EL REINO DE CELAMA. LUIS MATEO DIEZ

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A lo largo de la historia de la literatura imagino que han sido muchos los escritores que han querido contar una historia de amor intentando prescindir de la frase: «Te quiero». Hacer entender al lector que sus personajes se quieren aunque no lo demuestren, aunque no lo digan. Me parecen exquisitos los versos de Luis García Montero cuando dicen aquello de: «Tu me llamas, amor, yo cojo un taxi» o los de Felipe Benítez Reyes: «La noche en que no estás tiembla mi noche». ¿Quién es capaz de olvidarlos? Cada uno en su estilo, cada uno con su seducción nos
transmiten mucho más que un simple, te quiero. Para el que busca la sencillez de una historia de amor y quiera sorprenderse debe abrir la novela El reino de Celama, de Luis Mateo Díez. El reino de Celama es una trilogía que reúne El espíritu del páramo, a modo de obertura, La ruina del cielo, una novela coral y El oscurecer. En uno de los capítulos de La ruina del cielo Mateo Díez narra el amor de Martín y Orda, una pareja de Celama. La historia comienza así: «Orda murió y Martín guardó silencio», y sigue con fragmentos únicos como estos:

«Ninguna percepción del mundo necesita palabras, tampoco los afectos. La palabra se deja como herramienta estricta para las cosas de la vida. Entonces el silencio adquiere esa dimensión del respeto y la elegancia con que algunos seres humanos dan constancia de sí mismos, de su pensamiento y emoción también, sin establecer ninguna clase de interferencia, como si la clausura de la voz encontrase la resonancia necesaria no en el gesto mudo, tan exagerado a veces, sino en el gesto silencioso.»

«-Desatinos y bobadas…opinaba Aníbal Sierra. El pobre Martín está en la fase final de la desaparición, más cerca que nunca, después de estos años, de quien siempre le escuchó y quiso, que no es otra que Orda. ¿Dónde habla, de qué habla…? Sentado al pie de la tapia del Argañal, con las lagartijas. ¿Y qué cuento les cuenta…? Sólo tenéis que acercaros una tarde a escucharle. Aníbal tenía razón, era un ejemplo de amor, ninguna otra cosa. Orda estaba enterrada al otro lado de la tapia. La lagartija asomaba en las piedras, al sol de la siesta, el último verano de Martín (…)

-Ven, ven, ven, que con los dedos de la mano te quiero coger, el pulgar, el meñique, el índice, el anular, el corazón, los que bastan para que sigas sabiendo quién soy…

En los labios de Martín no sonaba como una cantinela. Las palabras en los labios del viudo no
tenían música.

-Ven, ven, ven…volvía a musitar, y la lagartija alzaba la cabeza y corría veloz por las piedras hasta llegar a la mano, que permanecía más quieta que nunca cuando el bicho comenzaba a recorrer los dedos.

-Ya lo sabes…decía entonces el viudo, con una voz casi ronca. Ahora corre, y se lo dices a ella….»

© 2009 Araceli Cobos

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