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24Dic/09

LA BAILARINA Y EL MAGO: UN CUENTO DE NAVIDAD

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Aunque el señor Mayer ya sabía que pasaría solo la Navidad, no le importaba lo más mínimo. Esto sucedía cada año, y al contrario de lo que sentiría cualquier persona si no tuviera a nadie a su lado con quien compartir un día tan señalado, el señor Mayer no estaba ni siquiera un poquito triste. Al señor Mayer le gustaba estar solo, y decirse a si mismo ¡Feliz Navidad! sin que nadie le molestase, y comerse su ganso relleno sin que nadie le quitara un trozo, y partir la tarta de chocolate tal y como a él le gustaba, en seis pedazos casi idénticos. También disfrutaba brindando solo y abriendo sus regalos solo.
El señor Mayer no tenía familia, desgraciadamente, pero lo más triste es que tampoco tenía amigos, ni siquiera un mascota que le diera un poco de compañía. Su gato Paul le había abandonado hacía ya mucho tiempo. Prefería la vida callejera y las raspas de pescado a los cojines de seda y la leche calentita de su amo. La vida en casa del señor Mayer era para Paul mucho más cómoda que la calle, pero no recibía nada de cariño, por eso el gato, un buen día, había decidido abandonarle. Cuando se subía encima de su amo, éste le echaba de un manotazo de nuevo al suelo, y ni siquiera sentía ganas de acariciarle. Así era el señor Mayer: huraño y distante, antipático y solitario.
Unos días antes de Navidad, el señor Mayer fue al centro de la ciudad en busca del regalo que se regalaría a si mismo. Todo le molestaba a su alrededor: los niños con los trineos, los cientos de puestos de figuritas y marionetas, las parejas bebiendo chocolate caliente, las abuelas comiendo buñuelos. Todo para él era innecesario. Cansado de soportar el bullicio, se fue alejando poco a poco hasta topar, de forma casual, con el escaparate de una tienda de antigüedades hasta ahora desconocida para él. El señor Mayer sentía debilidad por los objetos de épocas pasadas e incluso los coleccionaba.
En el escaparate se amontonaban libros polvorientos, saxofones oxidados, muñecas desnudas, espadas, y diademas con piedras preciosas. Al lado de los libros había una figurita que llamó poderosamente la atención del señor Mayer, una bailarina de porcelana con un tutú rosa, unas zapatillas del mismo color y un pequeño lazo en su moño de pelo castaño. Pero lo que más le gustó al señor Mayer fue la cara dulce y sonriente de la pequeña bailarina.
Entró en la tienda sin pensarlo dos veces, incluso con ansias de tener pronto entre sus manos aquella figurita, costase lo que costase.
El vendedor le puso un precio y el señor Mayer quedó conforme. Pero justo cuando se disponía a salir de la tienda con su preciado tesoro, el dueño de la tienda le explicó que había olvidado decirle que la bailarina iba acompañada por otra figurita, un mago. El señor Mayer observó el mago, un tipo bonachón de barriga grande, con esmoquin de pinguino, y sombrero de copa. No le llamó la atención.
-Si no le importa compraré sólo la bailarina, dijo el señor Mayer. El mago no me gusta.
-Si, por supuesto, contestó el dueño de la tienda. Sólo quería comentárselo para que supiera usted que era una pareja de figuritas, añadió. Yo las encontré juntas y así las compré en su día, y así han estado en mi escaparate hasta hoy, pero no tengo ningún problema en venderle sólo la bailarina.
-Gracias y ¡Feliz Navidad!, contestó el señor Mayer, que con la adquisición de la bailarina se había puesto de mejor humor.
Cuando llegó a casa dejó la porcelana en una de las mesitas del salón, junto a la librería. Tenía muchas cosas que hacer: decorar el árbol, preparar las galletitas de mantequilla,…y después envolvería a la bailarina en un precioso papel de regalo para volverla a sacar el día de Nochebuena y decirse a si mismo: ¡Feliz Navidad!.
La víspera de la festividad el señor Mayer disfrutó de su propia fiesta. Comió su ganso relleno, su tarta de chocolate y brindó con champán. Su gato Paul, picado por la curiosidad, se acercó hasta la casa de su antiguo amo, y allí desde el alfeizar de la ventana que daba al salón pudo ver como el señor Mayer sonreía sólo, comía sólo y ni tan siquiera se acordaba de él. En un intento de llamar la atención de su antiguo amo, Paul rasgo los cristales con las uñas, y la verdad es que no fue una buena idea porque el señor Mayer se levantó encolerizado para echarle.
