ÉRASE UN HOMBRE, ÉRASE UNA MUJER. SANDRA CISNEROS

«Cómo será que , cuando un hombre y una mujer se aman, a veces ese amor se agria. Pero el amor de un padre por un hijo, el de un hijo por sus padres, es otra cosa muy distinta.»

Esta es la historia de Cleófilas. Pero puede ser la historia de muchas mujeres que luchan cada día por su libertad, en silencio, sufriendo, angustiadas porque nadie las escucha, con miedo a denunciar una situación denigrante, de malos tratos. Ocultando a sus hijos la dura historia, regalándoles las mejores de las sonrisas para evitarles cualquier dolor. A ellas va dedicada esta historia, este cuento que tiene mucho de verdad y que escribió mi admirada autora Sandra Cisneros (Chicago, Illinois, 1954), y que se recoge en su libro «Érase un hombre, érase una mujer». Gritad, recuperad vuestra libertad, siempre hay algo mejor esperando. 

El cuento se titula «La Gritona». Abridlo, por favor, leed la historia de Cleófilas y Juan Pedro. Aquí les dejo algunos fragmentos.

«La primera vez la pilló tan de sorpresa que no lloró ni intentó defenderse. Siempre había dicho que si un hombre, cualquier hombre, le pegaba, le devolvería los golpes. Pero cuando llegó el momento y él del dio una bofetada y luego otra y otra hasta que el labio se le partió y derramó una orquídea de sangre, no se defendió, no se echó a llorar; no corrió como había imaginado que haría cuando veía este tipo de cosas en las telenovelas.

En casa de sus padres nunca habían alzado la mano uno contra otro o contra ninguno de los hijos. (…) Sin embargo, cuando ocurrió por primera vez, cuando apenas si eran marido y mujer, se llevó tal sorpresa que se quedó sin palabras, sin fuerza, paralizada. No hizo otras cosa que tocarse el punto de la boca que le ardía y mirar luego la sangre en su mano como si ni siquiera entonces lo entendiese.

No se le ocurrió qué decir, no dijo nada. Sólo acarició los rizos negros del hombre que lloraba y seguiría llorando como un niño, lágrimas de vergüenza y arrepentimiento, aquella vez y todas las demás.»

El marido de Cleófilas bebe mientras ella espera a que acabe. Algo que ve normal. «… de todo eso Cleófilas deduce que cada cual pasa las noches intentando encontrar la verdad en el fondo de la botella, como si fuera un doblón de oro en el fondo del mar.

Cada uno quiere decir a los demás lo que se diría a sí mismo. Pero eso que les rebota contra el techo del cerebro como un globo de aire caliente nunca encuentra el camino de salida. »

La situación de esta mujer es negar la evidencia.

«Por las mañanas, a veces, antes de que él abra los ojos. O después de hacer el amor. O quizás sencillamente cuando él está al otro lado de la mesa metiéndose porciones de comida en la boca y masticando. Cleófilas piensa: Éste es el hombre al que he esperado toda mi vida.

No se trata de que no sea un buen hombre. Ella tiene que recordarse a sí misma por qué le ama mientras cambia los pañales del bebé, o mientras friega el suelo del cuarto de baño, o intenta hacer las cortinas para las entradas que no tienen puertas, o blanquea la colada. O duda un poco cuando él pega un puntapié a la nevera y dice que odia esta casa de mierda y que se va adonde no le molesten los chillidos del bebé y las preguntas recelosas de ella y su insistencia en que arregle esto y aquello y lo otro porque si ella tuviera algo en el cerebro se daría cuanta de que él se ha levantado antes que el gallo para ganar lo suficiente con que poder pagar la comida que a ella le llena el estómago y el techo que la cubre, y que al día siguiente tendrá que volver a madrugar, así que por qué no me dejas en paz, mujer.

