MI HERMANA IRINA, MI HERMANA INÉS

MI-HERMANA-IRINA-MI-HERMANA-INeS
Antes de que Irina llegara a casa, todos decían que Inés era la mejor.
Su abuela decía:
-¡Qué pelo tan bonito tiene Inés!, es tan negro como las aceitunas.
Su abuelo decía:
-¡Que simpática es mi nieta!, y le acariciaba la cara o le daba un beso.
Su papá decía:
-Estoy orgulloso de tí. Eres muy buena en el colegio.
Su madre decía:
-Estoy orgullosa de tí. Eres muy ordenada.
Todo eran halagos y buenas palabras para Inés. Pero un día sus papás entraron en su habitación y le pidieron que fuera con ellos al salón.
Querían decirle lo siguiente:
-Inés, tenemos una sorpresa para tí, dijo su padre.
-Desde hace mucho tiempo nos estás pidiendo una hermana o un hermano con el que compartir tu vida, tus juegos, tus secretos. No te habíamos dicho nada, pero tu hermana llegará esta misma tarde a casa, dijo su madre con una sonrisa de oreja a oreja.
A Inés la sorpresa le cayó como un jarro de agua fría.
Se preguntaba: “¿Cómo se le puede traer a una hija una hermana a casa, así, de la noche a la mañana? La verdad era que no entendía nada. Todas sus amigas tenían otros hermanos y ella había visto como las tripas de las mamás de sus amigas crecían y crecían hasta que un día un bebé estaba en casa, pero no así de una día para otro y sin una mamá a la que le iba creciendo la barriga.
Sus papás le explicaron que su hermana se llamaba Irina, era de Rusia, y era una hermana adoptada a la que:
-Había que querer mucho.
-Había que respetar.
-Había que ayudar.
Ahora Inés comprendía porque sus padres habían hecho tantos viajes, y ella se había tenido que quedar en casa de sus abuelos. Llevaban dos años intentando traer a Irina a casa y al fín lo habían conseguido.
-¿No preguntas nada sobre tu hermana?, dijo su madre un poco contrariada.
-Prefiero conocerla, contestó Inés un poco enfadada. La niña ya notaba la alegría de sus padres ante la llegada de Irina, y esto le daba un poco de envidia. Se acabó su reinado. Irina era el centro de atención, ¡y ni tan siquiera había llegado aún!.
Aquella tarde Inés no quiso ir a recoger al aeropuerto a Irina, prefirió quedarse con sus abuelos a esperarla en casa.
Los abuelos de Inés notaron a la niña un poco triste.
-¿Te pasa algo Inés?, le preguntaron.
Pero Inés sólo decía que no le pasaba nada, que sólo estaba un poco nerviosa porque quería conocer ya a Irina. Y, por una parte, tenía razón, porque tenía ganas de conocerla, pero por otro lado no sabía que iba a ocurrir con Irina, y como serían las cosas después de su llegada a casa.
Después de un par de horas, sus papás entraron al salón locos de contentos con Irina.
Irina era una niña rubia, muy guapa, con la cara blanca como la leche, y de la misma edad de Inés. Las dos tenían diez años. Eso sin duda era una suerte, pensó Inés.
Irina estaba muy nerviosa, pero en cuanto vió a Inés se le pasaron todas sus preocupaciones. Irina no podía disimular su alegría al ver a Inés. “Tengo una hermana de repente, y además tiene diez años como yo, vamos a poder jugar mucho juntas”, pensó la niña. Inés también lo pensó, pero un poquito diferente: “Ahora tengo una hermana de mi misma edad, con la que podré jugar si, pero con la que tendré que compartir todo, mis juguetes, mi ropa, mis cuadernos, mis libros y hasta mi habitación”.
Y así fue, al cabo de una semana Inés ya estaba compartiendo todo con Irina.
Pero las cosas no iban muy bien. Inés no podía hablar con Irina, porque ésta aún no podía hablar su idioma. Irina sonreía todo el tiempo y esto, a Inés, le ponía un poco nerviosa. También le ponía nerviosa que Irina no se enfadara por nada. Irina aceptaba las ropas viejas de Inés sin rechistar, las muñecas que ella ya no quería, los libros a los que les faltaba alguna página. Si sus padres se enterasen de que hacía esto con Irina recibiría un buen castigo, eso ya lo sabía, pero no estaba dispuesta a compartir con Irina sus mejores cosas. Esas cosas le pertenecían a ella, por mucho que Irina fuera su hermana.
Un día sus padres vieron como Irina jugaba con las cosas que Inés ya tenía tiradas en el baul de los objetos viejos, y, como ella había pronosticado, la regañaron.
-Irina es tu hermana y no merece que le dejes lo que tú ya no quieres, ¿entendido? le dijo su padre bastante enojado.
Inés sabía que tenía razón pero Irina no era aún del todo de su agrado, no sentía que era su hermana.
Al día siguiente, los abuelos vinieron a ver a Irina y a Inés. Pero ya, las palabras bonitas no fueron sólo para ella, ahora debía escuchar comos sus abuelos decían:
-Irina es preciosa, es como una princesita de un cuento.
-Irina es muy buena, se conforma con cualquier cosa.
Al cabo de unos meses, Irina ya podía hablar el nuevo idioma. Y pronto destacó en el colegio. Además de guapa, simpática y buena, Irina era muy inteligente. A Inés esto no le hacía ninguna gracia. “Irina es demasiado perfecta. Yo nunca podré llegar a ser como ella”, pensó. Estaba muy triste y sentía mucha envidia de Irina.