-¡Vete de aquí maldito gato!, gritaba el señor Mayer. Eres un bicho desagradecido. Ahora te puedes quedar en la calle para siempre, yo no te necesito.
Paul se fue triste y el señor Mayer sonreía sólo de pensar que el gato ya había aprendido la lección. “Seguro que su vida en la calle es horrible”, se decía el señor Mayer sin ni tan siquiera pensar en lo que el pudo haber hecho mal para que Paul hubiese tomado la decisión de abandonarle.
Pasado el incidente fue corriendo hasta el árbol para abrir su regalo. Estaba ansioso por volver a ver a su bailarina de porcelana. Pero al liberarla del papel, el señor Mayer, se llevó una gran sorpresa. Su bailarina ya no estaba en posición de “demi plié”, su bailarina estaba sentada, y lo peor de todo es que ya no sonreía, al contrario, su cara reflejaba una gran tristeza.
El señor Mayer la tocó con miedo y como por arte de magia, la bailarina le habló.
-¿Está usted contento?, preguntó la figurita con voz suave.
¿Contento?, contestó contrariado el señor Mayer.
-Estas son las peores Navidades de mi vida, y todo gracias a usted, dijo la porcelana.
-¿Qué es lo que he hecho yo para que estés tan triste?, contestó el señor Mayer aún asustado ya que no daba crédito a que aquella pequeña figurita estuviera manteniendo una conversación con él.
-Me ha separado de mi padre, me ha separado de mi padre, repetía sollozando la figurita.
-¿De tu padre?
El señor Mayer comprendió todo en aquel mismo instante. Como ya le había advertido el dueño de la tienda de antigüedades, la bailarina y el mago iban juntos. Pero el nunca hubiera podido pensar que el mago era el padre de la bailarina.
-Yo era feliz al lado de mi padre, le explicó la pequeña pieza. Mientras yo bailaba él me sonreía, después sacaba de su chistera un gran ramo de rosas y yo le sonreía a él. Así ha sido desde siempre. Pero ahora mi vida ya no será igual sin él.
Al señor Mayer, como se sabe, no le importaban estas cosas, ni tan siquiera podía llegar a entender la tristeza de los demás, pero la bailarina si le había tocado el corazón. Aquella pequeña figurita estaba sola y desamparada, y eso le había dolido.
-A usted le gusta estar solo, se le nota en su cara triste, y es algo que yo ni nadie puede comprender, le dijo la bailarina. Pero yo no quiero estar sola, porque cuando uno está solo la vida es muy triste, y no tienes a nadie que te quiera, ni te acaricie, ni duerma a tu lado por las noches, ni nadie que coma un trozo de pastel de chocolate contigo, ni nadie a quien regalarle nada, ni nadie que te de un beso por las mañanas o por las noches. Todo es triste y feo cuando uno está solo.
El señor Mayer sabía que la bailarina tenía razón pero no quería decir nada al respecto. Ya era demasiado tarde para ponerse ahora a ser amable y simpático con la gente que le rodeaba. Demasiado tarde para que ya alguien quisiera hacerle caso. Así había pasado el tiempo, pensando en que cada día, sus antiguos amigos se habían olvidado ya para siempre de él.
-Yo creía que vivir solo, sin nadie era más cómodo, porque así no tendría que preocuparme por nada, le explicó el señor Mayer a la bailarina con gran tristeza y arrepentimiento. Después me he dado cuenta de que era un egoista, y que ahora nadie se preocupa por mí, pero creo que ya es demasiado tarde para volver atrás.
-Nunca es tarde para volver a ser feliz si aún tiene esta posibilidad entres sus manos señor Mayer, contestó la bailarina. Salga a la calle mañana, salude a sus vecinos, llame a sus antiguos amigos, pídales perdón, invíteles a tomar café con sus galletitas de mantequilla. Quizás alguno le perdone, estoy segura.
El señor Mayer estaba dispuesto a hacerlo. No quería vivir más en soledad. Se había engañado a sí mismo creyendo ser feliz. Pero lo cierto es que sin sus vecinos, sin sus amigos, los días eran muy largos, muy tristes. La pequeña figurita tenía razón. Mañana mismo volvería a ser el hombre que había sido, alegre y amable. Quería hacerlo, quería conseguirlo. Tenía voluntad y eso es, claro está, lo más importante para lograr lo que uno se propone.

