FRANCISCO DE QUEVEDO. ÉRASE UN HOMBRE A UNA NARIZ PEGADO
Las cosas que leemos en la infancia, incluso me atrevería a decir que mucho más que en la adolescencia, se quedan con nosotros para siempre. Ya he señalado en este blog, algunas de mis lecturas infantiles, y hoy vuelvo a hacerlo. ¿Por qué? Porque creo que si a un niño se le da buena literatura desde niño, de mayor la busca. Poemas como «Las moscas» de Antonio Machado», o «El lobito bueno» de José Agustín Goitysolo, o lecturas como las de «Alfanhuí», de Rafael Sánchez Ferlosio, o «Platero y yo» de Juan Ramón Jiménez, «El cartero del rey» de Tagore, o el «Romance de las tres cautivas», el «Romance de Abenámar»… que eran lecturas casi obligadas en mis años infantiles, han hecho que de mayor siga leyendo a estos autores. He ido creciendo con ellos y ellos me han dado la literatura que en cada momento necesitaba. Fomentemos la literatura desde niños en nuestras familias, pero la buena literatura, porque hay una tendencia a creer que el niño es tonto y necesita siempre de bobadas para divertirse. Ese es un grave error, en mi opinión. Si a mí de niña me gustaron todas estas cosas, ¿por qué no a las nuevas generaciones? ¿Qué estúpida idea es esa de que los tiempos han cambiado y ahora se demandan otras cosas? Claro que se demandan otras cosas pero entre lo nuevo siempre hay un hueco o debería haber un hueco para cosas tan bellas como los poemas, los romances o las novelas que antes he citado.
La lectura que les llegue a los niños, la buena lectura, hará de ellos a adultos más reflexivos, más tolerantes, más cultos y de eso no se beneficia sólo la persona que consume eso sino todos los de su alrededor, algo que me parece precioso.
Aquí les dejo otro de esos poemas que me encantaban de pequeña, sin entender muy bien la razón, pero de eso se trata. Les aseguro que muchas veces Francisco de Quevedo (Madrid 1580, 1645) me acompaña aún, y ya no soy ninguna niña.
ÉRASE UN HOMBRE A UNA NARIZ PEGADO
SONETO
«Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una alquitara medio viva,
érase un peje espada mal barbado;
era un reloj de sol mal encarado.
érase un elefante boca arriba,
érase una nariz sayón y escriba,
un Ovidio Nasón mal narigado.
Érase el espolón de una galera,
érase una pirámide de Egito,
los doce tribus de narices era;
érase un naricísimo infinito,
frisón archinariz, caratulera,
sabañón garrafal, morado y frito.»
Francisco de Quevedo tuvo una vida apasionante. Su personalidad era insolente y beligerante. Culto y profundo conocedor del castellano, manejo sus obras a su antojo dotando a todos sus trabajos de gran personalidad. Cultivó todo tipo de géneros, desde la picaresca (Vida del Buscón), que a mi personalmente me fascina, hasta los escritos políticos, ascéticos o filosóficos, también poesía burlesca, satírica, amorosa, erótica, moral,…
Junto al lado de poemas en los que se burla sin malicia de los prototipos y costumbres de la sociedad de su época, la obra poética de Quevedo tiene otro aspecto, menos amable, que se ve claramente en los poemas que intercambió con Góngora, como el que he escrito aquí, y que llevaron a una enemistad acérrima entre los dos autores. Este enfrentamiento viene de las dos tendencias del barroco donde se sitúan estos dos escritores, el «culteranismo» escuela que fundó Góngora, y el «conceptismo», nombre con el que se conocerá años después al estilo tan particular de Quevedo, entre otros escritores, claro está.
Como anécdotas de el gran Quevedo, contaré que se pasó la vida haciendo trabajos, digamos, oscuros, para algunas de las personas más importantes de la Corte, como el duque de Osuna o el conde-duque de Olivares. Parece que el madrileño tenía pocos escrúpulos y era capaz de sobornar a los poderosos para conseguir un cargo para su señor, de conspirar para provocar su caída, y según se cuenta, de matar a un hombre en defensa de una mujer.
Era un misógino, eso sí, calificó a la mujer de un adefesio fraudulento ante el cual el hombre no puede sentirse sino desilusionado, pero vamos a perdonárselo porque seguro que era un resentido que se enamoró alguna vez y no fue correspondido, quien sabe.
También estaba convencido de que de la idea platónica según la cual la existencia no es nada más que un conjunto de engaños, y que la vida es una decadencia continua hasta la aniquilación.