30Oct/17

WISLAWA SZYMBORSKA. FIN Y PRINCIPIO

«Una vez encontró en los arbustos una jaula de palomas.

Se la llevó

y para eso la tiene,

para que siga vacía.»

 

En el último post hablaba del gran poeta Adam Zagajewski, y fue él, y más concretamente su discurso, el que me recordó que hacía mucho tiempo que no leía a mi gran admirada escritora Wislawa Szymborska (Polonia, Kórnik 1923, Cracovia 2012) y que, cómo no, merecía un lugar en mi blog, por única, exquisita e insuperable. De ellas son los versos que encabezan este comentario, más concretamente un fragmento del poema «Alguien a quien observo desde hace tiempo».

De la premio Nobel (1996), a la que conoció, Zagajewski comentó que fue una persona profundamente honesta. «En la segunda mitad de los años 50 escribía poemas en la desesperación que le había provocado haber traicionado la verdad de la poesía y haberse aliado con un sombrío sistema político cuando era joven.»

Obtuvo el Nobel por «una poesía que con precisión irónica logra que pasajes de la realidad humana salgan a la luz en su contexto histórico o ideológico.»

Dejando políticas e ideología a un lado, la única verdad es que si abren alguna obra de esta autora verán como los detalles cotidianos, los más simples se convierten en un hermoso carruaje, al modo del cuento de Cenicienta. ¡Qué belleza de lo simple, de lo triste, de lo de siempre! . Ella es, sin ninguna duda, una de las poetas más importantes del siglo XX. Crea versos en apariencia sencillos e incluso coloquiales pero hay en ellos una red compleja de vida, de ideas, de sentimientos.

La escritora contó en alguna ocasión que comenzó escribiendo relatos cortos para ella misma y que éstos se fueron haciendo cada vez más cortos hasta convertirse en poemas.

Y los convirtió, como el hada madrina de Cenicienta, en obras de arte como estos que a continuación, por ser algunos de mis preferidos, les presento. Los dos primeros los pueden encontrar en la obra «Fin y principio» (1993). Les van a impresionar, seguro.

«Amor a primera vista»

Ambos están convencidos de que los ha unido un sentimiento

repentino.

Es hermosa esa seguridad,

pero la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían

no había sucedido nada entre ellos.

Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos

en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles

si no recuerdan

quizá un encuentro frente a frente

alguna vez en una puerta giratoria,

a algún «lo siento»

o el sonido de «se ha equivocado» en el teléfono,

pero conozco su respuesta.

No recuerdan.

Se sorprenderían

de saber que ya hace mucho tiempo

que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada

para convertirse en su destino,

que los acercaba y alejaba,

que se interponía en su camino

y que conteniendo la risa

se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,

pero qué hacer si no eran comprensibles.

(…)

Hubo algo perdido y encontrado.

Quién sabe si alguna pelota

en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres

en los que un tacto

se sobrepuso a otro tacto.

Maletas, una junto a otra, en una consigna.

Quizá una cierta noche el mismo sueño

desaparecido inmediatamente después de despertar.

Todo principio

no es más que una continuación,

y el libro de los acontecimientos

se encuentra siempre abierto a la mitad.»

«Posibilidades»

Prefiero el cine.

Prefiero los gatos.

Prefiero los robles a orillas del Warta.

Prefiero Dickens a Dostoievski.

Prefiero que me guste la gente

a amar a la humanidad.

(…)

Prefiero lo ridículo de escribir poemas

a lo ridículo de no escribirlos.

Prefiero en el amor los aniversarios no exactos

que se celebran todos los días.

Prefiero a los moralistas

que no me prometen nada.

Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.

Prefiero a la tierra vestida de civil.

Prefiero los países conquistados que conquistadores.

(…)

Prefiero a los perros con la cola sin cortar.

Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.

(…)

Prefiero el cero solo

al que hace cola en una cifra.

Prefiero el tiempo insectil al estelar.

Prefiero tocar madera.

Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.

Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad

de que el ser tiene su razón.

 

Los poemas que les sugiero leer a continuación son otro tipo de poemas pero igualmente bellos. «Un gato en un piso vacío» es estremecedor, y fue escrito tras la pérdida del ser amado. «La habitación del suicida», insuperable y duro. «Despedida de un paisaje», enternecedor.

«Un gato en un piso vacío»

«Morir, eso no se le hace a un gato.

Porque qué puede hacer un gato

en un piso vacío.

Trepar por las paredes.

Restregarse entre los muebles.

Parece que nada ha cambiado

y, sin embargo, ha cambiado.

Que nada se ha movido,

pero está descolocado.

Y por la noche la lámpara ya no se enciende.

Se oyen pasos en la escalera,

pero no son ésos.

La mano que pone el pescado en el plato

tampoco es aquella que lo ponía.

Hay algo aquí que no empieza

a la hora de siempre.

Hay algo que no ocurre

como debería.

(…)

Se ha buscado en todos los armarios.

Se ha recorrido la estantería.

Se ha husmeado debajo de la alfombra y se ha mirado

Incluso se ha roto la prohibición

y se han desparramado los papeles.

Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

Irá hacia él

como si no quisiera,

despacito,

con las patas muy ofendidas.

Y nada de saltos ni maullidos al principio.»

 

«La habitación del suicida»

«Seguramente crees que la habitación estaba vacía.

Pues no. Había tres sillas firmes.

Una lámpara buena contra la oscuridad.

Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos.

Un buda despreocupado. Un cristo pensativo.

Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda.

¿Crees que no estaban en ella nuestras direcciones?

(…)

No parecía que de esta habitación no hubiera salida,

al menos por la puerta,

o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.

Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.

Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.

Seguramente crees que cuando menos la carta algo aclaraba.

Y si yo te dijera que no había ninguna carta.

Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos

en un sobre vacío apoyado en un vaso.»

 

«Despedida de un paisaje»

«No le reprocho a la primavera

que llegue de nuevo.

No me quejo de que cumpla

como todos los años

con sus obligaciones.

Comprendo que mi tristeza

no frenará la hierba.

Si los tallos vacilan

será sólo por el viento.

(…)

Me doy por enterada

de que, como si vivieras,

la orilla de cierto lago

es tan bella como era.

No le guardo rencor

a la vista por la vista

de una había deslumbrante.

Puedo incluso imaginarme

que otros, no nosotros,

estén sentados ahora mismo

sobre el abedul derribado.

Respeto su derecho

a reír, a susurrar

y a quedarse felices en silencio.

Supongo incluso

que los une el amor

y que él la abraza a ella

con brazos llenos de vida.

Algo nuevo, como un trino,

comienza a gorgotear entre los juncos.

Sinceramente les deseo

que lo escuchen.

No exijo ningún cambio

de las olas a la orilla,

ligeras o perezosas

pero nunca obedientes.

Nada le pido

a las aguas junto al bosque,

a veces esmeralda,

a veces zafiro,

a veces negras.

Una cosa no acepto.

Volver a ese lugar.

Renuncio al privilegio de la presencia.

Te he sobrevivido suficiente

como para recordar desde lejos.»

 

 

25Oct/17

ADAM ZAGAJEWSKI. MÍSTICA PARA PRINCIPIANTES

En los últimos premios Princesa de Asturias, fue galardonado el gran poeta Adam Zagajewski (Leópolis, Ucrania, 1945). El novelista y ensayista es miembro de la Generación del 68 en su país. Sería injusto e impreciso calificar a Zagajewski solamente como un poeta político que lucha contra un régimen dictatorial porque su extensa obra y la delicadeza de ella pondrían en evidencia que sus poemas son mucho más que todo eso.

En declaraciones al periódico El Mundo señaló que, en su opinión, hay una cultura común europea. «Vengo a España y nada me parece ajeno», apuntó este amante de Antonio Machado, su poeta favorito.

