Archivos de la categoría: JOSÉ SARAMAGO

09Mar/24

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA. JOSÉ SARAMAGO


«(…) el ojo que está ciego, transmite la ceguera al ciego que ve (…)».

«Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás».

«El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos».

«(…) qué frágil es la vida si la abandonan».

Un hombre de 38 años se da cuenta de que se ha quedado ciego cuando está dentro de su coche parado en un semáforo. «Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche», dirá más tarde, completamente ya consciente de su nueva situación. Este hecho crea un pequeño caos en la circulación que, pronto, alguien haciéndose pasar por un buen samaritano, resolverá al ofrecerse para llevar al nuevo ciego a casa. Cuando la mujer del hombre invidente llega a casa después del trabajo asustada por lo sucedido pero esperanzada, porque tiene claro que nadie se queda ciego de repente, decide llamar a un médico.

Así comienza una de las obras más inquietantes del gran escritor, Premio Nobel de Literatura en 1998, José Saramago (Azinhaga, Portugal,1922- Tías, España, 2010). Es la obra, quizás, una llamada de atención para aquellos que aún pueden ver. Quizás, una advertencia a las fatales consecuencias que traería el taparse los ojos ante la realidad que nos rodea, y la necesidad de adoptar la responsabilidad necesaria que todo individuo debe tener. Pero también nos lanza una pregunta, una reflexión, tal vez antes de poder llegar a perder la vista ya estábamos ciegos y no lo sabíamos, el porqué es sencillo, porque el miedo ciega.

El médico, después de hacerle un exhaustivo reconocimiento, le explica que no ha encontrado ninguna lesión en los ojos. La ceguera le resulta inexplicable. Dice no haber visto nunca algo así y añade que se atreve a pensar que, incluso, «no se ha visto en toda la historia de la oftalmología».

Pero, pronto, un curioso fenómeno se desata. Todos los que han tenido contacto con el hombre que se ha quedado ciego comienzan a perder la vista: el ladrón samaritano, el médico que le ha atendido, una paciente de la consulta que únicamente padecía de una simple conjuntivitis y que ejerce la prostitución y un niño estrábico, que también estaba en el consultorio acompañado de su madre.

El oftalmólogo cree que debe informar a las autoridades sanitarias de lo que podría estar convirtiéndose en una «catástrofe nacional». «(…) nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que  de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida».

El ministerio del Gobierno se hace cargo de una situación cada vez más catastrófica.

«Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. (…) En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver».

Deciden aislar a todos los afectados en un manicomio vacío. La mujer del médico se hace pasar por afectada para no tener que separarse de su marido.

El gobierno les advierte de que abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente. A partir de ese momento, los ciegos inician una nueva vida juntos y aislado del exterior. Con el tiempo, se darán cuenta de que allí, como en cualquier otro lugar, se necesita una organización, establecer una reglas de convivencia, una limpieza básica si no quieren que todo vuele por los aires. Los roces serán inevitables y se hace evidente la necesidad de tener un orden para que las cosas fluyan.

«(…) tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quién somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué,  ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por el se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera (…)».

Llegan más afectados: la  mujer del primer ciego y el taxista que le llevó al médico, el dependiente de la farmacia que vendió el colirio a la chica de las gafas, el policía que encontró al ladrón y la camarera del hotel, la primera que entró en el cuarto, donde la chica con conjuntivitis atendía a su cliente. Más tarde, el manicomio acoge a la empleada del consultorio, al hombre que había estado con la chica de las gafas y al policía grosero que la llevó a casa. Pero, pronto, el recinto comienza a llenarse de afectados.

El médico reflexiona sobre lo que está ocurriendo:

«(…) Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, la que tenga luz no me pertenece».

Como habían advertido, uno de los sargentos se cobra la primera vida cuando el ladrón sale a pedir ayuda médica. El sargento se queda ciego.

Los soldados temen a los ciegos y los ciegos a los soldados. Unos al contagio, los otros a la muerte. En la hora de la recogida de comida se hace más evidente, aún, el sentimiento de miedo.

«Atención, atención, los internos tienen autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala».

Los internos saben que el deseo de los soldados sería acabar con ellos de una vez.

«Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo, la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por naturaleza».

Los ciegos reflexionan. Uno de ellos piensa que las cosas no están tan mal.

