LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 3) YEGOR


«Las palabras sabias, con sosiego deber ser pronunciadas».

Eclesiastés 9,17.

«Una montaña con otra montaña nunca se encontrarán; un hombre con otro hombre sí se encontrarán».

Refrán de la Guemará

«Si una palabra vale una moneda, el silencio vale dos».

Refrán de la Guemará

«Hay un tiempo para callar y otro para hablar».

Eclesiastés 3,7.

«El vino alegra el corazón de los seres humanos».

Salmos 104, 15.

La sinagoga del Uper West Side de Manhattan comienza a cobrar vida de nuevo gracias a los judíos fugitivos de Alemania que empezaban a establecerse allí. Esto trae rencillas entre los judíos que viven allí y los que acaban de llegar. Estos últimos exhiben una arrogancia extrema que nada les gusta a los viejos habitantes.

«Igual que «en el otro lado» no mantenían relación alguna con los judíos de la Europa del Este, tampoco aquí tenían nada que ver con ellos. Se aislaron entre los suyos, recluidos dentro de su propio Reich».

En la sinagoga comienzan a producirse tiranteces. Los viejos residentes les preguntan sobre qué es lo que les había ocurrido en Alemania, no obtenían respuesta y esto les enojaba, pues lejos de crear una armonía racial, su hermetismo les distanciaba.

«Cuando éstos les preguntaban, buscando aproximarse en su común condición de judíos, por su situación y por sus vida, ellos callaban y no abrían la boca. Aún más mudos se volvían cuando los antiguos feligreses se enfurecían indignados contra los malvados tiranos del otro lado. Los nuevos consideraban que ése era un asunto para debatir sólo entre ellos y en voz baja. Los antiguos residentes, sintiéndose ofendidos, se veían a sí mismos como extraños en su propia sinagoga, y pronto empezaron a evitar el contacto con los recién llegados y a abandonar el templo».

¿Qué les hacía callar? ¿Era miedo? ¿Era, quizás, un extraño e inexplicable respeto por los ciudadanos y el país que les había acogido y en el que habían podido prosperar que, si bien es cierto que ahora los humillaba y los rechazaba no siempre fue así y eso era de agradecer?

Los que llegan tienen que empezar de cero. No le temen a esto. Uno de ellos, es el viejo y próspero comerciante Burak, todo un ejemplo de superación, de perspicacia, inteligencia para los negocios, seducción y capacidad de sacrificio. Con su lema siempre por bandera, que engatusaba a todos. «Ducado va, ducado viene;  vivir y dejar vivir.» «Como antes, su mano estaba siempre tendida a quien lo solicitara, y él dispuesto a hacer favores(…)» Concedía préstamos sin interés, firmaba avales, prolongaba los plazos de los créditos y «les ayudaba con los papeles para traer a sus familiares al país».

«Después de que, tras varias generaciones en Alemania, llegaran a poseer grandes comercios y olvidaran la vergüenza de sus mayores, tenían que volverse a ganarse la vida como ellos. Con maletines en lugar de mochilas, también ahora iban de casa en casa, y también ahora les cerraban las puertas en las narices y los echaban como hicieran antaño con sus tatarabuelos. Después de años de orgullo y éxito, durante los cuales despreciaron a los Burak y familias similares del viejo barrio de Scheunenviertel en Berlín, porque sacaban a relucir su judeidad que los ilustres berlineses habían logrado ocultar, ahora en el nuevo país necesitaron recurrir a los favores del mismo Burak y congraciarse con él, hasta el punto de llegar a nombrarle presidente de su propia sinagoga».

La familia Karnowsky también llega al país «después de soportar diez días el frío aire del océano». Desembarcan en el puerto de Nueva York. A Yegor, desde el principio le cae «antipática» la ciudad. Lea, su madre, tiene un hermano, tío Harry, viviendo desde hace años allí. Yegor se encuentra con la imagen opuesta a su idolatrado tío Hugo y con dos primos y una prima, que no le hacen ninguna gracia. Sus primos son altos, sanos, fuertes y deportistas. La alegría de vivir que tienen los muchachos le hace sentirse incómodo con ellos.

