CANCION DULCE. LEILA SLIMANI
«Alguien tiene que morir. Alguien tiene que morir para que seamos felices.»
Ha sucedido una desgracia en un bonito edificio de la Rue d Hauteville, en el distrito 10. En un hermoso edificio donde los vecinos se saludan amablemente sin tener la necesidad de conocerse. La tragedia, en la casa de los Massé, en la quinta planta.
«Es la más pequeña del inmueble. Paul y Myriam construyeron un tabique en mitad del salón cuando nació el segundo hijo. El dormitorio de ellos es diminuto, situado entre la cocina y la ventana que da a la calle. A Myriam le gustan los muebles vintage y las alfombras bereberes. En la pared ha colgado unas estampas japonesas».
Myriam es madre de dos niños. Después de haber dejado aparcado su trabajo por un tiempo, decide volver a un bufete de abogados donde desempeñará de nuevo su carrera a pesar de las reticencias de Paul, su marido, asistente de sonido en un conocido estudio musical. Él, dejando relucir un claro ramalazo machista, cree que la reincorporación de su mujer al mercado laboral romperá la armonía familiar. «Sumando las horas extra, la niñera y tú ganaréis lo mismo. Pero en fin, si crees que con ello te sentirás más realizada…», llega a reprocharle Paul. Que la mujer se incorpore de nuevo a su puesto de trabajo va a suponer la búsqueda de una niñera para los hijos. La tarea no es fácil pero, finalmente, se deciden por una mujer de uno cuarenta años llamada Louise. Los chiquillos la adoran y además tiene experiencia. «Parece una mujer imperturbable. Con la mirada de alguien que puede entender todo, perdonar todo. Su rostro es como un mar en calma, del que nadie sospecharía los abismos que encierra». Poco a poco, Louise se va convirtiendo en parte imprescindible de la familia. Myriam llegará a describirla como un hada. «Debe tener poderes mágicos para haber transformado esta casa asfixiante, exigua, en un lugar apacible y luminoso. Ha empujado las paredes. Ha conseguido que los armarios sean más profundos, los cajones más anchos. Que la luz entre a raudales».
«A medida que pasan las semanas, se esmera en convertirse a la vez en invisible e indispensable».
«Imposible, piensan, prescindir de ella. Reaccionan como niños mimados, gatos domésticos».
Es ordenada y buena cocinera. «Con Louise, nada se acumula, ni la ropa ni los cacharros sucios, ni las cartas que uno se olvida de abrir y encuentra de pronto debajo de una revista atrasada. Nada se pudre, nada caduca. (…) El piso en silencio está íntegramente bajo su yugo, como un enemigo que pide clemencia».
La familia la mira pero no la ven. «Es una presencia intima pero nunca familiar. Llega cada vez más temprano y se va cada vez más tarde».
«Nunca se ha dicho de modo explícito, no han hablado de ello, pero Louise construye pacientemente su nido en mitad de la casa».
La brillante escritora Leila Slimani (Rabat, 1981) ganó el Premio Goncourt en 2016 con este thriller, titulado Canción dulce, que les invito hoy a abrir. Convertida en una de las autoras más destacadas y prestigiosas de su generación es, además, colaboradora en el diario Le Monde y una comprometida activista en temas de derechos humanos. Su estilo sencillo y directo se ve reflejado claramente en esta estupenda novela, donde Slimani retrata con magistral agudeza la sociedad actual, la situación de las familias, despistadas en sus propias encrucijadas por lo que se espera de ellas. Sometidas en muchos casos a mantener un estatus social de cara a los que les rodean, deseosas de no dejar escapar su prestigio académico y cultural, se ven obligadas a tomar decisiones que, aún siendo cotidianas y normales, pueden esconder la mayor de las tragedias. Familias que van demasiado rápido, familias convertidas en empresas
«Su vida se desborda, apenas queda lugar para el sueño, ninguno para la contemplación. Corren de un sitio a otro, se cambian de zapatos en el taxi, toman copas con gente importante para su trabajo. Los dos juntos se han convertido en los jefes de una empresa que funciona, con objetivos claros, ingresos y gastos».