Durante la ceremonia de entrega, parte de su discurso me pareció un gran poema. El gran poema que, sin ser declamado, podría haber sido colocado en versos.

Comenzó diciendo que la poesía es, de entre la artes, la menos técnica, «no surge del taller, o de la teórica, no surge de la ciencia, sino que surge de la emoción de la mente y del corazón». «Los poetas no se conocen a sí mismos, suelen vivir en la inseguridad, esperando pacientemente la hora en la que se abren las puertas de la lengua», aseguró. Según el poeta, cada generación crea su propia visión de la poesía, aunque «conserve a la vez una fidelidad hacia una formas tradicionales sin interrumpir así la continuidad de un proceso que había empezado aún antes de Homero y que perdura hasta nuestros días, pasando por Antonio Machado y Zbigniew Herbert y siguiendo adelante».

Su precioso discurso seguía avanzando, cuando percibí la poesía que, a mi parecer, había dentro y que yo trasladaría así al papel:

«La poesía no está de moda.

Las novelas policíacas,

las biografías de los tiranos,

las películas americanas

y las series de televisión británicas

están de moda.

La política está de moda.

La moda está de moda.

Las relaciones están de moda,

la sustancia no está de moda.

Los pantalones entubados,

los vestidos con estampados de flores,

las perlas en la ropa,

los jerséis rojos,

los abrigos a cuadros,

los botines plateados

y los pantalones vaqueros con apliques

están de moda.

Las bicicletas y los patinetes

están de moda.

Los maratones y los medio maratones,

la marcha nórdica están de moda.

No está de moda

detenerse en medio de un prado primaveral

ni la reflexión.

La falta de movimiento es nociva para la salud,

nos dicen los médicos.

Un momento de reflexión

es peligroso para la salud,

hay que correr,

hay que escapar de uno mismo.»

Y cuando ya creía que un discurso no podía encerrar más belleza ni más verdad, el poeta volvió a hacer poesía, que yo de nuevo, me permito la licencia de escribir así:

«Descubrimos la dualidad del mundo,

por una parte, la imaginación;

por otra, la obstinada realidad de una mañana de noviembre

cuando ya han caído las hojas de los árboles.

Durante mucho tiempo, no sabía qué era más importante,

lo que existe o lo que no existe,

la gente que va al trabajo temprano por la mañana,

los hombres soñolientos que leen

los grandes titulares de los periódicos deportivos

y siguen las derrotas

y las victorias de sus clubes favoritos de fútbol

y las mujeres que dormitan en el autobús;

o antes bien las cosas escondidas,

la música y la luna,

las ciudades que ya no existen,

los cuadros de los grandes maestros,

actuales y antiguos,

en los museos.

Y necesité muchos años

para entender

que hay que tener en consideración

ambas caras de este dualismo desigual,

puesto  que vivimos en una ambivalencia eterna,

no podemos olvidarnos del sufrimiento de la gente

y de los animales,

del mal,

que es mucho más tenaz y astuto

que los sueños que perseguimos.

No podemos olvidarnos del mal,

de la injusticia

que continuamente cambia de forma.

de las cosas que perecen,

pero tampoco de la felicidad,

de las experiencias extáticas

que los gruesos manuales

de teoría política o de sociología

no han llegado a prever.»

Hacía tiempo que no quedaba tan admirada por un discurso. Es verdad lo que se dice de Zugajewski, eso de que transforma la sencillez más absoluta en una suma de profundidades. Es verdad que esta poeta, que se formó en Cracovia, es uno de los más grandes autores de su tiempo y lo será para siempre.

Y ahora si. Ahora les invito a que abran cualquier poemario del autor, con sus poesías «de verdad». Aquí les dejo con dos de mis poesías favoritas tituladas «Escribía en la oscuridad» y «Autorretrato», que pueden encontrar en el libro «Mística para principiantes» (1997).

´»Escribía en la oscuridad»

Cuando vivía en Estocolmo, Nelly Sachs

trabajaba por las noches con una luz apagada

para no despertar a su madre enferma.

