LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 2) GEORG

«Hijos crié y los eduqué, y se rebelaron contra mí».

Isaías 1,2.

«Feliz el hombre que teme siempre (las consecuencias de sus actos)».

Proverbios 28,14.

Georg vuelve del frente. Su hermana tiene ya quince años. Elsa vuelve a rechazar a Georg. Anda metida en política. Su partido quiere verla como diputada de la Cámara de Representantes. El hombre le recrimina su frialdad. «Primero amaste las bacterias y ahora las manifestaciones».

Una nueva familia va a cambiar el rumbo de la vida de Georg. La familia Holbeck. El patriarca no tiene gran simpatía por los judíos. Es propietario de unas viviendas y está acostumbrado a tratar con ellos. Su mujer es más prudente en estas cuestiones. Tienen dos hijos, Teresa y Hugo. Recomendado por el doctor Landau, padre de Elsa, Georg comienza a trabajar en una prestigiosa clínica de maternidad con el estimado profesor Halevy. A la par que el joven Karnowsky se convierte en un respetable médico berlinés, consiguiendo así el éxito social y la integración de la familia en la sociedad alemana, Elsa comienza a dar brillantes discursos en el Reichstag que ocupan los titulares de los periódicos. Teresa, la hija de los Holbeck, trabaja de enfermera en la clínica. Georg, al ser rechazado por Elsa una y otra vez, comienza a salir con Teresa porque con ella puede mostrar su superioridad. Ve en Teresa la sumisión que Elsa no tiene. David, entra en cólera porque a su hijo se le ha ocurrido salir con una chica que no es judía.

«Pese a que David Karnowsky procedía de Polonia, y eso era un evidente defecto a ojos de los judíos de Berlín occidental, éstos aspiraban a casar a sus hijas con su vástago, por ser alemán de nacimiento y destacado ayudante del famoso profesor Halevy. Estaban dispuestos a concederle las más cuantiosas dotes, instalarle una consulta en la propia Kurfürstendamm, y olvidar por completo su origen extranjero. Su ascenso a capitán en el ejército, su porte varonil, su solidez y su buen comportamiento hacían que las pretenciosas hijas judías de Berlín occidental aceptaran incluso pasar por alto su aspecto demasiado judío, así como sus muy oscuros cabellos y sus negros ojos, algo que para ellas no era ninguna virtud».

«David Karnowsky, como inmigrante que era, se sentía encumbrado por la oportunidad de poner el pie en el círculo de las antiguas familias de la comunidad de Berlín. Aparte de desear lo mejor para su hijo, en las presentes circunstancias también pensaba en sí mismo. Sus negocios habían disminuido después de la guerra. (…) se ganaba la vida con dificultad. Por si fuera poco, su hija Rebeca era una jovencita casadera, y David esperaba que su hijo ascendiera al nivel de la alta sociedad, para que, además de las ventajas que supondría para ambos, eso le ayudara a encontrar un pretendiente adecuado para su hija».

A pesar de todo, el médico se casa. Gentiles se unen con judíos. David está contrariado, otras decepciones vienen a su cabeza según va pasando el tiempo.

«Ahora bien, por mucho que se sintiera decepcionado por los judíos «ilustrados» de Berlín, aún más le habían defraudado los gentiles con quienes convivía. En los días de la guerra y ahora, después de que terminara,  más de una vez lo habían injuriado y despreciado. Pese a que su idioma era alemán de pura cepa y su comportamiento impecable, se burlaban groseramente de él y de su judaísmo, en especial cuando iba a cobrar el alquiler a los inquilinos del edificio de su propiedad en Neukölln».

«David Karnowsky se sentía engañado en la ciudad de su maestro Moses Mendelssohn. No es que pensara, como el rabino de Melnitz, que el maestro fuera un renegado y una vergüenza para el pueblo de Israel, pero reconocía que el camino del filósofo conducía hacia el mal. Comenzaba con la Haskalá o Ilustración judía, y continuaba con la asimilación de los gentiles, para finalizar en la apostasía de generaciones enteras. Y lo mismo que a Mendelssohn le sucedió con sus hijos, le sucedería a él, a David Karnowsky, con el suyo. Aunque el propio Georg no renegara de su fe, sus hijos lo harían. E incluso tal vez serían enemigos de Israel, como había ocurrido con muchos descendientes de judíos conversos».