El día en que sucedió todo, Myriam abrevió una reunión y aplazó hasta el día siguiente el estudio de un caso porque quería darle una sorpresa a sus hijos.
«Al llegar, se detuvo en la panadería. Compró una baguette, un postre para los críos y un bizcocho a la naranja para la niñera. Es su preferido.
Pensó que los llevaría al tiovivo. Irían juntos a hacer la compra para la cena. Mila le pediría un juguete. Adam mordisquearía un trozo de pan en su cochecito.
Adam ha muerto. Mila va a sucumbir».
La niñera ha llegado porque Myriam ya no puede más. «Las rabietas de Mila la sacaban de quicio, los primeros balbuceos de Adam la dejaban indiferente. Su necesidad de salir a caminar sola iba en aumento. De gritar como una loca en la calle. «Me están comiendo viva», se decía a veces». Myriam envidia la situación de su marido y él cree que la suerte la tiene ella, ya que es afortunada de poder estar viendo crecer a sus hijos. Myriam se siente incómoda en esta situación, incómoda ante una sociedad que le da la espalda, que no comprende que haya tomado esta decisión que ahora la oprime.
«Empezó a rechazar todas las invitaciones a cenar de los amigos, a no responder a sus llamadas. Desconfiaba en particular de las amigas. ¡Podían ser tan crueles! Le entraban ganas de estrangular a las que fingían que la admiraban, o, aún peor, que la envidiaban. Estaba harta de oírlas quejarse de su trabajo, de no ver con más frecuencia a sus hijos. Pero a quien más temía era a los desconocidos. Esos que preguntaban inocentemente en qué trabajaba, y se daban media vuelta ante la evocación de una vida de ama de casa».
El paso está dado y Myriam ya espera a la niñera como «se espera al Salvador» aunque está aterrorizada por la idea de dejar a sus hijos. Planea sobre ella el sentimiento de culpa, el clásico, el fosilizado, el que rara vez roza a los hombres. Según pase el tiempo esté se volverá más grande porque todos a su alrededor se lo recordarán. Su suegra será cruel con ella ante el asombro y el silencio de Paul. Una suegra que tira por tierra el tema de la sororidad femenina. «Ni un solo instante apareció el cariño o la indulgencia. Ni un solo consejo de madre a madre, de mujer a mujer». Una suegra que Slimani ha perfilado muy bien y que encaja a la perfección con la mala fama que tradicionalmente recae sobre ellas. «Soñaba para su hijo con otro tipo de mujer, más dulce, más deportista, con más fantasía».
Solo Pascal, antiguo compañero de la facultad y ahora su jefe, comprende a Myriam. Entiende sus dudas.
«Sabe todo sobre ellos y desearía mantener secreto ese saber. Conoce sus gustos, sus manías. Adivina enseguida que están tristes o que se van a poner malitos. Siempre ha estado pendiente de ellos, convencida de que nadie mejor que ella podría protegerlos».
«Su suegra intenta convencerla de que » si Mila enferma con tanta frecuencia es porque se siente sola». (…) Incluso la maestra, que la convocó una mañana para comentarle un incidente absurdo entre Mila y una niña de su clase.(…) Es el mal del siglo. Todas esas pobres criaturas abandonadas a su suerte, mientras el padre y la madre están devorados por la misma ambición. No hay duda: se pasan la vida corriendo. ¿Sabe cuál es la frase que los padres repiten más a sus hijos: «¡Date prisa!». Y, evidentemente, todo recae sobre nosotros. Los niños nos hacen pagar sus angustias y su sentimiento de abandono».
Myriam siempre se ha negado a admitir que los niños fueran un obstáculo a su éxito, a su libertad. «Como un ancla que arrastra hasta el fondo, que empuja la cara del ahogado hacia el fango. Saberlo la sumió al principio en una profunda tristeza».