Escribía en la oscuridad.

La desesperación le dictaba palabras

tan pesadas como colas de cometa.

Escribía en la oscuridad,

en silencio, que sólo interrumpía

el reloj de la pared con sus suspiros.

Hasta las letras eran soñolientas,

sus cabezas caían en las hojas.

La oscuridad escribía

tras coger esta mujer ya no joven

como si fuese su pluma.

(…)

Cuando se dormía ella

los mirlos ya despertaban

y no hubo ninguna pausa

en la tristeza y el canto.»

 

«Autorretrato»

«Entre el ordenador, el lápiz y la máquina de escribir

se me va medio día. Un día será medio siglo.

Vivo en ciudades extrañas y hablo a veces

con extraños sobre cosas extrañas.

(…)

Leo poetas, vivos y muertos, que me enseñan

tenacidad, fe y orgullos. Trato de entender

a los grandes filósofos, pero usualmente sólo capto

rasguños de sus bellos pensamientos.

Me gusta dar largas caminatas por las calles de Paris

y ver a las criaturas, mis semejantes, aceleradas por la envidia,

la rabia, el deseo; seguirle la pista a una moneda de plata

que pasa de mano en mano mientras, despacio.

pierde su forma redonda (y el perfil del emperador se borra).

(…)

Pájaros negros dan vueltas por los campos,

esperando con paciencia de viudas españolas.

Ya no estoy joven, pero siempre hay alguien que es más viejo.

(…)

Me encanta mirar el rostro de mi esposa.

Todos los domingos llamo a mi padre.

Cada dos semanas me veo con mis amigos

para así probar mi fidelidad.

(…) »

 

17Sep/17

MARCO GIARDINELLI. LUNA CALIENTE

«Araceli resucitara o lo que fuere. Sentido común… ¿qué era eso? Sólo tenía sentido del pavor. ¿No le había pasado, antes, con muchas mujeres? Caray, con todas, si cada mujer que había conocido en su vida había significado un minuto de terror, de pánico insoluble. Quizás eso era el machismo, ese segundo de espanto que sentimos cuando enfrentamos a la mujer. El instante de terror que nos produce reconocer su sensatez, su aparente fragilidad (lo que nosotros queremos ver como fragilidad), su intrínseca posibilidad de anclaje en una estabilidad que los hombres no tenemos. Porque, quizá, lo que nos diferencia no es sólo la tenencia de un miembro unos y de vaginas otras; lo que nos diferencia es la imposibilidad de aceptar y reconocer la diferencia. He ahí lo que rechazamos en el otro sexo.»

 

«Sabía que iba a pasar, lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento.Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en al que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas. Araceli no podía tener más de trece años.

Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus estudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido lejos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tiene apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora veterano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.»

 

Del primer párrafo que abre este post al segundo distan 66 páginas exactamente. El primero, claro está, es el escrito en la página 66. Porque primero el gran escritor Mempo Giardinelli (Resistencia, Chaco, Argentina, 1947) nos presenta a Araceli, la niña que va a cambiarlo todo. Y a Ramiro ese hombre que se obsesiona con Araceli. Todo bajo una luna caliente en los límites del Chaco paraguayo. «Luna caliente» es el título de esta obra breve. Una breve obra redonda, espectacular, que mantiene al lector en una angustia hasta el final de la misma. En la que se habla del deseo y se da una definición de machismo tan perfecta que hasta este momento no había leído nunca.

El médico, el papá de Araceli, ha invitado a cenar a casa a Ramiro, ya que el papá de Ramiro y el de la niña habían sido amigos. Pero Araceli es irresistible, tanto como el calor húmedo y sofocante de esta noche. Una noche en la que ocurrirán muchas cosas, donde se perderá la razón y habrá que huir.

Les invito a abrir esta obra, un libro clásico contemporáneo de la literatura hispanoamericana. Con prosa clara y directa nos vamos sumergiendo en una trama oscura y negra. En una obsesión de sexo y sangre.