Una vez más las reflexiones del erudito librero Efraim Walder, del viejo barrio judío de Dragonstrasse, va a ser la calma que necesite David para calmarse.

«-Jamás los padres han estado contentos con sus hijos. Ha transcurrido mucho tiempo desde que yo era un muchacho y recuerdo cómo mi padre, en paz descanse, decía de mí que no sabia comportarme ni mostrar respeto como era debido, y cuán diferentes habían sido las cosas en su tiempo. Hasta el profeta  Isaías se lamentó: «Hijos crié y los eduqué, y se rebelaron contra mí».

De los hijos rebeldes pasó Karnowsky al tema de los malos tiempos, la escasez, la carestía y el hambre, de las revueltas en el país y del odio, y más en concreto del odio creciente a los judíos. Reb Efraim no se asombró. Ya había visto antes cosas parecidas. Así fue, así era y seguramente así sería en el mundo. Tenía razón el gran sabio en el Eclesiastés: nada nuevo hay bajo el sol.»

Efraim continúa con sus enseñanzas:

«-La vida es como un bromista, rabí Karnowsky; disfruta jugando malas pasadas. Los judíos querían ser judíos en sus casas y gentiles fuera de ellas. Llegó la vida y volvió las tornas: somos gentiles en nuestras casas y judíos fuera de ellas».

«La mas tiende a orientar las palabras del sabio de acuerdo con sus vanidades, debido a que su entendimiento no alcanza a captar las ideas elevadas.»

Pero David cree que el librero, siempre encerrado en su estudio, no llega a ver lo que él ve en la calle. Con las siguientes palabras, lo que hace el judío polaco es adelantarse a ver más allá, lo que después derivaría en el Nazismo.

«Él conocía la realidad mejor que reb Efraim, siempre encerrado tras la puerta de su casa. Él los veía, a los gentiles, tanto en la guerra como en la paz, en toda su crueldad y su barbarie, en toda su sed de sangre, y especialmente de sangre judía. Y no sólo las clases inferiores, la plebe, sino también los estudiantes y lo más cultos».

Efraim le contestó:

«No obstante, una persona juiciosa no debe rendirse, porque nada es nuevo. Cuando Moisés bajó con los Diez Mandamientos, los ignorantes bailaban alrededor del becerro de oro. Cuando Sócrates y Platón enseñaban su sabiduría, sólo tenían un puñado de discípulos, mientras la chusma se dedicaba al asesinato y la prostitución. También Maimónides fue único en su generación. Sin embargo, no se rindieron, sino que hicieron cada uno lo suyo. ¿Y qué perduró al final? No lo que hicieron los ignorantes, sino lo que enseñaron los sabios. (…) Todo lo que se siembra, antes o después germina.»

La situación cada vez es más complicada. Tanto David, como la suegra de Georg, se ven obligados a vender sus inmuebles. Las familias comienzan a sentir estrecheces económicas en su hogar. Georg sigue lustrando su nombre en la profesión médica mientras Ruth, la hija de los Burak se ha casado y es infeliz «Vivía como en una nebulosa, como quien se encuentra en una estación de ferrocarril de una ciudad desconocida y espera volver a casa». Por su parte, Elsa vuelve a la vida del médico.

La tercera generación de Karnowsky ya ha nacido. Se llama Joachim Georg, es hijo de Teresa y Georg. Se cría en casa de sus padres, en Grunewald, rodeado de naturaleza. Sin embargo, es un niño enfermizo, miedoso y retraído. Los Holbeck lo achacan a la familia Karnowsky y estos a los Holbeck.

«Por todos los demonios, meditaba irritado Georg, ¡era increíble cómo uno no se sentía libre, incluso cuando deseaba serlo! Cualquier individuo estaba siempre rodeado de obstáculos y sujetos a relaciones, a supersticiones, a costumbres, a convencionalismos y a tradiciones. Uno arrastraba una herencia de generaciones, como andrajos de los que no era posible desprenderse. No hay padre que sea dueño de su propio hijo. No puede protegerlo de la familia, del entorno ni de la educación. Por mucho que destierres de la casa la insensatez y los tabúes, retornan y penetran por puertas y ventanas, y hasta por la chimenea».