Ella le describe así:

«No es muy alto, no, y no se parece a los hombres de las telenovelas. Todavía tiene la cara marcada por el acné. Y ha echado un poco de barriga por culpa de toda la cerveza que bebe. Bueno, siempre ha sido grueso. Este hombre que suelta pedos y eructos y que ronca tanto como ríe y la besa  y la abraza. Este marido de quien cada mañana encuentra en la pileta los pelos de la barba, cuyos zapatos tiene que ventilar cada noche en el porche, este marido que se corta las uñas en público, que ríe ruidosamente, que maldice como un hombre y que exige que le cambien el plato en las comidas como se hacía en casa de su madre en cuanto llega a casa, no importa si a tiempo o tarde, y a quien traen sin cuidado la música y las telenovelas y el sentimiento y las rosas y la luna que flota nacarada sobre el arroyo o a través de las ventana de la habitación, para el caso es lo mismo, cierra las persianas y vuelve a dormir, este hombre, este padre, este rival, este guardián, este señor, este maestro, este marido hasta los siglos de los siglos.»

También aparece en Cleófilas la vergüenza al qué dirán.

«A veces ella piensa en la casa de su padre. Pero, ¿cómo va a volver? Qué desgracia. ¿Qué dirán los vecinos? Volver así a casa, con un chiquillo en brazos y otro en camino. ¿Dónde está su esposo?»

Si a muchas le pasa…. piensa Cleófilas…, a lo mejor estoy exagerando…, cree Cleófilas.

«Maximiliano, de quien se decía que había matado a su mujer en una riña tabernaria cuando se le acercó con una escoba. Tuve que disparar, dijo, ella iba armada. Las risas por la ventana de la cocina. La de su marido, la de sus amigos, Manolo, Beto, Efraín, el Perico, Maximiliano.

¿Estaría Cleófilas exagerando, como decía siempre su marido? Parecía que en los periódicos salían muchas historias del mismo género. Aquella mujer a la que habían encontrado en el arcén de la autopista. Aquella otra a la que habían arrojado de un coche en marcha. El cadáver de aquélla, la otra inconsciente, la otra amoratada a copia de golpes. Su ex marido, su marido, su amante, su padre, su hermano, su tío, su amigo, su compañero de trabajo. Siempre. Las mismas noticias repugnantes en las páginas de los diarios. Hundió su vaso en el agua jabonosa, lo aguantó un rato y sintió un escalofrío.»

Cleófilas se resigna a su destino.

«Cleófilas pensaba que su vida tendría que ser así, como una telenovela, sólo que ahora los capítulos eran cada vez más tristes. Y no había pausas comerciales para poder relajarse y sonreír. Y no se preveía ningún final feliz. Eso pensaba mientras permanecía sentada con el crío junto al arroyo detrás de la casa. ¿Cleófilas de…? Pero tendría que cambiarse el nombre por Topazio, o Yesenia, Cristal, Adriana, Stefanía, Andrea, lago más poético que Cleófilas. Todas las cosas les pasaban a las mujeres con nombres como joyas. ¿Y qué les pasaba a las Cleófilas? Nada. Sólo un golpe en la cara.

Cleófilas promete optar por el silencio.

«No, no lo mencionará. Lo promete. Si el médico pregunta, puede decir que se cayó por la escalera de la entrada o que resbaló cuando estaba en el patio, que se cayó ahí detrás, eso puede decirle.»

Pero aparece un ángel vestido de enfermera. Se ha dado cuenta de la situación de Cleófilas cunado ésta ha ido a hacerse una ecografía y está dispuesta a ayudarla. Ha visto sus cardenales por todas partes, ha visto sus lágrimas, ha visto que está sola y su familia en México, demasiado lejos.  Ha visto que ni siquiera habla inglés, que no la dejan llamar a su casa, ni escribir, ni nada. La dejarán en San Antonio para que escape porque si no la ayuda ella y otra enfermera a la que le cuenta el problema, ¿quién la ayudará? Tiene que tomar el autobús antes de que su marido vuelva del trabajo a casa.