«Procuraba  mirarlos con indiferencia y desdén, como un extraño que se siente superior a sus inferiores, pero no lo lograba. Se enervaba al verles, como se enfurece quien ve a parientes próximos hacer una canallada. El escarnio de ellos era su escarnio, la tara de ellos era su tara, la inferioridad de ellos era su inferioridad. Ese solo hecho de que lo que no debería importarle le importaba hacía crecer su aversión hacia ellos, y, por extensión, hacia sí mismo».

Georg respira la deseada y lograda, al fin, libertad y ansía que su hijo se desprenda del veneno «que le habían inyectado».

«(…) al cabo de tantos años de vigilar sus palabras, de disimular su aspecto como si fuera una lacra y de temer a la propia sombra, su espíritu se reanimaba viendo lo libre y confiadamente que las personas de cabello oscuro hablaban en voz alta, reían y se paseaban sin miedo ni vergüenza».

David y Salomón se encuentran y entierran todos sus rencores de antaño en un pasaje muy bello de la novela, realmente conmovedor.

«El comportamiento de David Karnowsky fue muy diferente al de los últimos inmigrantes llegados a la sinagoga Shearéi Tsédek. En primer lugar, al subir al estrado pronunció la bendición de agradecimiento a Dios por haberlo salvado de manos de los asesinos, a él y a su familia. Y más tarde, al acabar las oraciones, disertó apasionadamente contra la barbarie de los gentiles que, al otro lado del océano, como nuevos seguidores de Amalek, deseaban aniquilar al pueblo de Israel. El gélido rostro del doctor Speier se tensó; escuchaba con ceño fruncido unas frases que nunca habían sido escuchadas en ese lugar, articuladas con absoluta claridad y libertad por su antiguo amigo».

El doctor Speier quiere callar a su viejo amigo. No le gusta el deseo que tiene de traer hasta América al viejo Efrain Walder.

«(…) hacer saber a Karnowsky que, aunque él no procediera exactamente del mismo origen, el doctor Speier estaba dispuesto a recibirlo en su comunidad como alemán auténtico, a condición de que se adaptara a las costumbres del lugar y no hablara de lo que sucedía al otro lado del océano, del mismo modo que se entierra una vergüenza en la familia».

Pero David no se deja aplacar.

«-¡Aquí todos somos judíos, tanto si venimos de Fráncfort como de Tarnopol! ¡Cada judío, judío es, y no hay de qué avergonzarse!, exclamó, con la misma pasión que había mostrado en su juventud, cuando vertió su ira contra el rabino de la sinagoga de Melnitz en defensa de Moses Mendelssohn».

Lea y David pronto se adaptan a su nueva situación. A Georg y Teresa les costará un poco más.

«De nuevo podía hablar libremente en su idioma, y entenderse con sus iguales sin temor a que se le trabase la lengua o a decir tonterías. De nuevo podía acariciar niños desconocidos, besarlos y abrazarlos, y las jóvenes madres sólo se sentían felices por ello».

«También David encontró el ambiente apropiado para su ocupación como estudioso. El tiempo libre que le dejaba su puesto en la sinagoga alemana lo pasaba en otras sinagogas y yeshivot de su estilo, donde conversaba y debatía con eruditos y profundos conocedores de la Torá, rabinos y profesores de seminarios».

Georg obstinado y entusiasta hacía suyo el axioma alemán «Gelt verloren, nichts verloren, Mut verloren, alles verloren» (Dinero perdido, nada se ha perdido. Coraje perdido, todo se ha perdido). «Procuraba con todas sus fuerzas no rendirse».

«En el fondo, había comprendido enseguida a la nueva y pétrea gran urbe, libre pero dura, que retaba a la perseverancia, la fuerza y el valor de la persona para abrirse camino. Y él se había empeñado en recuperar la fuerza y el coraje para enfrentarse a ella y conquistarla».