«La fuerza de la herencia genética era poderosa, eso lo sabía Georg. Hay características que aparecen y se descubren después de varias generaciones. (…) La simiente del hombre está cargada de fuerzas insondables y ocultas, cualidades buenas y cualidades malas, inteligencia y estupidez, crueldad y compasión, agilidad y torpeza, salud y enfermedades, alegría y angustia, genialidad y locura, belleza y fealdad, bondad y maldad, y un sinfín de otros rasgos, que son transportados por una minúscula gota impulsada por un poder misterioso; el impulso de fructificarse y traer nuevas generaciones».

Hugo, el cuñado de Georg, que no siente ninguna estima hacia el médico, no entendía como «un medicucho de prominente nariz, que se ocupaba de recetar enemas, se encontraba allá arriba, mientras él, un lugarteniente alemán, se revolcaba abajo en el polvo».

Sin duda, Hugo había heredado de su padre, Herr Holbeck, la antipatía por los judíos. Pero Yegor, el hijo de su hermana siente verdadera adoración por su tío. Desea ser un soldado como su tío lo fue y desfilar. A él le cuenta todas sus preocupaciones. Cuando comienza a tener conflictos de identidad y se pregunta qué era él en realidad, Hugo le deja las cosas claras. «Tú eres alemán puro, un Holbeck en todos los sentidos», le insiste. Pero Yegor se sabe diferente.

«(…) sabía que esa diferencia no era ninguna virtud, nada de lo que enorgullecerse. El maestro de religión no lo trataba como a los demás alumnos; a veces lo mandaba quedarse sentado en la clase, y otras le hacía salir. Algo parecido le ocurría con los niños. Por lo general, jugaban con él como uno más, pero cuando peleaba con otro niño, a él lo llamaban «judío»

Hugo le explica a su sobrino que, simplemente, judío es alguien que no va a la iglesia sino a una sinagoga, aunque tiene sus propias opiniones al respecto que no se atreve a confesar al muchacho.

«Judío era un ser ridículo, moreno y de nariz ganchuda. Además, era rico y entrometido. Por los discursos que escuchaba en la cervecería sabía que los malditos judíos habían traicionado a la patria en la guerra y habían apuñalado por la espalda al ejército. Si no fuera por eso, el ejército alemán no se habría dejado vencer por esos condenados franceses».

Rebeca, hermana de su cuñado Georg, está enamorada de él y a él también le gusta ella, pero sabrá refrenar sus impulsos, esa extraña atracción que siente hacia ella.

«No era un joven simple y abierta como sus amigas rubias y delgadas; había en ella cierto misterio femenino. Nunca había tenido relación con mujeres judías, pero de algunos amigos había oído que en ellas habitaban mil demonios. (…) sentía cierta aversión hacia esa exótica muchacha que le demostraba su superioridad, mientras que él la consideraba inferior».

Hugo tiene cubiertos todos sus vicios gracias a la generosidad de su cuñado, sin embargo lo único que hace es ir a la cervecería bávara, en el Postdamer Brücke a escuchar lo malos que son los judíos.

«Los invitados de la cervecería bávara de Schmidt pertenecían en su gran mayoría a las vanguardias. Hablaban acerca de la lucha por el despertar de Alemania, de la venganza contra Francia y de los malditos traidores residentes en el Berlín occidental, esos judíos dueños del capital que habían clavado un puñal en la espalda del ejército de los héroes».

Durante toda esta segunda parte, es asombroso y magistral cómo Singer va trazando la trama del ambiente, como describe el caldo de cultivo que luego desembocaría en el Nazismo, con diálogos y reflexiones sorprendentes, instructivas y turbadoras. El escritor te va arrastrando con suma elegancia a la tristeza, a la desolación, a la sinrazón, a la par que lo hace con sus personajes. Uno no puede dejar de seguirlos, de acompañarlos, de empatizar con ellos ante la barbarie alemana. Aunque Singer, no da lugar a la lamentación ni describe a los judíos como seres impolutos.