Esta obra le valió al autor el Premio Nacional de Novela de México en 1983.

02Jul/17

SIETE CUENTOS JAPONESES. JUNICHIRO TANIZAKI

Entre los magníficos títulos editados por la editorial Atalanta este año, «Siete cuentos japoneses» de Junichiro Tanizaki (Tokio, 1886- Yugawara 1965) y, hasta ahora, ha sido uno de mis preferidos. Les invito a abrirlo porque tendrán un verano mágico si se pasean por cualquiera de estos siete relatos que podrán encontrar en la colección Ars Brevis de la editorial.

En esta selección de cuentos «elegidos entre una vasta producción y ordenados cronológicamente» tal y como apunta la editorial, el lector se dará cuenta de la evolución de la narrativa breve del escritor japonés «desde su fascinación inicial por Occidente a la exaltación de los valores de la tradición japonesa». «La refinada sensualidad, la subversiva idea del deseo, la sutil concepción de la belleza y el permanente contraste entre tradición y modernidad se condensan de forma proverbial en esta selección de relatos.», señalan.

Tanizaki, que nació en una próspera familia de comerciantes, no pudo gozar de los privilegios que le hubiese dado una vida acomodada, ya que en 1894 llegó la ruina a la familia, las deudas y una serie de humillaciones que, como se destaca en el libro, «marcarían al joven Junichiro y, con ello, la psicología de sus futuros personajes». El autor estudió literatura japonesa en la Universidad Imperial de Tokio. Gozó en vida de una fama muy merecida recibiendo altas distinciones tanto en el extranjero como en su país. En 1949 se le concedió el Premio Imperial, el máximo reconocimiento que se otorga a un artista en Japón. A principios de los años sesenta su nombre sonó en varias ocasiones como candidato al premio Nobel de Literatura.

Me gustaría presentarles uno de los cuentos que más me han conmovido, haciendo así mi propia selección, sin duda, por falta de espacio, porque incluiría además de «Nostalgia de mi madre», «Los dos novicios» y «Los pies de Fumiko».

«Nostalgia de mi madre» es un cuento brillante. No es ninguna casualidad que el protagonista se llama igual que el escritor. En el relato, el protagonista o el autor, o los dos, seguramente, se reencuentran con su madre en un sueño. Es tan hermosa esta obra, tan bien construida, con una utilización del lenguaje sencillo tan magistral, que el dolor por la ausencia nos llega directamente y en seguida notamos la gran obra de arte literaria que tenemos entre nuestra manos. El relato recoge el sueño de un hombre de 34 años cuando con siete, un día, se pierde.

En ese paseo onírico, siente nostalgia por la vida pasada, aquella cargada de comodidades que ya no tiene, como le sucedió al propio autor. En su caminar revive sus recuerdos y se encontrará con dos mujeres. Una de ellas es su madre, esa que con su abrazo, con sus palabras, le hará llorar. Esa que perdió hace dos años y que hasta en su dulce sueño, en ese reencuentro solo posible en esa noche, en la madrugada mágica, le ha hecho mojar su almohada con el llanto.

«La reconocí al instante. Sí, era mi madre. Me parecía imposible que fuese tan joven y hermosa, pero era ella, mi madre, sin lugar a dudas. A decir verdad, no fui capaz de cuestionar aquel hecho en ese instante. Al fin y al cabo, yo era un niño ingenuo. Podía ser natural que mi madre fuera así de joven y hermosa.

-Madre, era usted a quien andaba buscando desde hacía tiempo.

-Al fin me reconoces, Junichi. Al fin…-me dijo con voz temblorosa, plena de alegría.

Luego se detuvo para abrazarme fuerte. Yo también la tomé entre mis brazos con todas mis fuerzas. En su pecho percibí un olor dulce, cálido y flotante que manaba de sus hermosos senos.