«Tuvo que pensar en eso, sí, hasta que apareció la mujer de la furgoneta. Entonces ya no hubo nada en qué pensar, salvo en la propia furgoneta que se dirigía a San Antonio. Echa las bolsas atrás y sube.»

Final feliz. Ella y su hijo y el que viene en camino se salvan. A pesar de todo y gracias a otra mujer que la escucha y la ayuda.

Ahora les escribiré el escalofriante primer párrafo, el inicio del cuento.

«El día en que don Serafín dio permiso a Juan Pedro Martínez Sánchez para que se llevara a Cleófilas Enriqueta DeLeón Hernández como novia, saliendo por el umbral de la casa de su padre, a lo largo de varios kilómetros de camino de tierra y otros tantos de carretera pavimentada, cruzada la frontera y aún más allá, hasta un pueblo del otro lado, ya adivinaba la mañana en que su hija alzaría la mano para cubrirse los ojos, miraría al sur y soñaría con volver a las inacabables tareas domésticas, a los seis hermanos que no servían para nada y a las quejas de un hombre viejo.

Al fin y al cabo, en mitad de la algarabía de la despedida, él había dicho: Soy tu padre, nunca te abandonaré. Dijo eso, ¿no?, mientras la abrazaba y luego la dejaba partir. Pero en aquel momento Cleófilas estaba distraída buscando a Chela, su dama de honor, para cumplir con el ritual de traspasarle el ramo de novia. No recordaría las palabras de despedida de su padre hasta más tarde. Soy tu padre, nunca te abandonaré.»

Otros de los relatos que más me han gustado del libro han sido «Mi amiga Lucy, que huele a maíz» y «Barbie-coa», ambos hablan sobre la amistad verdadera, la sencilla, donde se comparten las pequeñas cosas que unen de verdad, los juegos de infancia con una Barbie, con muñecas de papel, volteretas, compartiendo chocolates, compartiendo pirulís de caramelo o simplemente haciéndose cosquillas o jugando a las canicas. Casi, casi hasta llegar a ser como hermanas.

«Yo daré volteretas por encima de la barandilla del porche aunque se me vean las bragas. Y recortaremos muñecas de papel dibujadas por nosotras mismas y les pintaremos la ropa con lápices, y yo te rodearé el cuello con el brazo. Y cuando nos miremos, con los brazos pegajosos por el pirulí de naranja que habremos compartido…, podríamos ser hermanas, ¿verdad? Podríamos serlo, tú y yo esperando a que se nos caigan los dientes y venga el dinero. Tú haciéndome cosquillas y riéndote de lago con la boca pegada a mi oreja, y yo soltando un Ja Ja Ja Ja. Ella y yo. Mi amiga Lucy, que huele a maíz.»

«Once», sobre la historia de un cumpleaños es muy tierno también.

«Lo que no entienden de los cumpleaños, y lo que nunca te dice nadie, es que cuando cumples once también tienes diez, y nueve y ocho y siete y seis y cinco y cuatro y tres y dos y uno. Y cuando te despiertas el día en que cumples onces años, esperas sentirte como si tuvieras once, pero resulta que no. Abres los ojos y todo es como ayer, sólo que es hoy. Y no te sientes de onces años para nada. Te parece como si todavía tuvieras diez. Y los tienes, por debajo de ese año que te hace tener once.

Por ejemplo, algún día puedes decir una estupidez y ésa es la parte de ti que todavía tiene diez años. O quizás necesites sentarte a veces en el regazo de tu madre porque tienes mido, y ésa es la parte de ti que tiene cinco.

Y acaso algún día, cuando seas mayor, necesites llorar como si tuvieras tres años, y no pasa nada. Eso le digo a mamá cuando está triste y necesita llorar. A lo mejor se siente como si tuviera tres años.»

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