limón hecha por ella. Tranquilizado ante la cocina de todos los días y la tarta, Hugh regresó al vestíbulo y alzó la cabeza para llamar escaleras arriba.»
«Mi madre ha hecho la tarta, dijo Hugh. Rápidamente encontró un cuchillo y la cortó, para disipar el sentimiento de terror, cada vez más intenso.»
Pero Hugh debe enfrentarse con la realidad. Saber lo que ha ocurrido.
«Se dio la vuelta despacio para subir la escalera. Su corazón no era como un balón, sino como un rápido tambor de jazz, que resonaba cada vez más deprisa mientras subía. Iba arrastrando los pies como si vadeara un río con el agua hasta las rodillas, y tenía que sujetarse al pasamanos. La casa parecía extraña, demencial. Al mirar desde arriba a la mesa del piso bajo con el jarrón de flores primaverales recién cortadas, también le parecieron en cierto modo extrañas. En el espejo del descansillo su propia cara le sobresaltó, hasta tal punto le pareció desencajada. La inicial del jersey de su instituto estaba del revés en el reflejo, y él tenía la boca abierta como un idiota de manicomio. La cerró y su aspecto mejoró. Pero los objetos que veía, la mesa abajo, el sofá arriba, parecían hasta cierto punto resquebrajados y discordantes debido al terror que sentía, aunque eran las cosas familiares de todos los días.»
Este relato también nos habla del desconcierto y la inseguridad que nos produce el desequilibrio de las costumbres cotidianas, lo inesperado en la rutina. Todo, de repente, nos parece extraño y diferente hasta producir en nosotros un ligero sentimiento de miedo.
Todos los cuentos se desarrollan en lugares cerrados. En habitaciones, casas, edificios, hoteles, un orfanato, un coche, un estudio de música, un autobús, restaurantes o cafeterías, teatros…se mueven todos estos estupendos personajes, que ponen ante nuestros ojos lo más frágil del ser humano.
En muchos de los cuentos, además, se introduce la música. Hay representaciones musicales, músicos, estudios de música, teatros, referencias a composiciones clásicas y compositores… No hay que olvidar que la escritora estadounidense demostró, desde muy niña, un gran talento musical que le permitía tocar complejas partituras. Estudió piano durante muchos años para regocijo de su madre pero a los quince su padre le regaló una máquina de escribir y quizás esto le hizo plantearse dejar salir a la luz su gran talento para la escritura.
El libro termina con el cuento titulado ¿Quién ha visto el viento?, que da título al volumen de cuentos. El relato fue publicado en 1956, un año después de la muerte de la madre de la autora. Ken Harris es un escritor que pasa por su peor momento tanto profesional como personal. Evoca los buenos tiempos, cuando aún la página en blanco no era un martirio para él. Poco a poco se va enredando en una vida de desesperación y alcohol. Va de fiesta en fiesta y en todos estos escenarios rememora su carrera profesional, reflexiona sobre otras artes e intenta dar solución a su tormento. Es un trabajo muy interesante donde la autora deja al descubierto las miserias del escritor y del negocio de la literatura.
«Hubo sin embargo una época( ¿cuánto tiempo había pasado?) en la que bastaba una canción en una esquina, una voz de la infancia, para que el panorama de la memoria condensara el pasado de manera que lo fortuito y lo verdadero se transfigurasen en una novela, en un relato… Hubo una época en que la página en blanco llamaba y clasificaba los recuerdos y Ken sentía ese misterioso dominio de su arte. Una época, en pocas palabras, en las que era escritor y escribía casi todos los días. Trabajaba mucho, recomponía cuidadosamente las frases, tachaba las que resultaban ofensivas y cambiaba las palabras repetidas.»
«Durante una época, el año que siguió a la guerra, vivió la alegría del escritor cuando escribe. Una época en la que todo encajaba, desde una voz de la infancia a una canción en la esquina. En la extraña euforia de su trabajo solitario se produjo una síntesis del mundo.»
«Cuando se publicó el libro y las reseñas fueron indiferentes o malas, le pareció que lo aceptaba bien, hasta que los días de desolación se fueron encadenando uno tras otro y empezó el terror.»
Ken aborrece hablar con escritores jóvenes, aquellos que aún tienen ilusión.
«Por supuesto un relato en una revista menor después de diez años no es un comienzo demasiado brillante. Pero piense en lo mucho que luchan casi todos los escritores, incluso los grandes genios. Dispongo de tiempo y de perseverancia, y cuando esta novela vea finalmente la luz, el mundo reconocerá mi talento. A Ken le resultó desagradable la total sinceridad del joven, porque veía en ella algo que él había perdido hacía mucho tiempo.»
«Un talento pequeño, de un solo relato…, eso es la cosa más traicionera que Dios puede conceder. Trabajar y trabajar, con esperanza, con fe hasta que la juventud se consume… He visto esa situación demasiadas veces. Un talento pequeño es la mayor maldición divina.»
«Sucede que a mis esperanzas les ha sucedido algo completamente descabellado. Cuando era joven estaba convencido de que iba a ser un gran escritor. Luego pasaron los años, y ya me conformaba con ser un excelente escritor menor. ¿No notas la caída mortal en eso? (…) Lo último y definitivo es renunciar por completo a escribir y conseguir un empleo como publicitario. ¿Te das cuenta del horror?»
Es interesante leer las reflexiones que hace sobre el arte de la interpretación y sobre los pintores y cómo lo compara con el acto de escribir y con el trabajo de los escritores.
«No me parece que la interpretación sea un arte creativo, sino sólo interpretativo. Mientras que el escritor, por su parte, ha de cincelar la roca fantasmal…»
«Siempre es relajante sentarse en el estudio de un pintor. Los pintores no tienen los problemas de los escritores. ¿Quién ha oído hablar de un pintor que se quede atascado? Nunca les falta algo con que trabajar: preparar el lienzo, los pinceles y todo lo demás. Mientras que una página en blanco…., los pintores no están neuróticos como muchos escritores. (…) el olor a pintura, los colores y la actividad son relajantes. No como la hoja en blanco y una habitación silenciosa. Los pintores pueden silbar mientras trabajan e incluso hablar con otras personas.»
McCullers está considerada, junto a William Faulkner, como una de las mejores representantes de la narrativa del Sur de Estados Unidos.