Por su parte, Elsa Landau comienza a ser rechazada.

«-Márchate a Jerusalén. No necesitamos judíos en el Reichstag alemán.»

«(…) veía horrorizada el creciente poder del Nuevo Orden, al que se adherían no sólo la pequeña burguesía de las aldeas y los campesinos, sino también multitud de obreros».

Este era el clima que se respiraba:

«Un tenso clima de anarquía, una mezcla de expectación, aprensión e indefinible esperanza invadió la capital el día en que los hombres de las botas altas se apoderaron de sus calles y plazas. (…) Nadie sabía en realidad qué iba a traer el Nuevo Orden, dicha o desdicha, grandes esperanzas o terribles decepciones, como quien lo arriesga todo en una apuesta, o quien comete algo estrictamente prohibido y, aún sin saber si traerá premio o castigo, se abandona al desenfreno y la excitación. Algo nuevo estaba ocurriendo, algo diferente, festivo, inquietante y descontrolado a la vez. (…) Los hombres de las botas voceaban hasta desgañitarse la cancioncilla «Wenn von Judenblut des Messer spritzt dann geht s noch mal so gut, so gut» (Cuando de los cuchillos gotea sangre judía, de nuevo va todo tan bien, tan bien), como si quisieran asegurarse de que las palabras, rompiendo y penetrando las paredes de los edificios serían oídas. (…) Nadie pensaba que todo eso cambiaría. Nadie quería creerlo. Además, en caso de que llegara a suceder algo malo, les sucedería a los demás; es así como suelen pensar los humanos en tiempos de plagas».

Los judíos comienzan a tener miedo y hacen sus propias reflexiones como para justificar el espacio que ocupan en ese lugar en el mundo, ese donde empiezan a ser personas no deseadas:

«Es cierto que pertenecían a la comunidad judía, pero sólo a efectos formales. Fuera de eso, ningún vínculo les unía al judaísmo. Su lealtad pertenecía por completo y únicamente a Alemania, y se sentían arraigados en la vida y la cultura de su amada patria. ¿Acaso no habían contribuido a ella?»

David y Georg no pueden imaginar que puedan ser expulsados del país donde residen, donde trabajan con éxito durante tantos años. Georg se agarra al haber nacido en Alemania, al haber estudiado en una universidad alemana, a tener fama en el país por su importante labor médica, a su condecoración recibida por sus servicios en el frente, a que su mujer es cristiana y de una honorable familia alemana. «Si algo le preocupaba era sólo que sus padres, por ser extranjeros, todavía sin la ciudadanía alemana, pudieran sufrir algún daño a manos del nuevo régimen».

Por su parte David pensaba:

«(…) ¿no se había adaptado por completo al país, se había esmerado en aprender a la perfección su idioma y sus costumbres, y se había deshecho de todo vestigio de su origen europeo-oriental?»

Siente desprecio por los judíos que habían inmigrado después de la guerra. Cree que estos han traído los problemas. Es decir, le hacen pensar que el problema reside en los de su propia estirpe. «(…) habían llegado acompañados de numerosos judíos con tirabuzones y con gabanes negros, y todo tipo de empleados de sinagogas, gentes de otros tiempos. David Karnowsky se avergonzaba cuando se los encontraba en los tranvías y en el metropolitano. Algunos de ellos incluso invadían las calles del Berlín oeste en su sempiterna búsqueda de donativos. No hacían ningún favor a los judíos de la ciudad. ¿Por qué había de extrañarle que resultaran odiosos a los ojos de los gentiles, si incluso él mismo, un inmigrante también, no los soportaba, ni tampoco sus modales?»