«Cuando notaba que le acechaba la congoja, hacía lo posible para sacudírsela de encima. Todo menos rendirse, se decía librando una guerra consigo mismo, todo menos desfallecer. Sin duda, era eso lo que deseaban sus enemigos: que se rindiera y abandonara la lucha. Pero no les daría esa satisfacción».

Yegor, por su parte, tiene miedo a la ciudad, a la nueva vida que ante él se abre. Se muestra contrariado y arisco.

«No podía arrancar de su interior el viejo temor a que los muchachos se burlaran de él y lo abochornaran. Bastaba que alguien se riera a su lado para que a Yegor le pareciera que se reía de él.

Yegor actúa igual que el despreciable profesor que en Alemania le humilló.

«En cuanto a los compañeros de la clase, para él se dividían, como las demás personas, en dos grandes grupos: por un lado, rubios de ojos azules, a quienes valoraba y deseaba acercarse, pero los temía por si lo rechazaban debido a su parte judía; y por otro lado, los de piel morena y ojos negros, a quienes no temía sino que despreciaba y con quienes no deseaba integrarse. Hacia los primeros mostraba su exagerado sentimiento de inferioridad, y hacia los segundos una acentuada altivez».

Ruth y su marido, Georg y Teresa vuelven a reencontrarse gracias a Lea, a la que le preocupa el comportamiento tan absurdo y peligros de su nieto Yegor. Marcus, hijo de Ruth, es un chico aplicado y brillante estudiante. Lea piensa que puede ser una buen influencia para el chico para motivarle en llevar una vida mejor. Pero el encuentro acaba en una gran decepción.  El muchacho despotrica «contra los los pensadores y eruditos, contra las ratas de biblioteca, y contra la intelectualidad judía, de la que era imposible desembarazarse, como de una joroba sobre la espalda».

También el doctor Landau y su hija Elsa han tomado el barco trasatlántico que les llevará hasta Nueva York. Llevan, después de vender parte de sus pertenencias, cuarenta marcos en los bolsillos. «(…) todo lo que la gente de las botas altas autorizaban sacar del país». Se instalan en una zona humilde de Manhattan, cerca de Harlem. Durante su forzado internamiento, la chica se ha esforzado y ha estudiado inglés. Gracias a sus capacidades, enseguida destaca en la ciudad como una reputada combatiente, siendo el quebradero de cabeza del cónsul alemán. Ya que con su activismo de propaganda contra el régimen, verbal y escrito, «vilipendiaba a los nuevos líderes de Alemania en auditorios repletos». Difundía escritos donde se «enfangaba» la figura personal del doctor Zerbe, el cónsul, hundiendo así su reputación y creando una mala imagen de él entre la opinión pública estadounidense».

«Temblaba de indignación cuando la doctora Landau lo ponía al descubierto, con una pluma tan cortante, y con un lógica y un humor que el doctor Zerbe nunca habría imaginado precisamente en una mujer».

«Con voz resonante, clara y firme exhortaba a no abandonar la lucha, sino a llevarla adelante hasta la victoria final».

El gran ejemplo lo da su padre. Ansioso por integrarse, por seguir siendo útil, consigue un puesto de trabajo en una granja avícola, donde puede poner en práctica sus conocimientos médicos. Esta vez con animales. Se siente feliz al sentirse útil y, como antaño, se entrega al trabajo y al estudio con ánimos renovados.

Yegor continúa escalando una montaña que le llevará a la cima de terribles consecuencias. Se enfrenta a su profesor y este, que ha intentado ayudarle no puede más. «(…) precisamente porque lo odias tanto, hijito, quiero que continúes con él hasta que te cures de los estúpidos prejuicios racistas con que te han llenado la cabeza», le contesta el director del instituto cuando Yegor solicita que se le cambie de profesor. Pero el chico odia todo lo que le rodea. A su padre le insulta con la palabra «judío». Llega a tener ideas suicidas, sólo para que, en caso de llevar a cabo su propia muerte, su padre tuviera que cargar con la culpa el resto de sus días.

