EL ANDÉN DE NIEVE (FRÍO DE VIVIR). CARLOS CASTÁN

Hacía mucho tiempo que no leía un relato tan bello como el que hoy les quiero presentar. Se titula El anden de nieve, de Carlos Castán (Barcelona, 1960), autor, hasta que leí esta maravilla de relato, desconocido para mi, pero que, desde ahora, quiero seguir conociendo. Su narración es de una elegancia inusual y de una gran inteligencia.

¿Cómo puede caber tanta belleza en un relato tan breve? Castán nos monta en los trenes, medio de transporte que evoca, no sé la razón, o al menos a mi me transporta, a tiempos pasados de películas antiguas y bonitas.

El relato comienza así:

«En un tren de madera siempre puedes encontrarte con un soldado alemán. Y puedes tener que saltar sobre la nieve si has olvidado tu pasaporte. Entonces te hallarías en medio de una Europa en guerra, con el tobillo torcido perdido en un bosque de niebla. Por eso ahora no los hacen así. No sería cómodo para los viajeros.»

Me parece precioso este inicio. Evocador.

Continúa así:

«(…) después de tantos años, es poco probable, a decir verdad, sufrir a bordo de un tren de nuestros días un ataque comanche o vivir una aventura con los correos del zar. (…) Hoy los perseguidores de prodigios recorren miles de kilómetros a la búsqueda de uno de ellos. Van y vienen incansables de una ciudad a otra con maletas semivacías y periódicos viejos doblados bajo el brazo. Algunos llevan sombreros de viajero, todos han perdido la esperanza varias veces bajo la lluvia de los andenes, que es la más cruel y la más fría que existe, porque el portento esquiva a los avisados y repetidores arrepentidos que, en su día, víctimas de su propio pánico ante el pasmo, dejaron huir la ocasión como locomotora que se adentra en la noche. Agotados, volverán a subir una y mil veces la escalinata del vagón, se dejarán caer pesadamente sobre su asiento y desplegarán sin mirarlo su diario a la vez que apoyan la cabeza en la ventanilla esperando el silbato que enciende a duras penas el desgastado ánimo.»

No me topé con este relato en el libro Frío de vivir, novela del autor que inicia su obra con «El andén de nieve», sino en un volumen de Quinteto titulado Viajeros donde, como se señala en la portada, se recogen los mejores relatos de viajes de varios escritores como por ejemplo, John Updike, Jose Luis Corral, Jack Kerouac o el propio Castán. Es un libro que merece la pena leer. Tiene relatos maravillosos pero éste, con el que justamente abre el volumen, me pareció el más hermoso.

El relato de Castán nos presenta al señor Segriá, obeso viajante catalán, que «vivió sobre los raíles la historia de amor que calles y hoteles, bares y jardines le habían negado». Segriá conoce a una mujer fascinante, que le es tan familiar como la Primera Sinfonía de Schumann. La ama «durante kilómetros y kilómetros». «El obeso viajante catalán hubiera querido buscarle un sitio en tierra firme, ponerle un piso o llevarla al cine, poder caminar juntos por la calle, aunque sólo fuera eso, entrar a los cafés, ver alguna película, ya se sabe, enseñarla a los amigos. Ella siempre se negó. Con una sonrisa le anunciaba su próximo viaje. Si él insistía se estropeaba todo, la mujer se ponía triste y sólo quería dormir o leer sus revistas. Cuando el asunto se daba por zanjado volvía a ser la de antes.»

