LOS BAROJA. JULIO CARO BAROJA (PARTE 4) SOBRE ESPAÑA Y LOS ESPAÑOLES


La crítica y la literatura:

«La visión que puedo dar, pues, del hombre es bastante distinta a la que cabe encontrar en libros de crítica y de literatura. Esto se explica mejor tratándose de obras acerca de literatura española moderna, que es la más desgraciada de todas las literaturas, desde el punto de vista del hombre interesado por cuestiones psicológicas. ¡Qué retratos hemos hecho y nos han hecho! Cuando pienso que España fue la cuna del casuísmo, la patria de unos hombres (también mujeres) que, en el siglo XVI, parecían sutilísimos a italianos y franceses, y echo luego una mirada a los libros sobre literatura escritos en los siglos XVIII y XIX y XX, al momento me planteo la cuestión terrible de por qué el crítico español, moderno o contemporáneo, es o ha sido tan tarugo. Tarugo, que además ha convencido al hispanista de fuera de que también debe ser un poco arrimado a la cola. Los críticos franceses han demostrado mucha habilidad para pintar los estados del alma, la evolución de sus escritores. A veces de un personaje secundario, a fuerza de talento, sacan extraordinario partido. Son capaces de razonar, de sutilizar, de dar explicaciones muy circunstanciadas de todo. Incluso los historiadores políticos y bélicos han poseído la facultad de adobar, de adobar acaso demasiado, los hechos que narran. Luego vienen las polémicas. ¿Pero qué polémicas se van a entablar en un país en que los historiadores de la literatura hacen caracterizaciones como de jota o de romance ciego? Sus generalizaciones a lo que recuerdan más es a aquella composición que empieza diciendo: Las Marías son muy frías/ y de puros celos rabian.

(…)

Un escritor que escribe durante cincuenta años más de cien volúmenes, queda caracterizado por lo que pensó de algunos de éstos un crítico de sus comienzos o de poco después. Luego, con repetir o glosar juicios, basta. Con ocuparse de tres o cuatro «ideas», ya es suficiente.»

Los Nacimientos navideños:

«La imagen primera de una sociedad repartida en actividades distintas, raras para mí, la tuve en Madrid, sin duda. La vino a completar algo que ha ejercido una influencia decisiva en mi vocación de etnógrafo y folklorista. También de historiador social. Cuando llegaban las semanas de fines de noviembre y comienzos de diciembre las cacharrerías del barrio comenzaban a exhibir en sus escaparates modestas figuras de nacimiento. (…) allí estaban desde los personajes de los Evangelios (y aun de los Evangelios apócrifos) hasta la castañera, la mujer que hila con su gato al lado, el hornero, la vieja con la zambomba, del pastor solitario, o los grupos: la Sagrada Familia frente a la posada, el molinero, la Anunciación a los pastores, el hombre con su yunta. Toda la vieja sociedad campesina del Sur se podría encontrar representada en figuras y grupos, con independencia de la formación fija o de acuerdo a un canon del Nacimiento navideño.»

Los sentimientos afectivos:

«En España puede desarrollarse fuerte un tipo de sentimientos afectivos, por lo mismo que también se dan los odios violentos, las hostilidades ideológicas que llevan al paseo y al asesinato. Los afines por temperamento se agrupan y el grupo es más cordial y entrañable. Acaso en países con una vida pública menos dura las amistades sean también menos fuertes.»

El teatro:

«Todo español tiene una obra en tres actos que le rebulle dentro del cuerpo y su ilusión mayor es estrenar: aun los que no vamos al teatro, porque los espectáculos públicos nos dan un poquito de asco, escribimos piezas teatrales, para uso interno. (…) El teatro era algo parecido a lo que hoy es la pintura. Todo el mundo se siente capaz de pintar y todo el mundo creía entonces que lo más grande que podía hacer un hombre era estrenar. Muchas veces pienso que un éxito teatral a tiempo hubiera librado a España de bastantes calamidades, de envidias y ambiciones trasladadas a otras actividades, políticas, sobre todo. »

La envidia:

«Yo no creo que el vicio capital de los españoles sea la envidia, como se dice y se repite; pero sí que son capaces de sentirla tan fuerte como los ingleses, los franceses o cualquier otro pueblo, cuando da individuos envidiosos.»

