UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR. LUIS SEPÚLVEDA

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A veces uno encuentra un tesoro. ¿Han leído alguna vez el cuento griego «El tesoro está en la viña»? Cuando yo estudiaba griego en el instituto lo tuvimos que traducir un día y ese día comprendí lo avariciosos que somos y lo simple que es el ser humano. La cosa va de que un padre deja unas tierras a su hijo diciéndole que allí encontrará un tesoro. El busca y busca y nunca encuentra. Nunca encuentra a pesar de que el tesoro es la propia tierra, que si la trabaja, le dará muchas ganancias ya que es un viñedo. Ahí estaba el tesoro aunque el agujereó toda la tierra.
Pues eso, que a veces uno va a su propia biblioteca y busca y busca pero nunca encuentra. Pero los grandes tesoros existen en novelas pequeñas como ésta. «Un viejo que leía novelas de amor» de Luis Sepúlveda (Chile 1949) es un tesoro, es grandiosa, una novela increíble, que, me atrevo a decir, leyéndola, podemos ser mejores personas. Y Sepúlveda tampoco rebuscó mucho, se fue a lo sencillo, a lo natural, al principio, a la belleza de la tierra, de los animales, a la unión del hombre con la naturaleza. Y criticó al que la ataca al paisaje, al que caza con orgullo, al que hace daño de forma gratuita.
Y todo esto… ¿en boca de quién lo puso?
Lo puso en boca de Antonio José Bolivar Proaño, por sabio, por viejo, por sensible. Y este viejo sabio, es el mismo que leía novelas de amor en El Idilio, un pueblo remoto en la región amazónica de los indios shuar.
El conoció la selva con ellos, el respeto al hermano, a las plantas, a los animales. Leyes de indígenas que hay que respetar. Después supo que debía volver a su lugar, pero nadie le quitaba ya lo que aprendió. ¿Qué blanco acaso podía cazar al fiero tigrillo como él? Nadie.
«Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatusas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de carne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Aprendió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los veloces peces.
Con ellos abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.»
Pero a la selva vienen los hombres blancos codiciosos, que buscan oro o pieles o vete tú a saber qué, y lo destrozan todo. Creen que la selva es suya cuando la única ley y principios que con ellos llevan son las escopetas. Pero…no saben que una hembra a la que han matado a sus cachorros no sabe de escopetas y mata sin piedad. Eso solo lo sabe el viejo, el viejo que lee novelas de amor.
¿Qué quién se las trae hasta El Idilio?
Un dentista, Rubicundo Loachamín.
«El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.
Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.
Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.»
¿Qué quién es el jefe de El Idilio?
Un alcalde, que no tiene mucha idea de nada, y menos de la selva, y menos sensibilidad para respetar la naturaleza. Pero para eso está el viejo, para ponerle las cartas sobre la mesa, para hacerle saber que no siempre el gringo tiene razón. Que cazan por cazar, que se adentran en la selva sin saber y que los shuar no son los malos de la película.
«Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta! Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada y especies prohibidas. (…) Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. (…) Entonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrillo enloquecida de dolor es más peligrosa que veinte asesinos juntos.»

«Y estaban también los gringos venidos desde las instalaciones petroleras.
Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para equipar a un batallón, y se lanzaban monte adentro dispuestos a acabar con todo lo que se moviera. Se ensañaban con los tigrillos, sin diferenciar crías o hembras preñadas, y, más tarde, antes de largarse, se fotografiaban junto a las docenas de pieles estacadas. (…)
Antonio José Bolivar se ocupaba de mantenerlos a raya, en tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto.»
¿Que a quién llaman cuando hay un problema?
Llaman a Antonio José Bolivar Proaño, ese que lee despacito, ese que se aprende las frases de tanto masticarlas, ese que se imagina Venecia y sueño con amores que duelen, ese amor, el de verdad, el que duele.
Ese que sabe adentrarse en la selva, y matar tigrillas y respetar todo a la vez.
Llega el día de la caza, pero pronto todos abandonan, incluido el alcalde, y en mitad de la selva, con la soledad, con los recuerdos y el miedo como únicos compañeros, el viejo sigue y reflexiona y una vez más se alza como el más sabio y bueno.
«Tú no eres un cazador. Muchas veces los habitantes de El Idilio hablan de ti llamándote el Cazador, y les respondes que eso no es cierto, porque los cazadores matan para vencer un miedo que los enloquece y los pudre por dentro. ¿Cuántas veces has visto aparecer grupos de individuos afiebrados, bien armados, internándose en la selva? A las pocas semanas reaparecen con fardos de pieles de osos hormigueros, nutrias, meleros, boas, lagartos, pequeños gatos de monte, pero jamás con los restos de un verdadero contrincante como la hembra que esperas. Tú los has visto emborracharse junto a los hatos de pieles para disimular el miedo que les inspira la certeza de saber que el enemigo digno los vio, los olió y los despreció en la inmensidad selvática.»
Sepúlveda ha sido un viajero incansable. Visitó los desiertos de los saharauis, la selva amazónica y hasta las celdas de Pinochet.
Con este libro, traducido a 14 idiomas, ha recibido numerosos premios internacionales.
El mismo Sepúlveda a declarado que «se ha separado del realismo mágico y se plantea, de una manera creíble, la magia de la realidad.»

2 comentarios en «UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR. LUIS SEPÚLVEDA»

  1. Gran libro. Extraordinaria reseña. Un libro en el que se muestra un ecologismo puro, sin alardes, con una historia sencilla y no por ello menos universal. El criticón.

  2. Estimado Manuel, me encanta que me visite usted tanto. Ahora conozco su página y sus comentarios, reseñas,…y tiene usted tanta sabiduría literaria…que es un honor para mí sus paseos por mi blog. Sabe de todos y mucho así es que estoy abierta a sus recomendaciones literarias. Muchas gracias. Es que Sepúlveda es un maestro, ¿verdad?
    Saludos.

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