«No veía ningún indicio de esperanza para él en el mundo. Extranjero en un país que le era hostil; humillado, debilucho y torpe, además tartamudeaba y nadie le comprendía. Ni soportaba a las personas a su alrededor ni ellos lo soportaban a él. Desde que nació, su suerte estaba echada. Fruto de la desdichada mezcla de dos razas enfrentadas, de dos sangres, estaba destinado a sufrir, primero al otro lado del océano, ahora en Estados Unidos, y en su vida entera. Una persona tan perseguida no tiene derecho a vivir, no puede esperar de la vida más que dolor y exasperación, fracasos y frustraciones. Poner fin a sí mismo era lo mejor. Y la mejor forma también de castigar a su padres. Toda su vida recordaría que él fue la causa de la muerte de Yegor y sufriría por ello».

Decide, sin embargo, marcharse de casa. Escribe al consulado alemán pidiendo a Su Excelencia, el cónsul que le autorice a «regresar a su patria». El doctor Zerbe ve en esta carta la solución a todos sus males. Ser egoísta, con ideas muy asentadas y despiadado sólo le interesa una cosa en el mundo, él mismo.

«El resto de los individuos sólo suscitaba su interés en la medida en que eran fuente de placer o de disgusto propio. Filósofo de vocación y avezado en historia y en ciencias naturales, sabía que las masacres, el sufrimiento, el robo y el asesinato eran tan antiguos como el hombre y seguirán existiendo mientras el mundo exista. El fuerte siempre oprimirá al débil, el lobo siempre devorará al cordero. No creía en los profetas judíos, según los cuales un día el león y el cordero morarán juntos. Pensaba, como los romanos, que el hombre es un lobo para el hombre. Sin duda, el cordero siempre protestará con gritos y balidos cuando el lobo se abalance sobre él con uñas y dientes, pero sería estúpido que el filósofo pretenda cambiar la naturaleza del lobo. El mundo pertenecía a los fuertes: se trataba de un axioma. La ley de la selección natural era un hecho científico, y sólo los ingenuos moralistas y predicadores derramaban lágrimas por ello; el filósofo sólo podía reflexionar acerca de la realidad tal cual era, y no deplorarla. Juzgando a los demás por su propia vara de medir, el doctor Zerbe estaba convencido de que su suerte no importaba al resto más de lo que la suerte de los demás le importaba a él. Cuando, dando vueltas en la cama, no lograba conciliar el sueño, nadie participaba de su tormento. Y tampoco le importaba a nadie cuándo caía enfermo, ni se preocupaban de sus dolores ni de su soledad».

Ve en la carta de Yegor a un fanático dispuesto a morir por una idea. Alguien al que poder manejar en beneficio de sus intereses. «Llevaba algún tiempo buscando a una persona del campo contrario, precisamente un judío, con intención de reclutarlo para su red».

«(…) parte de su función en el extranjero consistía en conocer qué ocurría en el restringido mundo de los inmigrantes y exiliados. Aunque en su mayoría eran personas amedrentadas que, asustadas, cumplían el compromiso de no hablar sobre el régimen que los había expulsado, ésta era una de las condiciones para recibir el permiso de salida, siempre había rebeldes que desobedecían. Y valía la pena averiguar quiénes eran, a fin de proceder a castigar a sus familias en el otro lado del océano».

«El doctor Zerbe necesitaba urgentemente a alguien de dentro, un refugiado y judío como ellos, una persona en quien confiaran, y que les sirviera a él de ojos y oídos en el campo enemigo. Examinó de nuevo la firma: Joachim Georg Holbeck, e intuyó que podría ser la persona enviada por el cielo».

«En el fondo de su corazón comprendía el sentimiento de un muchacho que, como una flor, había sido arrancado de la tierra donde creció y trasplantado a una tierra extraña, donde languidecía y se marchitaba».