Aún recordaba que los mejores momentos de su vida habían sido aquellos que había compartido con sus amigos y su familia.
Al día siguiente, era Navidad, y todo estaba cerrado. Aún así el señor Mayer fue a la tienda de antigüedades y el dueño le atendió amablemente en su casa. Bajó a la tienda a recoger al mago y le dio las gracias al señor Mayer por su compra. Al acercar el mago a la bailarina, la pequeña volvió a sonreir y empezó a bailar sobre la palma de la mano del señor Mayer. Éste se sentía muy orgulloso y contento de ver de nuevo a su figurita feliz. Pero de repente le entró una gran tristeza. No había nadie por la calle. Los vecinos estaban en sus casas con sus familias, sus amigos también, y ni tan siquiera su gato Paul callejeaba por los alrededores.
-No se preocupe, le dijo la bailarina. Podemos hacer otra cosa. Usted mismo llamarás a los vecinos para desearles una feliz Navidad y les invitará a ir a casa a comer galletitas y beber vino caliente.
-¿Yoooo?, contestó el señor Mayer. Me darán con la puerta en las narices después de lo antipático que he sido siempre.
-No lo creo, aseguró la bailarina. Tienes que hacerlo, es su última posibilidad.
La figurita tenía razón. Era su última posibilidad. El señor Mayer lo sabía bien. Pero lo que no sabía es que estaba al lado de un mago, y que éste estaba dispuesto a ayudarle.
-Tranquila hija, le había dicho el mago a la bailarina. Si algún vecino no quiere volver a saber nada del señor Mayer, o alguno de sus antiguos amigos no se acuerda ya de él, les echaré mis polvos mágicos sobre sus cabezas para que olviden todos sus rencores y vuelvan a recordar al señor Mayer tal y como era antes.
-¡Que gran idea!, le había contestado su hija. Es lo mínimo que podemos hacer por el señor Mayer, ya que ha sido tan bueno con nosotros. Tiene un buen corazón, estoy segura. El problema es que tantos años de soledad le han vuelto frío y huraño, pero en realidad él no es así.
-Opino lo mismo querida.
El señor Mayer se armó de valor y fue de casa en casa saludando e invitando a sus vecinos. Recorrió los barrios donde vivían sus antiguos amigos y les pidió perdón. El señor Mayer se llevó la gran sorpresa de su vida al ver que todos sus amigos y vecinos le recibían sin rencores. Creía no merecerlo pero recibió el cariño muy agradecido, después de tanto tiempo solo. Necesitaba el calor de los demás. “¡Que cruel había sido!”, pensó para sus adentros. “Nunca más volveré a cometer un error tan grande”, se dijo.
Al cabo de unos días el señor Mayer volvió a ser el de antes, el de siempre. Rodeado de amigos y familiares pasó el resto de sus vacaciones navideñas. La bailarina y el mago sonreían desde la estantería donde los había colocado el señor Mayer, al lado de la chimenea para que estuvieran calentitos.
Pero aún quedaba una espina clavada en el corazón del señor Mayer. Había buscado a su gato Paul por todos los rincones y no había dado con él. Preguntó a todos los conocidos sin obtener respuesta alguna. El señor Mayer se temía lo peor y se sintió culpable pensando que quizás, Paul ya ni tan siquiera estaba en este mundo. Pero la magia del padre de la pequeña bailarina era muy grande, y un día hizo aparecer a Paul en el alfeizar de la ventana del salón. Aquel día el señor Mayer leía el periódico y la ventana se abrió de golpe, como si hubiera un fuerte viento fuera. Se levantó para cerrarla y que no entrase el frío en el salón, y se llevó una gran sorpresa cuando vio a Paul temblando y arañando los cristales. El señor Mayer abrazó a su gato, lo llenó de besos y de caricias. Después se bañaron juntos con agua calentita y bebieron una taza de chocolate antes de irse a dormir. El señor Mayer volvía a ser feliz para siempre al lado de Paul. Paul fue feliz para siempre al lado del señor Mayer. Y la bailarina y el mago vieron toda esta felicidad desde la estantería al lado de la chimenea, mientras ella bailaba orgullosa y su papá hacía los más increíbles trucos de magia para deleite de todos.

© 2009 Araceli Cobos