Esta gran novela, cargada de argumentos, nos hace reflexionar sobre temas muy interesantes. Cómo el Nuevo Orden que se ha establecido ha sido capaz de hacer dudar a los judíos, de la buena ciudadanía de los otros judíos, judíos como ellos mismos. Cómo se golpean la cabeza pensando en qué les ha faltado para ser aceptados por los alemanes, en qué han podido fallar. Repasan el perfecto idioma aprendido, los logros alcanzados, la reputación avalada, incluso su «invisibilidad» o su simbiosis y el resultado de la ecuación no les cuadra. Por tanto, se lanza en esta obra otra cuestión al aire y tremendamente importante, a mi parecer. ¿Es mejor no obligarte a perder tu identidad, aquello que te hace único en una sociedad que no es la tuya, a sabiendas de que encajar en ella con esa carta de presentación va a ser más difícil, o hay que difuminarla, ocultarla, disfrazarla y hacer esfuerzos inútiles para llegar a ser uno de ellos angustiados en todo momento por encajar en el engranaje de una comunidad que, desde el principio, y sin uno sospecharlo, le han recibido con los brazos abiertos, le han acogido teniendo muy en cuenta que son inferiores a los que ya estaban allí porque se concluye que toda comunidad que huye de un país por cualquier razón y se establece en otro es inferior, por ninguna razón y por todas las que se puedan llegar inventar o porque las debilidades internas de sus países de origen son las debilidades también de sus ciudadanos y por tanto eso les posiciona en lugares inferiores en una sociedad firme y sin fisuras y por tanto superior? ¿Hay que rendir pleitesía infinita al país que a uno le acoge, hay que agradecerlo eternamente con la aceptación de una inferioridad que uno siente por imposición de los otros?

Otro personaje judío Ludwig Kadish, eterno competidor de Salomón Burak se hace estas reflexiones:

«Ellos, los alemanes de fe mosaica, como él, habían vivido siempre en paz y fraternidad con sus vecinos cristianos. Y así podrían haber seguido las cosas si no hubieran invadido el país los judíos de Rusia y de Polonia. Había sido esta gente, con la ostentación de su judaísmo, con su cháchara, con su bufonadas y sus malos modales, la que había despertado el antiguo odio a los judíos, avivando el fuego apagado desde hacía mucho tiempo. (…) ¡Si al menos se quedaran dentro del viejo barrio de Scheunenviertel! ¡Pero no! ¡Tenían que meterse en las genuinas calles alemanas, como la Landsberger Allee! Ahora todo eso iba a acabar. Serían devueltos al otro lado de la frontera de donde habían venido, con los polacos, y en Alemania sólo quedarían los auténticos, los asentados en el país desde generaciones atrás».

Otro tema de rigurosa actualidad se refleja en este último párrafo. Europa vive el problema de los barrios marginales donde, desde hace décadas, se han asentado  los emigrantes. Es decir, se acoge a un pueblo pero cuanto más lejos permanezca de los sitios ordinarios y clásicos de la ciudad, mejor. Cuanto menos se mezcle con el oriundo, mejor. Cuando todo eso estalla, como no puede ser de otra manera, cuando te das cuenta de que no eres más que un marginado y no un ciudadano más, surgen los problemas que ya no tienen vuelta atrás. El odio, el rechazo, el desprecio da la cara en la otra dirección. Esta vez se manifiesta de forma más violenta. El rechazo de los oriundos se ha perpetrado de forma sibilina, silenciosa, sutil. El rechazo de los que han venido de fuera es más brutal, más salvaje, más evidente. Dos formas violentas de rechazo.

En todo este ambiente, Yegor se está haciendo mayor, despreciando a su padre, a sus orígenes, a la enfermiza protección que le profesan sus progenitores. Tiene ansia de involucrarse en las nuevas doctrinas. Descuida sus estudios y se deja llevar por «el febril movimiento que sacudía la ciudad.» «Quería realizar grandes hazañas, excepcionales y heroicas. Se encontró a sí mismo alzando el brazo, vociferando y repitiendo consignas, al unísono con los miles de entusiastas.

Por primera vez sintió que la vida tenía sabor y sentido, un gran sentido».

«Ansiaba moverse sin finalidad y sin final, con tal de mantener el ritmo, desfilar, desfilar, desfilar. (…) No veía, él menos que nadie, la más mínima relación entre la sangre judía cuyo derramamiento pregonaban en sus cánticos las cuadrillas que desfilaban, y la sangre judía que corría por sus venas. Al igual que la letra de cualquier himno, no era para él más que el acompañamiento de la música. Y segundo, ¿qué tenía que ver todo eso con él? ¿Acaso no era un Holbeck auténtico, alemán de muchas generaciones, uno más entre los millones que se echaban a las calles, que desfilaban y cantaban e iban a la lucha, la victoria y la liberación?»