Permanecimos inmersos en aquel ambiente colmado por el resplandor de la luna, por el sonido de las olas… Se oía la música de Shinnai. El flujo incontenible de las lágrimas continuaba empapando nuestras mejillas.

Desperté de pronto.»

El principio del cuento es de una belleza abrumadora. Fascinante. Aquí les dejo parte del comienzo.

«… aunque el cielo esté cargado de densas nubes, aunque la luna se esconda en la más profunda oscuridad, unos rayos de luz se escapan por algún resquicio para alumbrar la superficie de la tierra. La claridad se percibe con tal intensidad que permite distinguir los más pequeños guijarros del camino, pero a la vez se trata de la luminosidad misteriosa y un tanto fantasmagórica, que se disuelve entre brumas, interponiéndose ante la mirada que se esfuerza por abarcar los objetos más alejados. Es sin duda alguna una claridad ajena al mundo humano, como si proviniera de una lejana región, allá en la eternidad. En esta noche coexisten el brillo lunar y la completa oscuridad.

En medio de la brumosa noche, una avenida excesivamente blanca se extendía recta ante mis ojos. A ambos lados del camino se veían largas hileras de pinos que se prolongaban hasta donde alcanzaba mi mirada, ramas y hojas agitándose con leves murmullos, impulsadas por el viento que soplaba desde la izquierda trayendo sensuales y húmedas fragancias que parecían venir del mar. Pensé que me hallaba muy cerca del mar. Cuando yo era un niño de apenas siete u ocho años, miedoso desde muy temprano, me vi de pronto muerto de miedo caminando a solas casi a medianoche por un camino desolado en un lugar desconocido para mí. ¿Por qué no me acompañaría mi nodriza? A lo mejor la había atormentado tanto que se había ido molesta de la casa. Mientras razonaba de esta manera, comencé a recuperar la calma y, dejando a un lado el miedo que tantas penalidades me había causado en otras ocasiones, seguí mi camino sin titubear. En mi pequeño corazón, el temor a la oscuridad de la noche dio paso a una insoportable tristeza. Mi familia, tras vivir por largo tiempo en el alegre y luminoso barrio de Nihonbashi, se había visto en la imperiosa necesidad de mudarse a una lejana provincia. Aquella adversidad, que había sucedido tan de repente, como quien dice de la noche a la mañana, había dejado una profunda huella en mi alma desamparada. Me compadecía de mi mismo. Yo, que hasta hacía poco vestía un haori tejido de finos hilos y forrado de seda amarilla a rayas, y que calzaba medias de percal y elegantes sandalias trenzadas por bonitos cordones sólo para salir por ahí de paseo, ofrecía en mi nueva condición una apariencia ciertamente miserable. No puedo negar que me avergonzaba andar ante ojo ajenos con aquella ropa tan sucia y pobre, sólo comparable con el estudiante «pobretón» que aparece en el teatro Kabuki. (…) Me veía en la necesidad de trabajar duro todos los días para poder ayudar a mis padres: sacar agua del pozo, encender el horno, fregar el suelo e ir de compras, entre otros quehaceres domésticos. (…) Sin embargo, la tristeza que embargaba mi corazón no se la atribuía tan sólo a mi infortunio. Así como la luna por encima de los pinos se veía tan triste sin causa alguna, en mi pecho anidaba una desolación infinita que no sabía de dónde podía provenir. ¿Por qué estaría yo tan afligido? ¿Y por qué no lloraba si me sentía así de triste? Yo, que siempre había sido un condenado llorón, ahora no dejaba escapar ninguna lágrima. Hacia el fondo de mi corazón se filtraba desde alguna desconocida rendija una tristeza clara y limpia como agua de manantial y, al mismo tiempo, sonora como la tierna melodía producida por un samisén.»

11Jun/17

LA ORUGA. HISTORIA NATURAL. JOSÉ WATANABE

«Te he visto ondulando, bajo las cucardas, penosamente,

trabajosamente,

pero sé que mañana serás del aire.

Hace mucho supe que no eras un animal terminado

(…)

te pregunto:

¿sabes que mañana serás del aire?