«Así como en calidad de poeta podía simpatizar con el dolor de una flor arrancada de su tierra, en calidad de científico sabía que hay épocas en la historia de los pueblos en las que, en beneficio de la huerta, es necesario arrancar sin reparos algunas plantas, aquellas que la perjudican, dificultan el orden y la armonía del conjunto e incluso dañan el fruto. Ni por un instante ponía en duda la virtud y pureza de su corazón del noble joven que había venido a confesarse a él. Por supuesto que estaba totalmente de su parte. Pero existe algo que se llama justicia histórica, según la cual el pecado de los padres es transmitido a los hijos. Como hijo de un médico cirujano, seguro que comprendería que para salvar el cuerpo hay que sajar el tumor. (…) Él lo situaba en un escalón mucho más elevado: el plano de la necesidad histórica, del despertar del espíritu y del genio de un pueblo, lo que exigía mantener la conservación nacional y la pureza racial. La justicia histórica, sin embargo, no debe aplicarse a cada caso particular, sino que corresponde a las leyes generales. Y es aquí donde nace, como es natural, la tragedia del individuo libre de culpa, que se ve apresado como víctima de una necesidad histórica superior. Pero así es la vida: e el individuo se convierte en víctima de la colectividad, el hijo paga los pecados de los padres. En el caso de él, de Yegor, desafortunadamente, no había elección: siendo un claro descendiente de padre judío, encajaba en la categoría de judío cien por cien, de acuerdo con las normas fijadas por el Nuevo Orden, del predominio de la sangre del padre sobre la de la madre. Sin duda sabía lo rigurosas que eran las leyes en el renaciente país para posibilitar la legalización de alguien como él».

El doctor le engatusa, le dice que, por supuesto, él tiene salvación, salida pero exige «abnegación, esfuerzo y trabajo, paciencia infinita y obediencia absoluta».

«-Herr doctor, ¡yo estoy dispuesto a entregar mi vida en defensa de mi patria y a derramar mi sangre en la lucha contra sus enemigos, con tal de poder volver a casa!»

Pero Yegor espera que se le encomiende un papel heroico y militar, no el ser un simple espía.

«Ese oficio de espiar y transmitir secretos, de denunciar a las personas, siempre le había parecido ajeno.  Ni siquiera a sus padres había denunciado cómo lo había humillado el doctor Kirchenmeier en el instituto».

Nuevamente, Zerbe lo lleva a su terreno valiéndose de la debilidad emocional del muchacho.

«Deseaba ofrecerle una oportunidad, una rara oportunidad para redimir, por medio del fiel servicio, el pecado cometido por su madre al haber introducido sangre extranjera en sus venas. Si realizaba su trabajo cumplidamente, la patria agradecida le reconocería como ario en honor a sus servicios y, con el tiempo, le conferiría el privilegio de retornar a la tierra de sus antepasados. Era un privilegio que no se otorgaba a cualquiera. Ahora bien, la decisión era suya, podía comenzar un nuevo capítulo en su vida o permanecer en el antiguo».

Él no quiere ser un espía, introducirse, justamente, en los círculos por los que siente tanta repulsión, pero acepta.

Es fascinante con qué prosa Singer nos ha contado todo esta trampa, toda esta argucia. Como una araña, lentamente enreda a su presa en los hilos de su tela hasta matarla. En nombre de la patria, esa palabra que se convierte en casi una mujer protectora, salvadora, a la que hay que volver. Le hace ver, como buen nacionalista, que la patria es la madre, el refugio, a la que hay que querer ciegamente porque ésta le recompensará.

Hasta en el colectivo médico comienzan a producirse fisuras. La grieta que se abre es cada vez mayor ya que los locales están cansados de que los médicos que llegan de Alemania se crean con más conocimientos que ellos y mejores en la práctica de su profesión. Consideran que los recién llegados son presuntuosos y altaneros.

