EL REY VAGO

Érase una vez un rey que estaba cansado de serlo. Muy, muy cansado de serlo. Tanto, que cada día, era un poco más holgazán y desatendía los deberes del reino sin importarle lo más mínimo lo que en sus tierras sucediera.
La reina, cansada de la actitud del monarca, no sabía que hacer con él. A todos los consejeros reales había llamado ya para hacerle entrar en razón, a todos los magos con sus pócimas milagrosas había atendido, pero nada, de nada, de nada había sucedido.
Un día, el rey, tan vago como siempre, decidió ir al río para darse un baño. Allí, chapoteando en las aguas, sin hacer nada, estaba feliz y tranquilo, tanto que se quedó dormido.
Al despertar, se dio cuenta de que había perdido su corona. Sobresaltado, miró por todas partes, pero no la encontró.
Al de un rato, pensó que eso era maravilloso. Y lejos de entristecerse se puso a dar saltos de alegría.
-¡He perdido mi corona! ¡Que bien!, ¡que consuelo!, ¡que ilusión!. Ya no seré nunca más el rey de la nación, se dijo contentísimo.
Así se presentó en palacio, con cara de júbilo y una sonrisa de oreja a oreja que dejó a la reina patidifusa.
-¿Qué demonios te pasa?, le preguntó su esposa, la reina.
-¡He perdido mi corona! ¡Qué bien!, ¡qué consuelo!, ¡qué ilusión!. Ya no seré, nunca más, el rey de esta nación, repitió atolondrado.
-¿Qué has perdido tu corona bobalicón? ¿A quién se le ocurre?, exclamó la monarca de muy malas pulgas. ¡Vete inmediatamente a buscarla!, le exigió la reina.
El rey hizo lo que su esposa le había dicho, pero solo por cumplir.
Cuando se acercó al río vio a un sapo con su corona puesta.
Aún le quedaba un pequeño corazoncito de rey, así es que le dijo al sapo, muy malhumorado, que se quitase la corona de encima de su escurridiza cabeza.
-¡Te lo ordeno! ¡Soy el rey de esta nación!, le explicó al anfibio sin pensar lo que estaba diciendo.
Luego, se dio cuenta de que el no quería ser el rey, pero ahora, ahora, que veía a ese sapo horrible con su corona puesta….ahora no le gustaba tanto la idea de que un sapo hubiese ocupado su puesto.
El sapo, encantado con su nuevo cargo, le exigió al rey que se pusiese de rodillas, pues él y nada más que él era el rey de la nación en estos momentos.
-¿De rodillas yo mequetrefe?, dijo el rey. ¡Estas hablando con el rey de la nación!
-¡Yo soy el rey!, dijo el sapo posándose de un salto en la cabeza del antiguo monarca.
El rey lloriqueando se fue a casa. Le contó a la reina lo sucedido y ésta, como era de esperar, le pegó con el rodillo de amasar en toda la cabezota.
Pasaron los días, y las gentes del reino sabían lo que había sucedido y lo peor de todo, es que estaban encantados con su nuevo rey. El sapo resultó ser un monarca eficiente, preocupado por su reino, encantador con sus súbditos y nada dado a los lujos ni al ocio.
Mientras tanto el rey, como enloquecido repetía una y otra vez:
-¡Qué amargura! ¡Soy un gran tontorrón! Ya no soy el rey de la nación…buaaaaah, buaaaah, buaaaaah….
La reina, cansada de verle llorar, de ver como se convertía cada día más en un rey bobalicón y llorón decidió ir al río y matar al sapo. Así, y de una vez por todas, se acabarían los problemas en su matrimonio y su marido recuperaría la corona.
Cuando se levantó al día siguiente, fue al río con un cuchillo. Pensaba que todo sería sencillo, pero al acercarse a la piedra donde descansaba el sapo resbaló y se calló, con tan mala suerte que la corriente del río se la llevó.
El rey, al enterarse, lloró desconsolado y entonces decidió, armado de valor que él mataría al sapo, para acabar con todos sus males. Y se prometió a sí mismo, que nunca más sería un monarca vago, ni ocioso, ni dado al lujo y a los caprichos.
Cuando se levantó al día siguiente, fue al río con un cuchillo. Pensaba que todo sería sencillo, pero al acercarse a la piedra donde descansaba el sapo éste le dijo que tuviese cuidado de no resbalarse porque de lo contrario nunca le podría matar y recuperar de nuevo la corona.
El rey sintió un escalofrío. No era capaz de matar al sapo, algo en su corazón se lo impedía. Lo intentó pero no podía.
Escondidos entre las ramas, las gentes del pueblo veían lo que estaba sucediendo.
El sapo le pedía al rey que lo matase si tan valiente se creía.
Pero entonces el rey contestó:
-No, no puedo, dijo muy dignamente. Nunca sobre mi reino se ha derramado una gota de sangre. Yo no supe cuidar mi corona, no supe ser un buen rey. Pero acepto que tú la lleves porque el pueblo te quiere.
La gente se asomó y empezó a aplaudir, y a vitorear:
-¡Viva el viejo rey! ¡Viva el gran bobalicón con su gran corazón! ¡Tenemos al nuevo rey de la nación! Sabían apreciar la bondad del antiguo monarca.
El sapo se alegró de que el rey hubiese aprendido la lección. En realidad, el no quiso nunca ser el rey. Pero gracias a él, el rey se había dado cuenta de lo importante que era ser trabajador y la suerte que tenía de ocupar su posición.
Desde aquel día, el rey fue un gran monarca, lleno de bondad, que se repetía a si mismo, cada mañana:
-¡Que alegría! ¡Que ilusión! ¡Que fortuna tengo yo! Soy, otra vez, el rey de la nación.
Por cierto, la reina que se había quedado enganchada a unos juncos del río volvió empapada y le quitó la corona de la cabeza en cuanto llegó a palacio.
-¿Por qué haces eso amada esposa?, le preguntó el rey.
-Porque veo que no has aprendido la lección, le contestó ella muy inteligentemente. Un rey no tiene que parecerlo, simplemente serlo. Así es que levántate del sillón, guarda tu corona, y ve a hacer a las gentes felices y a cuidar de tu nación. Y, acto seguido, le dio con el rodillo de amasar, un buen coscorrón al rey de la nación, por vago y bobalicón.

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