Louise trabaja sin descanso. Hace las tareas encomendadas y las que no se le han exigido. Lo hace todo. Cada lunes abandona su diminuto apartamento «solo tiene un cuarto que hace las veces de dormitorio y salón». «Cada mañana recoge cuidadosamente el sofá cama y lo cubre con su funda negra. Come en la mesita baja, con la televisión siempre encendida. Pegadas a la pared hay una cajas de cartón sin abrir. Contienen quizás unos cuantos objetos que podrían dar algo de vida a este estudio sin alma. A la derecha del sofá, está la fotografía de una adolescente con el pelo rojo, enmarcada con una moldura brillante».
«El lunes por la mañana, Louise sale de su casa de madrugada.(…) Es un soldado. Avanza, cueste lo que cueste, como un animal, como un perro a quien unos niños malos hubieran quebrado las patas».
Louise tiene una hija, Stéphanie. La chica siempre ha detestado el servilismo de su madre, la atención que dispensaba a los niños a los que cuidaba y el mal comportamiento de estos hacia su madre. Pero lo más detestable es que ella no hacía nada para cambiar la situación, incluso se desvivía aún más por hacer felices a los padres de esas criaturas mimadas y consentidas.
«Había veces que Stéphanie los odiaba. No aguantaba que pegaran a Louise, que se dirigieran a ella como pequeños tiranos».
A Jacques, su marido ya fallecido le ocurría lo mismo. Le reprochaba, igualmente, su comportamiento.
«Yo no soy como tú, le decía con orgullo a Louise. Yo no tengo alma de felpudo, recogiendo la mierda y los vómitos de esos críos. Solo las negras aceptarían un trabajo como ese». Para él, su mujer era demasiado dócil. Si bien, de noche, su sumisión le excitaba en el lecho conyugal, el resto del tiempo le irritaba».
Pasa el tiempo y Louise comienza a mostrar comportamientos, actitudes que desagradan a Myriam y a Paul. Si esta la intentaba excusar, ya no lo hace. Paul ha dejado algo claro: «Es nuestra empleada, no nuestra amiga». Se han acabado las palabras cariñosas dirigidas a la niñera. Louise, además, ve el peligro que se cierne sobre ella. Adam irá al colegio y pronto podrán prescindir de ella. Sabe que ya no tendrá nada que hacer. «No habrá más remedio que conseguir que otro niño llegue para llenar los largos días de invierno», piensa. «Con tres hijos no podrán prescindir de mi». Lo que Louise persigue es un sitio al que pertenecer. «Solo tiene un deseo: formar parte del mundo de ellos, encontrar en él un lugar, habitar en él, hacerse un hueco, una guarida, un rinconcito caliente».
Louise, como en su día le sucedió a Myriam, ya se ha cansado de la situación. Ha llegado a su límite. «Ya no tiene indulgencia ante los llantos, las rabietas, las alegrías histéricas. A veces siente el impulso de rodear con sus dedos el cuello de Adam y zarandearlo hasta que se desmaye. Aleja esas ideas con un brusco movimiento de la cabeza. Consigue ahuyentarlas, pero una marea oscura y viscosa se ha apoderado de ella por completo».
«Nada consigue emocionarla. Debe reconocer que ya no sabe amar. Ha agotado toda la ternura que contenía su corazón, sus manos ya no tienen nada que rozar».
Y además de todo esto, la novela guarda mucho más. Entre sus párrafos se escuchan gritos de atención a lo siempre olvidado, a lo que se suele esconder debajo de la alfombra. Problemas sociales que se intentan silenciar, olvidar, pero que están latentes, acechando a la otra parte de la sociedad, la tranquila, la que no quiere saber nada de lo que ocurre más allá de sus apacibles barrios. Slimani nos recuerda la vida de aquellos que viven en la periferia de París, la vida de aquellos que vienen desde el Magreb buscando un futuro mejor, la vida de las niñeras venidas de cualquier parte del mundo desfavorecido, la vida de los niños árabes que «inundan» escuelas dando ese acento diferente al aula que tanto hace escandalizar a ciertos padres de ciertos barrios.
Con todo esto y con la estupenda narración de un libro magistralmente apuntalado con personajes definidos hasta en los rasgos más sutiles, se construye la magnífica novela, Canción dulce.