Un día al llegar a casa del colegio, el papá de Inés e Irina dijo:
-Irina tus notas en matemáticas son excelentes, increibles, estoy orgulloso de ti.
Y también dijo:
-Inés, aunque eres muy buena en el colegio, sabes que las matemáticas no se te dan tan bien como a Irina. Ahora tienes suerte, ella te puede ayudar.
Inés no contestó. Se fue corriendo a su habitación y se puso a llorar. Irina era perfecta a los ojos de todos. Ella ya no era tan especial para nadie. Irina era la mejor en matemáticas, y la más simpática de las dos, y la más buena de las dos, y la más guapa de las dos.
Por la noche Irina le dijo a Inés que estaba dispuesta a ayudarla en lo que quisiera, porque para ella las matemáticas eran como un juego.
-Gracias y buenas noches, contestó Inés enfadada. No me hace falta tu ayuda.
Mientras se dormía pensó en que era muy amable por parte de Irina hacer este esfuerzo por ella y ayudarla en entender mejor las matemáticas, pero ella se sentía mal porque no era tan buena como Irina en nada y entonces ella no era tan perfecta a ojos de los demás.
Pasaron unos meses más y la situación, por fortuna, fue cambiando. Irina e Inés parecían cada vez más hermanas. Jugaban más tiempo una con la otra, se divertían en la habitación y hacían los deberes juntas. Inés mejoró tanto en matemáticas que su padre una tarde le dijo:
-Inés estoy muy orgulloso de ti. Sé que Irina te ha ayudado pero sin tu esfuerzo nada hubiera sido posible.
Estas palabras alegraron tanto a Inés que empezó a olvidar sus malos pensamientos, los que aún le quedaban, sobre su hermana. Al menos, sus padres valoraban su esfuerzo.
Una tarde, Inés salió con su hermana Irina al parque a jugar. Estaba encantada, de ¡por fin! tener una hermana y poder, como sus otras amigas, sentirse orgullosa de ella. Sus amigas ya la conocían pero Irina no les caía muy bien. También, como Inés antes, envidiaban que fuera tan lista, tan simpática y tan guapa.
Inés empezó a contar todo lo bueno de Irina a sus amigas. Irina estaba colorada, pero Inés seguía y seguía porque sabía que había sido muy injusta con ella. Ahora la sentía como a su hermana de verdad, porque eso es lo que era, su hermana de verdad. Ahora, las dos, formaban un buen equipo.
En el colegio eran las alumnas más destacadas y todos los profesores las felicitaban por sus notas y sus esfuerzos:
-Sois unas hermanas muy listas y muy trabajadoras, estamos orgullosas de vosotras, decían todos.
Esto las llenaba de alegría a las dos.
Pero un día sucedió algo imprevisto. La escuela quería que sus alumnos realizaran un deporte después de clase y este resultó ser la natación.
Irina se puso un poco nerviosa ante la decisión de la escuela, sin embargo Inés estaba loca de contenta. A ella le encantaba nadar. Era casi una experta.
Enseguida Inés notó el malestar de su hermana. Irina le contó que ella ni siquiera sabía nadar. Las otras niñas oyeron el comentarío y empezaron a reirse. Estaban, al fin, contentas, de que Irina no pudiera destacar en algo. Pero Inés ya tenía ideado un plan. La natación no comenzaría hasta dentro de una semana. Este era tiempo suficiente para que entre sus papás y ella enseñaran a Irina a nadar. Y así fue. Cada tarde, después de los deberes, los cuatro iban a las piscinas de la ciudad. El útlimo día Irina demostró que ya podía nadar bastante bien, no tan bien como Inés pero podía hacerlo muy bien.
Cuando el lunes llegó la clase de natación, todas las niñas estaban esperando ver el ridículo que haría Irina al meterse en el agua y chapotear como un pato mareado, pero se equivocaron. Cuando la vieron nadar, se dieron cuenta, de que Inés la había enseñado, y que, incluso, alguna de ellas lo hacía mucho peor que Irina.
Tanto entrenaron ambas hermanas, que al cabo de unos meses, se convirtieron en las reinas de la piscina. En los torneos las clasificaron a ellas para representar a su colegio. Y ¡ganaron!.
Al acabar la competición los entrenadores y los papás de Inés e Irina las felicitaron:
-Estamos orgullosos de vosotras. Sabemos que Inés a ayudado mucho a Irina, pero sin el esfuerzo de Irina nada hubiera sido posible.
Irina, como antes Inés, estaba contenta. Al menos, sus padres valoraban su esfuerzo.
Al cabo de un año, Inés e Irina eran las hermanas más unidas del mundo. Se querían, se respetaban y se ayudaban en todo lo que podían. Ya no había rivalidad, ya no había que luchar por destacar en nada. Las matemáticas ya eran un juego para Inés gracias a Irina, y el agua era una pasión para Irina gracias a Inés. Lo mejor del mundo era tener una hermana con la que compartirlo todo, viniera de donde viniera.

© 2009 Araceli Cobos

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