Georg suspende el examen. Se siente decepcionado porque ha invertido mucho esfuerzo y tiempo en la prueba. A todo esto se suma que la familia empieza a consumir sus ahorros hasta tal punto que tienen que empezar a empeñar objetos como un reloj de oro o el anillo con una piedra preciosa engastada que le había regalado Teresa. A esto le siguieron las joyas de Teresa, «artículos de cristal, jarrones, objetos de cerámica, copas de colores, encajes de Bruselas, porcelana de Dresde y otros diversos tesoros».

«Cuando ya no tenían nada más que empeñar o vender y necesitaban dinero para los gastos cotidianos, el doctor Karnoswky comenzó a buscar comprador para sus máquinas de rayos x».

Teresa le pide que no las venda, se ofrece a trabajar ella en lo que sea menester pero él no está dispuesto a pasar por eso aunque cuando sacan las máquinas de la casa siente un gran vacío en su corazón «como si sacaran el cuerpo muerto de un ser querido».

Malvendían todo y la incertidumbre por aprobar el examen en una segunda convocatoria era más que justificada debido a que no era cuestión de conocimientos, sino de suerte.

«Sin que mediara realmente conspiración alguna, muchos de sus colegas también comenzaron a suspender a los médicos inmigrantes, ante la eventualidad de que pusieran en peligro su medio de vida. Sólo unos pocos, entre los miles que se examinaban, conseguían aprobar. Aunque los candidatos no fueran identificables para los examinadores, éstos reconocían a los inmigrantes recientes por sus respuestas escritas, por su grafía, diferente de la estadounidense, o por el inglés, que no era su lengua materna y a menudo eso se notaba. Les suspendían por cualquier mínimo error o negligencia».

Georg decide ir a pedir trabajo en la construcción al tio Harry. Éste muy cabalmente le asegura que si diera trabajo a un extraño sin un permiso los sindicatos se le tirarían al cuello. Tragándose su orgullo decide pedir una oportunidad a Burak para hacerse buhonero como él. A pesar de que el viejo comerciante aún siente rencor por lo que le hizo en su día a su hija Ruth el arrogante muchacho que el joven era por aquel entonces, le persuade para que se olvide de ese oficio, le recuerda que es médico e incluso insiste en entregarle un préstamo para que vayan tirando porque ese no es trabajo para él.

«-Éste ha sido el oficio de nuestro pueblo durante generaciones, Herr Burak, es nuestro destino, respondió el doctor Karnowsky con una amarga sonrisa, y el hombre no puede escapar de su destino».

Yegor está comenzando lo que el cree una nueva y dulce vida. Ha conocido a Lotte y al hijo de su portera, Ernst y con ellos frecuenta el Club de la Joven Alemania, donde el chico se siente como en casa. Yegor no tiene habilidad para el trabajo que el doctor Zerbe le ha encomendado pero siente fascinación por el dinero que se le da y con el que se permite juerga a raudales. Ante esta situación, Yegor decide mentir y darle al doctor informaciones falsas que éste cree. El muchacho comienza a mentir a todos los que le rodean, incluso a su madre, pero esta sabe que las cosas no marchan bien y le insiste en que vuelva a casa. Georg cree que el mal se cierne sobre su hijo «como una pesada nube»

«La experiencia había enseñado al doctor Karnowsky que en el hombre, junto al instinto de conservación, coexiste el instinto masoquista y de autodestrucción. En el frente de guerra presenció cómo los soldados corrían hacia la muerte, movidos, no por el patriotismo o valor personal tal como afirmaban los sacerdotes castrenses y los generales, sino por un instinto de autoaniquilación».

El doctor Zerbe, cada vez más insatisfecho con el trabajo del joven judío, pero muy consciente de que ya le tiene atrapado, comienza a darle menos dinero por su trabajo. Sabe bien que el chico ya, echado a perder en el vicio y la fiesta, no va a despreciar el dinero por muy recortado que esté el sueldo porque lo necesita. Se conformará con lo que sea.