¿te han advertido que esas dos molestias aún invisibles

serán tus alas?

¿te han dicho cuánto duelen al abrirse

o sólo sentirás de pronto una levedad, una turbación

y un infinito escalofrío subiéndote desde el culo?

Tú ignoras el gran prestigio que tienen los seres del aire

y tal vez mirándote las alas no te reconozcas

y quieras renunciar,

pero ya no; debes ir al aire y no con nosotros.

Mañana miraré sobre las cucardas, o más arriba.

Haz que te vea, quiero saber si es muy doloroso el aligerarse para

volar.

Hazme saber

si acaso es mejor no despegar nunca la barriga de la tierra.»

Este precioso poema que les presento hoy pertenece a la obra «Historia natural» (1994) del gran escritor peruano José Watanabe (Trujillo 1945, Lima 2007). Watanabe fue un reconocido poeta peruano de la generación de los 70, que dejó joyas literarias como ésta. El escritor, a mi parecer, de una sensibilidad exquisita, tuvo una infancia muy pobre ya que sus padres trabajaban en una hacienda azucarera, pero el destino quiso que ganaran la lotería y la vida del escritor comenzó a cambiar. En Lima cursó estudios superiores.

El padre de Watanabe era japonés, con lo cual y desde muy pequeño, estuvo en contacto con la forma poética del haiku. Esto hizo que su poesía no se preocupase por los conflictos políticos que afectaban a su país y si por la plasmación de la naturaleza pura. Sus versos son producto de esa observación pausada que de ella hace, esa contemplación donde el escritor está en un segundo plano, sólo mira. Por eso su trabajo llega de una forma directa al lector, porque viaja a través de los sentidos. Esa sencillez y esa verdad aterriza en el papel en estado puro. Este poema que les he presentado es un claro ejemplo. Pero, por supuesto, no hay que olvidar que de su madre lleva la tradición hispana en el uso de la palabra y, como resaltan algunos estudiosos de su obra, el humor criollo. Por eso su obra es una mezcla de esas dos culturas en las que Watanabe creció.

Yo he elegido este poema «La oruga», que tiene mucho que ver con esa contemplación de la naturaleza y con la sencillez y belleza que guardan las cosas más hermosas.

20May/17

MAR DE HISTORIAS. CRISTINA PACHECO

Estaba inmersa en otras lecturas cuando, por casualidad y hace aproximadamente una semana, llegó a mi un pequeño libro titulado «Mar de historias» al que acompañaba el subtítulo: «Relatos del México de hoy». Su autora: Cristina Pacheco, nacida Cristina Romo Hernández ( San Felipe, Guanajuato, 1941), hasta entonces desconocida para mi. Comencé a leerlo y me atrapó su prosa. Cuando quise investigar más sobre la autora y su obra me di cuenta de que el maravilloso libro «Mar de historias» se trataba en realidad de una recopilación de artículos que Pacheco escribe desde 1986 en el periódico «La Jornada» más concretamente en la sección de Opinión. Artículos que son literatura de la buena, de la que merece la pena leer. Por eso les invito a abrir este libro tan interesante en el que encontrarán muchas realidades llenas de dolor y belleza. Además de una escritura fina e hilada con un excepcional dominio del lenguaje, de la palabras.

Pacheco es una de las periodistas más destacadas y más respetadas de México. Estudió la cerera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1985 obtuvo en Premio Nacional de Periodismo. Viuda del gran poeta y ensayista mexicano José Emilio Pacheco, ha entregado su trabajo al periodismo social, a dar voz a aquellos que no la pueden alzar y escribir sobre sus vidas con dignidad, como se refleja en estos artículos que recoge el libro.

El libro recoge dieciséis artículos inmensamente bellos y desgarradores. Todos ellos hablan de lo que se vive a un lado y al otro de la frontera entre Estados Unidos y México. Los paisajes duros del desierto de Arizona, del río Bravo,.. y las gentes en esos lugares de ida y vuelta, o de ida solamente. Y Pacheco recoge con gran maestría el dolor, el sufrimiento, el anhelo, la desesperanza de esas gentes.

