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27Mar/11

INDUSTRIAS Y ANDANZAS DE ALFANHUÍ. FERLOSIO

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Siempre se ha comentado o escrito que Alfanhuí tiene algo de Lazarillo o de Charlot y a mí siempre me ha parecido que Alfanhuí tiene mucho de Alicia, si, de Alicia en el país de las maravillas, pero con acento español. Hay tanta magia en este libro… casi tanta como en las aventuras de Alicia, pero como digo, a lo español. “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, escrito por Rafael Sánchez Ferlosio, es un libro al que tengo muchísimo cariño y un libro que considero cumbre dentro de la literatura española. El lenguaje que emplea Ferlosio es una suerte para nuestros ojos. Ya me referí a él cuando hablé de “El Jarama”, obra de este mismo autor. Y quería dedicarle un comentario.
Hace muchos años, quizas veinticinco, en un libro de texto de lengua española de la ya olvidada EGB, un fragmento que leíamos con la profesora aquella mañana me llamó poderosamente la atención. Era un párrafo de este libro. Esa fue la primera vez que conocí a Alfanhuí. Tenía diez años o quizás menos. Siempre he recordado ese párrafo. Años más tarde descubrí el libro. Sólo me acordaba del nombre Alfanhuí, ¡cómo olvidarlo! y estoy segura de que aquel párrrafo era el siguiente.
El que explica su aventura no es Alfanhuí sino el maestro taxidermista que ha encontrado en Guadalajara.

“Un día salí para uno de mis viajes. Llevaba un palo al hombro, y en la punta del palo, un pañuelo con merienda. Iba por un camino calizo entre árboles secos donde se posaban las urracas. También había por el campo muchos hoyos y harapos y pucheros de barro quebrados, y ruedas y destrozos de carro y otro sinfín de despojos, porque todo lo que se rompía iban a tirarlo a aquella tierra. Apenas nadie iba por el camino porque era un día de mucho sol, y el sol era muy malo allí, aunque todavía no había entrado el verano.
A lo lejos vi una figura sentada en una piedra, orilla del camino. Al llegar vi que era un mendigo y me decía: “Dame tu merienda”.
Me hizo un sitio en la piedra y nos pusimos a comer. Entonces vi cómo era. Llevaba unos pantalones oscuros, hasta media pantorrila, y un chaleco pardo, del que asomaban los hombros y los brazos desnudos. Pero su carne era como la tierra del campo. Tenía su forma y su color. En lugar de pelo, le nacía una espesa mata de musgo, y tenía en la coronilla un nido de alondra con dos pollos. La madre revoloteaba en torno de su cabeza. En la cara le nacía una barba de hierba diminuta cuajada de margaritas, pequeñas como cabezas de alfiler. El dorso de sus manos también estaba florido. Sus pies eran praderas y le nacían madreselvas enanas, que trepaban por sus piernas, como por fuertes árboles. Colgada del hombro llevaba una extraña flauta.
Era un mendigo robusto y alegre, y me contó que le germinaban las carnes de tanto andar por los caminos, de tanto caerle el sol y la lluvia y de no tener nunca casa. Me dijo que en el invierno le nacían musgos por todo el cuerpo y otras plantas de mucho abrigo, como en la cabeza, pero que cuando venía la primavera se le secaban aquel musgo y aquellas plantas y se le caían, para que nacieran la hierba y las margaritas.”

Desconozco como son ahora los libros de textos de los niños en España. Desconozco si, al igual que entonces, se daba tanta prioridad a la lectura, al lenguaje, y también desconozco si yo era una privilegiada y en otros colegios no sucedía, pero si me siento muy afortunada de que aquel colegio donde hice el EGB, Franciscanas de Montpellier de Trapagaran, Vizcaya, se preocupara tanto por darnos a conocer la literatura de nuestro país, por que los niños aprendieran correctamente a leer, por darnos a conocer autores que despertaban nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Recuerdo tardes enteras de lectura frente a poemas de Machado, de Juan Ramón Jiménez,… Me encantaría que eso ocurriese aún en los colegios porque la lectura es fundamental para abordar otras asignaturas tan fascinantes como la física, la química o las matemáticas. Si no llegamos a comprender un texto, por ejemplo, de un problema matemático, nunca, entonces, podremos resolverlo.

Volviendo a este libro maravilloso que todo el mundo, desde niño, debería empezar a leer, me gustaría recalcar su magia. La obra está llena de personajes y objetos fascinantes: sillas de madera que tienen raíces y dan cerezas, un gallo de veleta con vida, una marioneta que todo lo sabe, un gigante bondadoso, un mendigo mágico, unos ladrones de trigo que viven en un pajar, una abuela que incuba pollos, agua de luces, pájaros con simetría vegetal,… Todo cabe dentro de esta obra fascinante. Cuando uno lee un libro de estas características no puede dejar de pensar, como un hombre puede albergar tanta fantasía en su cabeza y relatarla con tal maestría y dulzura.

El libro comienza así:

“El gallo de veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbtresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos. Los más grandes puso arriba y cuandto más chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado le glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama “amarillor”, pues tienen una vergüenza amarilla y fría.”

Cuando un día Alfanhuí, ya en la tercera parte del libro, se encuentra con el gigante, llamado Heraclio, este le cuenta lo siguiente:

“Heraclio tenía un tesoro que le habían dejado sus padres; eran dos grandes colmillos de marfil y dos bolas de marfil del tamaño de sandías. “Nadie sabía lo que aquello significaba. Pero era un verdadero tesoro, porque no se podía vender. La gente cree que es tesoro todo lo que vale mucho, pero el verdadero tesoro es lo que no se puede vender. Tesoro es lo que vale tanto que no vale nada. Sí, él podía vender su tesoro a peso de marfil, pero el tesoro se perdería, vendería tan sólo marfil. El verdadero tesoro vale más que la vida, porque se muere sin venderlo. No sirve para salvar la vida. El tesoro vale mucho y no vale nada. En eso está el tesoro; en que no se puede vender.”

Es imposible introducir en este comentario, que debe ser breve, para no aburrir, todos los fragmentos mágicos de este libro, por eso sólo me queda una cosa que decir, si lo leen nunca lo olvidarán. Yo, hace veinticinco años que lo leí y nunca lo he podido olvidar. Ese es el tesoro, los recuerdos que uno tiene, los que no se pueden comprar ni vender. Ese es el verdadero tesoro de cada uno.
Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) terminó de escribir este libro en 1950. Lo publicó en 1952. Era su primer libro. En 1956 obtuvo el Premio Nadal y posteriormente el Premio Nacional de la Crítica con “El Jarama”. Este libro lleno de colores y sensaciones titulado “Industrias y andanzas de Alfanhuí” está publicado en Ediciones Destino.

“El maestro miró al niño de arriba abajo con unos ojos muy serios y dijo:
-¿Tú? Tú tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí porque éste es el nombre con que los alcaravanes se gritan unos a los otros. ¿Sabes de colores?
-Sí.”

© 2011 Araceli Cobos