«Mientras no falte la comida, que sin ella no se puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar ciego allá afuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele, amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí, me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor».

Va más allá, afirmando que las autoridades han resuelto muy bien el problema aislándoles.

«Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos (…)».

«Lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos, evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea, imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria, repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí», reflexiona un ciego.

La necesidad de historias, de comunicación entre semejantes, de fe, de ilusión, de esperanza, de alegría, de fantasía, es lo que este hombre echa de menos. Eso tan cotidiano, eso que pasa tan desapercibido y que tanto nos alimenta. Es un fragmento conmovedor porque refleja que, sobre todo, necesitamos seguir creyendo en algo y en alguien para que nuestra vida sea soportable.

Llegan doscientas personas más entre contaminados y ciegos. Las autoridades, antes el temor de que se desencadene una revuelta, comienzan a distribuir la comida a tiempo.

Ante tal cantidad de gente, se ponen en consideración las palabras de la mujer del médico: «Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales».

Uno de los recién llegados, antiguo paciente del médico, trae consigo una radio. Todos quieren saber lo que ocurre fuera. El ciego les dice que los médicos se reúnen en congresos, los medios de comunicación buscan el sensacionalismo y que se ha ordenado la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, pabellones deportivos y almacenes vacíos ante la creciente subida de enfermos. Los accidentes de tráfico y aéreos son algo habitual, ya que los conductores, los pilotos se quedan ciegos en el momento más inesperado.

«(…) ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí».

Estas palabras de la mujer del médico son, a mi parecer, una metáfora de la necesidad abrumadora ante una situación insostenible de tener un líder con ojos que vean con claridad, unos ojos que nos lleven por el buen camino. Un líder que sea el pastor, el guía que vea por nosotros, que nos haga ver lo que ignoramos, lo que no vemos, lo que no queremos ver, lo que otros no están capacitados para ver porque no llegan a entender.

La mujer del médico se siente moralmente mal por estar fingiendo la ceguera pero tiene miedo a lo que sucedería si desvelara la verdad a los otros. Su marido le advierte:

«Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir. (…) Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores».

Ella le responde:

«Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar».

Un grupo de ciegos, con un líder a la cabeza que posee una pistola y respaldado por un ciego anterior a la catástrofe y por tanto entrenado, han decidido amenazar al resto. Ellos serán los encargados de repartir la comida, se harán con la posesión de los víveres. Si los demás quieren comer será a cambio de los enseres de valor que posean. Se establecieron, por tanto, dos grupos: el de los ciegos buenos y el de los ciegos malos. Cuando se acabaron los relojes, los anillos,… los malos se atrevieron a pedir mujeres. Enseguida surgen los debates morales.

Un encuentro sexual inesperado, desata la oportunidad de la mujer del médico de decirle a la chica de las gafas oscuras que ella si puede ver. La muchacha promete guardar el secreto.

Finalmente las mujeres sucumben.

«Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro de la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas, porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar».

«O chupas, o tu sala no verá más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola. Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar».

El jefe de los malvados muere apuñalado. Lo asesina la mujer del médico con unas tijeras que había traído, de casualidad, en su bolso. Su marido, asustado le dice que va a haber lucha, guerra. «Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar». «Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré», responde ella.

Resuenan las primeras voces alabando el papel de la asesina.

«Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros».

Un fuego intencionado en el manicomio provoca la huida. «Los locos salen».

«Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separa del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben a dónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar».

La vida fuera es desoladora. La mujer del médico decide ir a buscar comida para el grupo y lo que iba encontrando resultaba conmovedor: ciegos tropezando unos con otros, ciegos con la boca abierta y la cabeza en dirección al cielo para saciar la sed, ciegos gateando buscando sobras por el inmundo suelo, supermercados con estanterías vacías, grupos de perros callejeros que parecen hienas…  Toda la población ha quedado ciega. Los métodos gubernamentales han fracasado. Al fin consigue los víveres, después ropa. El objetivo ahora es llevar a cada uno de ellos a sus casas. Pero las casas no están en las condiciones que ellos esperan, algunos de ellos no quieren ir hasta ellas. Finalmente, van a la casa del médico.