Como por falta de espacio tengo que hablar sólo de dos de estas impactantes historias me quedaré con: «La vuelta del emigrante» y «Golden Chicken». Estremecedoras las dos. Pero quiero resaltar aquí la belleza de otros relatos como por ejemplo: «El vuelo de Chicago», donde una niña espera siempre el regreso de su padre que nunca volverá o el increíble y enternecedor «Fantasmas del desierto», que de bello, duele. No me puedo resistir a escribirles el inicio:

«Óyeme y luego me dices si tengo razón o no en querer que venga un sacerdote: eran como las once de la noche cuando llegó Isaura a mi tungarcito. No había vuelto a tener noticias suyas y jamás pensé que volvería a verla. Me pareció más flaca. La saludé. Cuando vi la bosa que le colgaba del brazo, entendí que había regresado con el mismo propósito de su primer viaje: mandarle una muda de ropa a su hijo Gabriel. ¡Qué locura!.

Desde que Gabriel salió de Guanajuato, Isaura no había sabido nada del él. Ese silencio le daría mala espina a cualquiera; a ella no, porque su corazón de madre sigue diciéndole que su hijo vive. «¿En donde?», le pregunté la primera noche. «En el desierto. Escondido, esperando un buen momento para llegar a San Diego.» No me atreví a desanimarla diciéndole que el desierto no es amigo ni cómplice de nadie: mata, quema, enloquece a la gente, si es que antes no le agarra la delantera alguno de los cabrones que rastrean a los que pasan para quitarles el dinero y hasta la vida.»

«La vuelta del emigrante» es un relato precioso y de una estructura muy interesante. Sixto, el protagonista de la historia, huérfano desde su infancia, regresa después de varios años a Todosantos desde Oklahoma y va recordando por este orden, que a mi no me parece casual, a las personas, a los animales, a las flores y a su infancia representada en la figura del hermano perdido. En la mitad del relato, Sixto se da cuenta de algo que a todos al volver a un lugar después de muchos años nos ha ocurrido. Todo ha cambiado. Y eso nos produce cierto dolor, cierta nostalgia.

«Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas, donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niño. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.»

Sixto recuerda a Garabato, un mendigo, parte del paisaje de su vida allí, al que apodaban así por el «retorcimiento de sus brazos y piernas»:

«Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas hora rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.»

En el relato «Golden Chicken», José, el protagonista, se enfrenta al papel en blanco. Debe escribir a su madre esa carta que le prometió pero lo demora siempre. Le duele contarle la verdad, contarle que nada de lo que soñó se cumplió, que al otro lado no le esperaba el paraíso como pensaba cuando «con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo». Pero no quiere hacerle daño. Su sufrimiento es para él. Nunca le contará a lo que realmente se dedica. Simplemente le da vergüenza.

«Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: «Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias…». José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza del ver al cartero.»

Pacheco, al narrar la carta de José, llena de mentiras y de recuerdos infantiles, logra trasladar una ternura infinita a la historia. El hijo quiere proteger a la madre del dolor. Del dolor que supondría para ella saber que su hijo, de alguna manera, se fue tan lejos sólo para fracasar.

«Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de «El Moro». Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al «Moro». Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio… Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro.»

Pero la realidad es otra. Y el final del relato nos destapa la verdadera vida de José, que será la de muchos otros. Este artículo nos hace reflexionar sobre muchas cuestiones :la dignidad del ser humano, el racismo, la emigración… Parece que este artículo, que escribió Pacheco en 1996, está, desgraciadamente, de nuevo de máxima actualidad.

«José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken, un restaurante especializado en pollo al horno, para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan:

Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre, mister Ferguson, es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser una gallina sino un polluo valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I am sorry, he ll pay. Oh yes: pagarás daños o pierde las chambita y eso, no good in springtime.»