Segriá podría haber seguido siendo feliz, pero un día se le ocurrirá seguirla, después de despedirse de ella, como de costumbre, en el andén. ¿Qué sucedió? No les puedo contar nada más, pero Castán nos aclara una cosa: » (…) he ido comprobando que muchos de los pasajeros de los trenes desaparecen apenas abandonan la estación, cosa que puede verificar cualquiera. Basta con seguirlos cuando se apean del vagón, conocen las calles aledañas más discretas, al margen de sus trenes, ¿conocen algo más?, y hacia allí se dirigen en precario equilibrio, nerviosos y rápidos, con gestos de ratón. Llegado el instante oportuno se esfuman. (…) Volverán a tomar forma al día siguiente en los servicios de ese mismo tren o de otro diferente. Por eso, si es que se han fijado, apenas la máquina inicia su marcha, siempre sale alguien de algún lavabo que segundos antes estaba vacío. (…) No sé de dónde surgen ni en qué pensamiento se dibuja su rostro por primera vez, si toman su aspecto de muertos de otros siglos (…) Pero sé que no nacen ni acuden a los colegios, que su lenguaje es postizo y su soledad fingida porque desconocen el drama de la vida y su memoria es difusa y cambiante como las sombras en las que se escabullen. Están hechos de carne, pero no les aguarda la sepultura alguna; ríen, pero su dicha carece de sentido porque lo ignoran todo del dolor, nadie nunca les hizo llorar ni los libró al olvido. No estoy loco. No seré yo quien niegue que en un vagón cualquiera hay mayoría de gente como usted y como yo, personas que se dirigen de una ciudad a otra para cambiar de aires, asistir a funerales, retener amores o atender a la usura de sus negocios. Es cierto. Pero los seres de quienes hablo abundan más de lo que parece y lo que parece ya es bastante si se les sabe ver, si nuestra mirada no se nos ha podrido por su cuenta entre los ojos.»

Pero aún Castán tiene un personaje más para hacernos cuestionarnos la vida. Uno monta en los trenes para soñar, para viajar o para ambas cosas. El tren es la metáfora de la huida, ¿a dónde nos lleva un tren?.¿Hasta que estación queremos llegar? El sueño puede durar lo que dura el viaje, el viaje puede ser el sueño o ese sueño el deseo inalcanzable. Y si no que se lo pregunten a un hombre, a otro personaje, Macario, apodado el ferroviario. Un viaje en tren le hará tomar una de las decisiones más importantes de su vida. ¿Por qué? Porque a través de las ventanillas a veces ve que se acerca a Chamartín, lugar de destino y observa los polígonos industriales tan característicos de la ruta, y otras tantas veces, al otro lado de la ventanilla, observa densas arboledas, cordilleras lejanas, caminos en la nieve que terminan en casa humeantes. En sus sueños Macario, ante el frenazo imprevisto del tren, ve, sobre el andén totalmente nevado lo que parece ser la estación de una pequeña aldea y allí una mujer vestida de negro que sonríe, le llama por su nombre y aguarda a que baje. «Su rostro era de una vertiginosa belleza. Supo que la conocía desde siempre porque era desde siempre la mujer de sus sueños.»

Si mira al otro lado de la ventanilla, mientras el tren sigue su camino, ve a su mujer, a sus hijos, que ya le han localizado y golpean impacientes con los nudillos en el cristal. «Unos metros más atrás su mujer les gritaba algo, probablemente que dejaran de encaramarse al vagón. En su cara se veía que estaba harta de aguantar a los niños, de sus varices y del retraso del tren.»

¿Qué hacer, envolverse en el sueño del viaje en tren y continuar la vida cogiendo uno y después otro para que el dulce sueño nunca termine o bajar en Chamartín y enfrentarse a la dura realidad de un andén donde te espera tu familia, la rutina? La realidad frente al sueño. ¿Quién vencerá? Abran el libro para averiguarlo, les encantará.

El autor les advierte:

«Y ustedes no fantaseen. Sé perfectamente por qué lado habrían bajado del tren. No es mi caso. Mis escasas posibilidades se reducen a que el ferrocarril ignore que conozco cuanto les he contado. Así que a callar. No les costará un gran trabajo guardar silencio ya que en ningún momento me han creído. Bastante difícil lo tengo y lo sé, no albergo demasiadas esperanzas. Entretanto, viajo a menudo en tren: hablo con los viajeros cuando estoy harto de escuchar a los humanos.»

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