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27Dic/11

LA RELIQUIA VIVIENTE DE IVÁN TURGUENIEV O LOS APUNTES DE UN CAZADOR

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No es la primera vez, ni será la última, que nombre a los escritores rusos. Adoro la literatura rusa. Iván Turguéniev (Oriol, Moscú 1819, Bougival, Francia, 1883) es uno de esos autores a los que hay que abrir. No por ser ruso, simplemente por ser uno de los más grandes.
Ediciones Atalanta publicó en 2007 el libro «La reliquia viviente». Está dentro de los «Apuntes de un cazador» una gran obra de la literatura clásica rusa. Escrita en 1852 marca el inicio del trabajo del escritor. Este trabajo da a conocer la vida rural rusa de aquella época y tiene mucho de social porque gracias a la publicación de esta novela, se mejoraron las condiciones de vida de los siervos de la gleba que vivían en situaciones precarias. Como se explica en el precioso prólogo de José Manuel Prieto (La Habana, 1962) los relatos están escritos «en una prosa transparente, no enturbiada por la ambición o la soberbia del narrador: una técnica depurada hasta tal punto que parece natural, y que es más clásica que romántica, moderada en su intención. Y esto, que podría parecer una elección puramente formal, responde a un movimiento más íntimo, a una intención más genuina: a Turguéniev le interesa escuchar, deja que hablen los demás.»
Además, explica como el escritor ruso, en casi todas las historias de sus «Apuntes» sigue el mismo procedimiento: «nos presenta un acontecimiento que ha comenzado antes de su llegada, y que capta en el momento en que ocurre ante él. No es el relato del buen samaritano que busca mejorar la vida de las personas con quienes se encuentra; muy al contrario, no hace nada para cambiar su curso.»
Así, con esa grandeza de prosa, nos introduce el ruso en relatos maravillosos como «El prado de Bezhin» o «Kasián, del Krasívaia Mecha». Aunque para este comentario de hoy, yo voy a quedarme con el que más me ha impactado de todo el libro, el titulado «La reliquia viviente».

Piotr Petróvich ha salido a cazar urogallos con su criado, que además es cazador. Como llueve han tenido que abandonar sus tareas, y el criado le invita a que pasen la noche en una alquería propiedad de la madre de Piotr. Allí, llegado el día se topará con una antigua criada de su madre, que está, después de haber sufrido un grave accidente, postrada en una cama. Piotr casi no la reconoce por los años que han pasado y el estado en el que se encuentra. Pero nada puede hacer, se ve envuelto por la conversación de Lukeria, la más bella criada que hubo en su casa cuando corrían, para ella, mejores tiempos.
Lukeria se divierte con los animales del bosque, con los ruidos de los pájaros, con las ocurrencias de las liebres, con los nidos de las golondrinas, sin quejarse. Ella nunca se queja.
Así la describe Piotr cuando la encuentra:

«La cabeza, completamente consumida, de un tono broncíneo, igual que las de los iconos que iluminan los viejos manuscritos; la fina nariz, como la hoja de un cuchillo: unos labios apenas visibles… Tan sólo destacaba la mancha blanca de los dientes y los ojos, y los blandos mechones de los cabellos rubios que asomaban por debajo del pañuelo y le caían sobre la frente. Junto a la barbilla, sobre el dobladillo de la colcha, se movían las diminutas manos, también de color de bronce, en las que unos dedos que parecían palillos cambiaban lentamente de posición. Me fijé más detenidamente en aquella figura: el rostro no sólo no era deforme, sino que era incluso bello, pero resultaba estremecedor, era algo fuera de lo común… Pero lo que más me espantó de ese cara fue que, según pude advertir, en aquellas mejillas metálicas no consiguió abrirse paso, a pesar de todos sus esfuerzos, una sonrisa.»

Su paciencia, su resignación y su fe son los rasgos que más le sorprenden al señor de su antigua criada. En un momento de la conversación ella se expresa así:

«-¡Algunos no tienen ni siquiera un techo! Otros son ciegos, o sordos. En cambio, yo, alabado sea Dios, veo estupendamente y lo oigo todo, todo. Si hay un topo cavando bajo tierra, lo oigo. Y puedo sentir toda clase de olores, hasta el más leve. No hace falta que nadie me diga si ha florecido el alforfón en los campos o el tilo en el jardín: yo soy la primera en darme cuenta. Basta con que el viento me traiga sus aromas. No, no debemos enojar a Dios: hay muchos otros que están peor que yo.»

Acabo con una reflexión que hace Lukeria que me parece muy acertada:

«Pero ¿sabe usted, mi querido señor, quién puede ayudar a otra persona? ¿Quién puede entrar en el alma de otro? ¡Cada uno debe ayudarse a sí mismo!»