«El doctor Zerbe sabía, por sus conocimientos de historia, que desde siempre los judíos habían servido con lealtad a sus poderosos señores. Tanto si se trataba de un barbudo Itzik con su gabán, o de un Moritz afeitado y con levita, de un consejero de comercio de la corte, o de un converso director de teatro, abogado o agente, siempre aportaban energía y vitalidad, capacidad e iniciativa a todo lo que emprendían».

Yegor, como Hugo, se comporta como un soldado sólo capaz de cumplir órdenes. Carece de intuición e inventiva. El doctor le humilla diciéndole que él necesita «una cabeza judía» no la ineptitud que el chico demuestra. El joven se pone a sus pies, humillándose cada vez más. Le ruega que le devuelva a Alemania. Todas sus súplicas caen en saco roto. Yegor siente, de repente, una soledad inmensa. Sin hogar, sin dinero y sin esperanza de comenzar una nueva vida se encuentra vacío. Se presenta a la agencias de colocación pero Ernst le embarca en una nueva locura, venderlo todo e ir a buscar trabajo al campo. Por supuesto, la aventura sale mal. Sus amigos le abandonan cuando los planes se tuercen.

«En sus noches de soledad sacaba más de una vez la fotografía de su madre, lo único que conservaba de su vida anterior, y pensaba con tristeza en lo preocupada que estaría por él, en cómo sufriría y lo buscaría. Se prometía escribirle una carta, pero no llegaba a hacerlo. Y cuantos más días pasaban, más difícil se le hacía. Una especie de embotamiento mental le llevaba a la indiferencia hacia todo y todos, y especialmente hacia sí mismo en su soledad».

Regresa a Nueva York con el propósito de quemar su último cartucho y reclamar al doctor Zerbe todo lo que le prometió en un principio. El trato que le da el doctor es denigrante para culminar en proponerle que sea su criado personal.

«Yegor debería saber que, desde que el mundo es mundo, las personas se dividían en dos clases: señores y servidores. Sólo moralistas majaderos pensaban que eso podía ser cambiado. Los pensadores y los eruditos, por su parte, lo consideraban una ley natural, una fatalidad irrefutable. Estaba claro que él, Yegor, no se contaba entre las personas destinadas a mandar, porque el destino no lo había dotado con ese talento. Y puesto que los dioses no lo habían favorecido así, haría bien en conformarse con su suerte. No debía rebelarse sino ser servil y obediente, y le iría bien en la vida».

«Los antiguos griegos, los sabios y los filósofos entendían mejor la vida. No se rodeaban nunca de mujeres, sino que preferían sus jovencitos esclavos como criados personales. Los buscaban entre las mejores familias de los pueblos que conquistaban, entre hijos de príncipes y nobles. Incluso de la conquistada Jerusalén llevaron a Grecia jóvenes príncipes judíos y los vendieron como objetos de placer y esclavos a ricos aristócratas y filósofos griegos. Y también él, el doctor Zerbe, griego de espíritu, filósofo y hombre de gusto, quisiera tener en su casa a un muchacho auténticamente cumplido, sensato y obediente».

Un nuevo acoso del doctor Zerbe, aún más repugnante que las humillaciones anteriores, hacen despertar a Yegor y llevarle a la locura y al peor de los desenlaces. Dos disparos, uno a la puerta de la casa de sus padres, hace alarmar a Georg que ya esperaba que esto pudiera suceder.

«Agarró la mano de su padre y la besó. Georg se sintió tan conmovido por ese beso de su hijo, el primero en años, que interrumpió su labor por un instante para depositar un beso en sus labios. Enseguida volvió a concentrarse en su labor de cirujano. Cubrió el sudoroso rostro de Yegor con un paño y vertió el éter, gota a gota sobre él».

«Los primeros rayos del amanecer horadaban la espesa niebla y filtraban por la ventanas la tenue luz del sol naciente».

Esta novela es una de las mejores que he leído nunca. Con prosa magistral, personajes construidos de forma admirable de principio a fin y un ritmo que no decae en ningún momento, hacen de ella una obra maestra de la literatura. Fascinante.

 

 

 

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