UN RECUERDO NAVIDEÑO. TRUMAN CAPOTE

«En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.»

 

¿Se imaginan estar durante todo el año intentando ganar dinero de las formas más inverosímiles posible para, en noviembre, tener el dinero suficiente para hacer treinta tartas de Navidad y regalarlas? Buddy, de tan solo siete años y su prima lejana de setenta y tantos, lo hacen cada año.  Viven juntos en una casa, seguramente en Alabama, una casa donde conviven con otros familiares, que además de no tenerles en estima, tampoco les proporcionan mucho dinero «ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna». Pero los amigos no se vienen abajo, organizan tómbolas de cosas viejas, venden baldes de zarzamoras que ellos mismos recolectan, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, recogen flores para funerales y bodas, y hasta ponen en marcha una museo de monstruos en una leñera. Todo está destinado al Fondo para Tartas de Frutas.  «Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando casa año nuestros ahorros navideños (…) Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo;

-Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien».

Y aquí estamos con ellos, en una mañana de finales de noviembre, en una cocina de una viejo caserón de pueblo. Si, con ellos, contando el dinero que tienen guardado con celo debajo de la cama de la entrañable y encorvada anciana. Estamos con Buddy, su prima y su perrilla Queenie. Se necesitan muchas cosas y dinero para comprarlas. Cerezas, cidras, jengibre, vainilla, piña hawaiana en lata, pacanas, pasas, nueces, whisky, esencias, montones de harina, mantequilla y muchísimos huevos.

Y estamos con ellos gracias a Truman Capote (Nueva Orleans, Luisiana, Estados Unidos, 1924, Bel-Air, Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1984), el genial Capote, que con su maestría recogió en este bello cuento de Navidad la que debería ser la esencia de estas celebraciones, la sencillez y la generosidad. Desde la humildad y la belleza de su prosa literaria, increíble como siempre en el autor norteamericano, este cuento titulado «Un recuerdo navideño», narrado en primera persona por Buddy, se hace imprescindible de abrir, de leer en estas fechas. Es magnífico, único y bello como pocos. Advierto, que el final del cuento, irremediablemente les hará llorar. Ahí se refleja la grandeza del escritor, la verdad de la historia y la nobleza de estos personajes que nunca podrán olvidar, entrañables y encantadores.

Después de cuatro días de arduo trabajo al lado de la estufa negra cargada de carbón y leña, este par de amigos acaban sus tartas. «Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol de los estantes y los alféizares de las ventanas.

¿Para quién son?

Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J.C. Lucey, y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida).»

Es enternecedor conocer los destinatarios de estas tartas, pero hay una razón que es aún más enternecedora.

«¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, por lo que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratados, son para nosotros nuestros amigos más auténticos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con el membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.»

«Estamos en la ruina», aclara Buddy a los lectores. Han pagado los envíos y los sellos. «Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos; con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá.» Y así lo hacen, lo celebran, y cantan y bailan, hasta que los otros parientes regañan a la vieja y Buddy se apiada de ella cuando llora, mientras la familia asegura que es una mala influencia para el niño, el niño la abraza y le asegura que es divertida, más divertida que nadie.

Los preparativos para recibir la Navidad no han acabado. Los primos están dispuestos a conseguir el mejor árbol para decorar en estas fiestas. La anciana sabe donde encontrarlo.

La descripción de este pasaje es de una gran belleza.

«De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. (…) Dos kilómetros más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa: de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre entre los charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga; no de frío, sino de entusiasmo. (…)

-Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy?, dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano. Y, en efecto, es como cierta clase de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos.»

Quieren un árbol alto, para que ningún chico pueda robarle la estrella. «El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor.» Y la día siguiente es el momento de adornarlo. Aprendamos, por favor, de este relato, porque en cada una de estas misiones familiares, hay un mensaje, la felicidad a través de la sencillez de la vida.

«Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero que no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como una vidriera de una iglesia baptiste», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in- Japan que venden en la tiene de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre; pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles, y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es difícil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos con las hojas de papel del estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas esas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas las bolitas de algodón (recogidos para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.

-Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?.»

La última misión son los regalos que pondrán debajo del árbol de Navidad. Buddy sueña con regalar a su amiga una navaja con inscrustraciones de perlas en el mango, una radio o cerezas recubiertas de chocolate. Su amiga sueña con regalarle una bicicleta. «Si pudiera Buddy. La vida ya es bastante malas cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, demontres, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizá la robe». Pero nada de esto ocurre. Como ya ha sucedido otros años se regalan unas cometas.

«Hay viento, Buddy.

Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa (…) Una vez allí, nadando por la sana hierba, que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despertamos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. (…)

-¡Pero que tonta soy»!, exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno.

-¿Sabes que había creído siempre?, me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista (…) Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega al final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son- su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado el hueso, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo como un día como hoy en la mirada.»

 

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