La crítica:

«(…) los españoles somos capaces de criticarlo todo y de no tolerar nada en ciertos momentos y de aguantarlo todo en otros.»

El hombre y la República:

«La gente del campo no producía gran interés. El hombre de ciudad moderno tiene acerca de los campesinos la opinión que tenía el doctor Johnson sobre los «salvajes»: «One sea of savages is like another.». Este pensamiento trajo la República a España, porque se consideró que los votos de los pueblos que daban una gran mayoría monárquica no significaban nada ante los de las ciudades donde vivían los «hombres conscientes». La masa rural era «inorgánica», «amorfa», etc. La verdad, según lo que me dicta la experiencia, es que en Vera, en el campo, he tratado a mayor cantidad de gente con personalidad fuerte que entre los obreros y empleaditos de Madrid. Personalidades de diverso tipo consideradas desde el punto de vista cultural: no sometidas a organizaciones modernas, sí a otras antiguas. Fácil era aún recoger noticias folklóricas curiosas, memorias de técnicas y actividades desaparecidas a fines del siglo XIX, recuerdos de las guerras civiles. Pero lo que no me hubiera resultado tan fácil entonces es dar una idea clara de hasta dónde influía lo general en lo particular, la proporción en que el folklore era algo importante, en qué generaciones y sectores del pueblo podía considerarse que lo era y qué grupos estaban ya dominados por preocupaciones del día, que venían como una corriente de origen ciudadano de San Sebastián, Pamplona y aún de Madrid.»

La idea de unidad:

«El español, en general, ha vivido dominado por una idea, a mi juicio funesta, que es la de la unidad. Ha creído que nada hay mejor, y que por obtener unidad religiosa, política, etc…, se pueden cometer las mayores atrocidades y llevar a cabo toda clase de persecuciones. La unidad soñada no se ha obtenido; pero sí se llegó a un estado de desesperación colectiva, que de vez en cuando aún rebota, en el que acaso sea donde hay una real unidad (y a pesar también de que existen muchos optimistas oficiales o públicos). (…) Yo soy un defensor de la variedad, del matiz, de la excepción si se quiere, y creo que el hombre tendrá que volver a reconstruir su vida a la luz de la idea del pluralismo de los orígenes y fines de las cosas. No soy politeísta porque no puedo, pero si soy antimonoteísta, y los sermones de los políticos y profesores acerca de las concepciones totalitarias de la unidad y otras sentencias por el estilo sean de corte izquierdista, derechista o como se les quiera llamar me dejan frío. ¿A qué llegamos por aplicar estas ideas y sus corolarios? A crear un tipo de hombres y mujeres estúpidos, sin interés, cobardes y con espíritu inquisitorial a la par, que pasarán de una ortodoxia a otra, conservando este espíritu y creyendo en las viejas ideas de culpabilidad y de pecado, aunque hayan dejado de tener una religión positiva y se declaren incluso ateos: porque el pensamiento religioso es una cosa y otro el modo de proceder de una sociedad no religiosa, sino supersticiosamente, es decir, utilizando de continuo la idea de la represión. Para mí no hay nada más repugnante que la moral represiva de las sectas y partidos, unida a dogmas intangibles.»