La mujer del médico piensa que todos deben permanecer juntos. Será la única manera, cree, de sobrevivir. Los demás se sienten culpables, de alguna manera, pero ella insiste en que ella será los ojos que sus acompañantes dejaron de tener. «Dejaos guiar por mis ojos mientras duren», insiste.

Se acomodan todos en la casa del médico. Este hace una bonita reflexión delante de todos:

«Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma».

Su mujer le dice en una ocasión al médico:

«Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quién me vea».

¿Qué sucederá al final? ¿Cómo se irán sucediendo las cosas? Les invito a que abran este maravilloso libro.

«Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven».

La periodista y traductora Pilar del Río, comentó en una entrevista que Saramago sufrió escribiendo Ensayo sobre la ceguera. Al ser preguntada por el porqué, aclaró que es duro tener que reconocer que somos ciegos que viendo no vemos, que somos capaces de destruir a nuestros semejantes o dejarlos solos y abandonados a la suerte porque tenemos que salvar la vida. «Es un libro de una violencia extrema», puntualizó.

Pilar del Río, en su bello e interesante libro La intuición de una isla dedica un capítulo a esta obra. En él la escritora relata que no fue fácil la escritura del libro. «El 29 de abril de 1994, dejaba dicho en sus Cuadernos: «Me senté a trabajar en Ensayo sobre la ceguera, ensayo que no es ensayo, novela que tal vez no lo sea, una alegoría, un cuento «filosófico», si este fin de siglo necesitara tales cosas. Pasadas dos horas, entendí que debería parar: los ciegos del relato se resistían a dejarse guiar por donde a mí más me convenía».

Continúa relatando la mujer de Saramago: «El 8 de agosto de 1995, tras casi tres años de trabajo, acabó la novela. Por medio hubo pausas voluntarias y otras en las que simplemente sentía que el camino que llevaba no era el indicado. Por fin lo encontró, supo que era ese cuando un personaje se impuso con la fuerza de la naturalidad. «Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega», dijo la mujer del médico, subiéndose a la ambulancia que se iba a llevar a su marido. Esa frase, no pensada antes de escribirla en papel, le dio la clave, fue la epifanía que buscaba para escribir el Ensayo sobre la ceguera que los lectores conocen. José Saramago recibió la frase con emoción. Un personaje conservaría la vista por haber sido capaz de compasión. Entonces el libro adquirió forma y ritmo y fue siendo, día a día, el relato de ciegos que bien podría ser un fresco sobre la humanidad contemporánea».

«Escribió el autor el 7 de octubre en sus Cuadernos: «En mi novela Ensayo sobre la ceguera intenté, recurriendo a la alegoría, decirle al lector que la vida que vivimos no se rige por la racionalidad, que estamos usando la razón contra la razón, contra la propia vida. Intenté decir que la razón no debe separarse nunca del respeto, que la solidaridad no debe ser la excepción sino la regla. Intenté decir que nuestra razón se está comportando como una razón ciega que no sabe dónde va ni quiere saberlo. Intenté decir que todavía nos falta mucho camino para llegar a ser auténticamente humanos y que no creo que sea buena la dirección que llevamos», añade la periodista en el capítulo.

Pilar relata que esta obra es para muchos lectores «el diagnóstico de un mal que puede curarse». Es el libro más traducido de Saramago. «El epígrafe del libro da un respiro y propone: «Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara», puntualiza.

Cuenta la traductora y presidenta de la Fundación José Saramago que hubo momentos en la escritura de este libro en que el escritor se rompió. «Luché, luché mucho, solo yo sé cuánto, contra las dudas, las perplejidades, los equívocos que continuamente se me cruzaban en la historia y me paralizaban. Y como si esto no fuera suficiente, me desesperaba el propio horror de lo que iba narrando», escribió el autor en los Cuadernos de Lanzarote.

Del Río revela que los episodios de crueldad absoluta, como la violación colectiva que sufrieron las mujeres ciegas por parte de los ciegos que se hacen con el poder, el escritor «no quiso leerlos nunca más».

La intuición de la isla, editado por Itineraria, es un libro fascinante, lleno de recuerdos, anécdotas y fotografías, que les recomiendo leer. Si conocen la obra de Saramago les rellenará y aclarará dudas. Les revelará preciosos secretos. Si aún no conocen las novelas de este excelente autor, será una puerta, la mejor, para sumergirse en el placer de su escritura.