Al doctor Landau sólo le estaba permitido tratar a sus correligionarios. A su hija la buscaban por toda la ciudad. Comenzaron a aparecer pinturas con las letras «Jude» en la librería de Walder, en el establecimiento de Burak y en todos los demás comercios de judíos. Al doctor Karnowsky no se le arrestó pero como a todos los médicos judíos se le prohibió tratar a mujeres arias. Se ve obligado a vender la clínica por un precio ridículo. Hugo, por su parte, se convierte en miembro distinguido del Nuevo Orden. Todo se complica pero hay algo que cambia para bien, se produce la reconciliación entre Georg y su padre, David.

«-Has de ser fuerte y resistir, hijo mío, como debemos hacerlo yo y todos los judíos de la vieja generación, dijo. Desde hace muchas generaciones estamos acostumbrados a esto, y como judíos lo hemos venido superando».

Yegor comienza a sufrir desprecios en el privado Instituto Goethe. Comienzan a separarle de los demás alumnos hasta acabar haciendo con él las más aberrantes humillaciones. Las palabras de Georg a su hijo son las siguientes:

«Se burló de los idiotas y locos que gobernaban el país y de sus ridículas doctrinas, y aconsejó a Yegor que prescindiera de ellos y de sus lacayos, que en su corazón se riera y escupiera sobre ellos, como él mismo hacía. En vez de pensar en sus desfiles y sus entrenamientos, era preferible que leyera libros de provecho o que se sentara a estudiar».

Pero el doctor Kirchenmeier, profesor de Yegor, ya tenía trazado un plan para humillarle ante los demás.

«Por sus conocimientos de psicología sabía que nada enaltece más a un individuo que hacerle sentirse superior a otro, y nada produce mayor placer a una muchedumbre que compartir una víctima».

«En primer lugar, el doctor Kirchenmeier midió con compás y calibre el largo y el ancho del cráneo de Yegor Karnowsky, y anotó los datos en la pizarra. Con precisión científica midió la distancia de una oreja a la otra, y de la coronilla al mentón, así como la distancia entre los ojos, el largo de la nariz, y cualquier otra dimensión lineal en el rostro del muchacho».

«-Por los números que los aquí presentes, camaradas y alumnos, podrán ver escritos en la pizarra, comprobarán la diferencia entre la estructura craneal dolicocéfala nórdica (hermosa cabeza alargada, que expresa belleza y superioridad racial) y la estructura craneal negroide-semítica, braquicéfala (cabeza corta redondeada parecida a la del simio), uno de los signos de deformación, fealdad e inferioridad racial. Ahora bien, en el objeto que tenemos delante es especialmente interesante notar el pésimo efecto del lado negroide- semítico sobre el nórdico, cuando se juntan como en este caso. Pueden observar claramente que esta mezcla produjo una criatura extraña. A primera vista se diría que el objeto que tenemos delante se parece al tipo nórdico, pero se trata sólo de una ilusión, un engaño de los sentidos. Mediante un examen antropológico, y con precisas mediciones, se deduce rápidamente que el lado negroide- semítico, siempre dominante en los casos de mestizaje a fin de enmascarar su propia anidación dentro del cuerpo y su influencia oculta, permitió, con un especia de astucia muy sutil, que el lado nórdico se impusiera en la apariencia externa. Afortunadamente, esto lo podemos contrarrestar si observamos los ojos del sujeto que, aunque son supuestamente azules, no tienen la pureza ni la diafanidad del ojo nórdico clásico, sino la turbiedad y la oscuridad de las junglas africanas y la sequedad del desierto asiático. Y también pueden ver que el cabello, aparentemente lacio, tiene algo de negrura etíope y, en alguna medida, cierta lanosidad. Finalmente, la excesiva prominencia de las orejas, de la nariz y de los labios denota manifiestamente la influencia negroide- semítica y la inferioridad racial».