El sentimiento anticlerical:

«Cuando después de haber vivido en los pueblos y aldeas del Norte de España se pasa a la banda Sur, del Guadarrama para abajo, se da cuenta de lo fuerte que es el sentimiento anticlerical en el pueblo. En Vera la fuerza espiritual de los curas es muy grande; acaso lo era mayor en tiempo de la Monarquía liberal y de la República que ahora, pues la guerra civil ha traído muchos peregrinos resultados. En Tendilla las pocas gentes que iban a misa hace veinte años eran los funcionarios del Estado, alguna mujer mayor y las familias de los caciques locales. El ir a la iglesia tenía un significado eminentemente político y había una animadversión difusa hacia el clero que se manifestaba en otros pueblos de Castilla la Nueva, aunque siempre en formas menos explosivas que en Levante y el Mediodía. Son muchos años los que lleva el gobierno actual queriendo dar la impresión de que España es un país católico en esencia, empresa en la que ayudan la burguesía y los funcionarios todo lo que pueden y, sin embargo, el pueblo sigue como siempre y hasta la fecha a los únicos que ha convencido es a algunos turistas ingleses y norteamericanos, dispuestos siempre a creer lo que les parece más romántico.»

Los andaluces:

«Bajar hacia el Guadalquivir por los olivares de Jaén aún me conmueve las fibras; en invierno lo mismo que en la primavera o en otoño. Los pueblos me atraen más que los castellanos y las personas parecen, por el menos en principio, más variadas y variables de carácter que las de otras partes de España. Desde el andaluz bronco y brutal al alambicado y superfino, hay una gama increíble de caracteres y de tipos. Lo mismo pasa entre las mujeres, que pueden dar el nivel más alto de elegancia natural y el de ordinariez más extraña. A ello contribuye también la lengua, fina, expresiva, en boca de unos, de una tosquedad total en la de otros.»

Los hombres del Sur:

«Hoy el hombre del Sur ha sufrido una especie de mutación. Sigue habiendo en Andalucía paisajes recónditos, rincones románticos, cortijos solitarios. Pero los que viven en tales sitios son, con frecuencia, de una falta de vida interior y de romanticismo un poco irritantes. (…) Los hombres del Mediterráneo, italianos, andaluces o griegos parecen, por lo general, gentes dominadas por un utilitarismo total.»

El placer:

«Fue la primera vez que me di cuenta, con plena conciencia, de la seriedad y aun severidad con que en el Sur de España se trata de las cosas de placer. Después, en algún momento de irritación, he llegado a pensar que para que a un «español típico» le conmueva un asunto y tome aire grave, este asunto debe ser el afeitado de los cuernos de los toros, la preferencia de un torero sobre otro, o los matices en el estilo o los estilos del cantar.»

Las oposiciones:

«En España hay algo que envilece a casi todos los profesionales o facultativos (…): este algo es el sistema de oposiciones. Nadie que sea un poco inteligente puede creer en él como cosa útil para seleccionar bien a gentes que queden, en lo mental, por encima de los carteros rurales o los alhondigueros. Pero sirve para que los que están dentro de un cuerpo controlen a su guisa a quienes entran en él, procurando siempre que sean hombres de su cuerda o personas con ciertos rasgos psicológicos.

Los cinco miembros de un tribunal de oposiciones saben casi de antemano a quién van a elegir; hacen luego un programa ridículo, memorístico sobre todo, exigiendo en teoría a los opositores unos conocimientos que ni ellos tienen y que saben que el opositor tampoco posee: mucho alemán, mucha ciencia hermética, mucho dato, mucha cifra. El opositor puede ser un honrado aragonés o alcarreño que acaso no entiende los anuncios de un periódico de Bayona, pero esto no importa. Porque uno de los gozos del tribunal es demostrar a todo el que oposita, aunque sea de manera privada, que no sabe una palabra. Hecha la demostración facilísima y eliminando a los que no están preparados, se elige el favorito en un votación, se le da una comidita y ya entra en el gremio de los que están con derecho a proclamar la ignorancia ajena. Para triunfar en las oposiciones hay que ser una especie de máquina de aprender programas estúpidos, un hombre incompetente pero modesto, un ignorante lleno de osadía, o un paniagudo de los que en la Universidad llamábamos «hijos de papá». Yo no soy nada de esto y por ello he visto claro. Al morir mi madre pensé que, pasara lo que pasara, jamás sufriría sobre mí la vergüenza, la humillación, de una oposición hispánica.»

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