A Yegor, el objeto, le obliga el doctor a desnudarse y lo presenta así para humillarle, de nuevo, delante de la clase, de sus compañeros.

«El doctor Kirchenmeier mostró los indicios de raza inferior del «objeto» en la curva del hombro, en la estructura de las costillas y en la articulación de los codos. Incluso dirigió la atención hacia la parte más baja del cuerpo y señaló los genitales, cuyo prematuro desarrollo era signo de sexualidad degenerada de la raza semítica, que el «objeto» representaba».

Yegor se ve sumido en un lucha de aceptación e insatisfacción que le hace no saber a qué atenerse, en qué creer. Su tío Hugo también lo rechaza.

«En las caricaturas, lo Itziks siempre aparecían como seres débiles, con la cabeza grande de cabello rizado, la nariz gigantesca, pero endebles, torpes y deformes, y mucho más lo parecían al lado de los musculosos y erguidos alemanes. ¿Acaso no lo había demostrado el doctor Kirchenmeier utilizando los instrumentos de medida? No, no era posible que todo fuera inventado, como argumentaba su padre. No era razonable pensar que todo un país se hubiera puesto de acuerdo para cultivar una mentira e inventar una calumnia, simplemente por hacer el mal. Era su padres quien mentía; lo veía en sí mismo. Hasta tal punto le asqueaba su propio aspecto que a menudo escupía a su imagen en el espejo».

Georg quiere salir con su familia del país antes de que sea demasiado tarde. Mientras tanto, Rebeca a olvidado a Hugo, se ha casado con un violinista judío, ha tenido un hijo y no quiere marcharse. El violinista es un conformista. «(…) se adaptó a la nueva y nada agradable situación, como se acostumbra uno a cualquier mal. Ni siquiera notó la degradación que había en su acomodación. Le parecía perfectamente natural evitar salir a la calle si no era por absoluta necesidad, así como no sentarse nunca a descansar en el banco de un parque. Lo mismo que bajar la mirada automáticamente al suelo cuando pasaba una mujer rubia, no fuera a levantar sospechas de «profanación de la raza».

Pasados unos años, la familia logra abandonar Alemania. El destino es Nueva York.

David Karnowsky desea sacar del país a su gran y anciano amigo, el librero Efraim. Sin duda, el erudito es uno de los personajes más emotivos de la novela. Le promete que no descansará hasta que logre sacarlo del país. Le relataba las persecuciones que estaban sufriendo los judíos en todo el país, así como «la quema de libros sacros y profanos».

Walder le responde:

«Son cosas sabidas desde tiempos pasados. Así fue antaño, en Espira y en Praga, en Cracovia y en París, en Roma y en Padua. Desde que los judíos son judíos, la chusma ha quemado sus libros, les ha obligado a llevar un parche de tela en la ropa, les ha expulsado de sus comunidades, ha torturado a sus estudiosos de la Torá. A rabí Akiva lo desollaron con un peine de hierro. Y pese a todo, los judíos siguieron siendo judíos. Dicho sea de paso, la chusma perpetró esas atrocidades, no sólo contra los sabios judíos, sino también contra todos los sabios del resto del mundo, pues odiaba sus enseñanzas y su sabiduría. A rabí Sócrates le hicieron tragar un vaso de veneno. A rabí Galileo lo condenaron a la hoguera. Y lo que ha perdurado no ha sido la chusma, sino rabí Sócrates y rabí Akiva y rabí Galileo. Ya que el espíritu, como a la divinidad, no hay mano humana que lo destruya, rabí Karnowsky».

«Sólo los ignorantes y los estúpidos culpan a Dios por las cosas malas, y lo alaban y ensalzan por las buenas. Pero cualquier persona juiciosa sabe que no puede pensarse de esa forma sobre Dios, ya que todo lo existente constituye parte inseparable de la divinidad, todo sin excepción: los animales, las plantas, el hombres y las estrellas, lo que ha existido, lo que existe y lo que existirá, y también lo que entendemos por el bien y el mal, la felicidad y el sufrimiento. Así, sin principio ni fin, todo está incluido en el conjunto de ese gran plan divino».

 

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