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25Dic/17

PIO BAROJA. CUENTOS

Es Pío Baroja un escritor que, aún teniendo yo con sus ideas profundas diferencias de fondo sobre la vida, digámoslo así, me atrae enormemente. Empecé como casi todos los jóvenes de mi edad con las lecturas que, por entonces, se exigían en los institutos sobre su obra «Las inquietudes de Shanti Andía», «El árbol de la ciencia» o «Zalacaín el aventurero». Recuerdo que me gustó mucho el primero, sobre todo porque reflejaba el ambiente de los pueblos pesqueros vascos como Lekeitio. Se cree ver la inspiración de Lekeitio en el imaginario «Lúzaro» de esa novela.También me abrumaron los conocimientos que sobre la vida marinera tenía en general Baroja. Pero como muchas veces he señalado al hablar de otros autores, creo que la mejor manera de acercarnos a ellos, a su obra, muy vasta en este caso, es, si los hubiera, por sus narraciones breves, por sus cuentos, porque casi siempre son éstos la semilla de las novelas posteriores, como es el caso de algunas narraciones breves de Baroja. En los cuentos quedan reflejadas, de manera excepcional y a mi parecer, la sensibilidad lírica barojiana y la capacidad que éste tenía para crear personajes tan diversos.

Su primer libro, precisamente, fue «Vidas sombrías» (1900), donde recopiló cuentos inéditos o algunos que habían aparecido en diversas revistas, escritos entre 1892 y 1896 durante el tiempo que vivió en Valencia, Cestona y Madrid, pues tuvieron los Baroja una vida con muchos cambios de domicilio, cosa que enriquecería su obra enormemente y de donde, seguramente, nacieron muchos de sus personajes. Los diferentes oficios que ejerció Baroja, como médico rural o industrial madrileño así como sus servicios en una tahona, y su época de estudiante contienen los elementos esenciales de su mundo ficticio. Sin olvidar sus lecturas tanto las filosóficas (Schopenhauer, Nietzsche), como las literarias (Poe, Dostoievski) que como se suele decir, cuentan y mucho.

Entre sus cuentos de ambiente vasco, esos que debió de escribir en sus comienzos, cuando fue médico en Cestona, me parece delicadísimo «Mari Belcha» del que les hablaré aquí por ser uno de mis preferidos. Es de una belleza insultante, precioso, conmovedor y misterioso. En general, de Baroja me encanta cómo describe cualquier personaje con el mínimo de tinta. Parece que lo captamos íntegramente a la primera con sólo cuatro trazos (¡y pensar que ha llegado a ser un tópico lo de que no dominaba el lenguaje…!), aunque a veces me parece desigual la calidad de sus novelas.

Este cuento está recogido en una antología titulada «Cuentos» de la editorial Alianza Editorial.

Mari Belcha

«Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos ¿en qué piensas, Mari Belcha, al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?

Te llaman Mari Belcha, María la Negra, porque naciste el día de los Reyes, no por otra cosa; te llaman Mari Belcha, y eres blanca, como los corderillos cuando salen del lavadero, y rubia como las mieses doradas del estío…

Cuando voy por delante de tu casa, en mi caballo, te escondes al verme, te ocultas de mí, del médico viejo que fue el primero en recibirte en sus brazos aquella mañana fría en que naciste.

¡Si supieras cómo la recuerdo! Esperábamos en la cocina, al lado de la lumbre. Tu abuela, con lágrimas en los ojos, calentaba las ropas que habías de vestir y miraba el fuego, pensativa; tus tíos, los de Aristondo, hablaban del tiempo y de las cosechas; y yo iba a ver a tu madre a cada paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban, trenzadas, las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el buenazo de José Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las ventanas el monte lleno de nieve y las bandadas de tordos que cruzaban el aire.

Por fin, tras de hacernos esperar a todos, viniste al mundo, llorando desesperadamente. ¿Por qué llorarán los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan es más dulce que la vida que se les presenta?

Como te decía, te presentaste chillando rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu llegada pusieron una moneda, un duro, en la gorrita que había de cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me habían dado por asistir a tu madre…

¡Y ahora te escondes cuando paso, cuando paso con mi viejo caballo! ¡Ah! Pero yo también te miro ocultándome entre los árboles; y ¿sabes por qué?… Si te lo dijera, te reirías…, Yo, el medicuzarra, que podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.

¡Me pareces tan hermosa! Dicen que tu cara está morena por el sol, que tu pecho no tiene relieve; quizá sea cierto; pero, en cambio, tus ojos tienen la serenidad de las auroras tranquilas del otoño, y tus labios, el color de las amapolas de los amarillos trigales.

Luego, eres buena y cariñosa. Hace unos días, el martes, que hubo feria, ¿te acuerdas?  Tus padres habían bajado al pueblo, y tú paseabas por la heredad con tu hermanillo en brazos.

El chico tenía mal humor, tú querías distraerle, y le enseñabas las vacas, la Gorriya y la Beltza que pastaban la hierba, resoplando con alegría, (…)

Tú le decías al condenado del chico:

-Mira a la Gorriya…, a esa tonta…, con esos cuernos; pregúntale tú, maitía: ¿por qué cierras los ojos, esos ojos tan grandes y tan tontos?…

No muevas la cola.

Y la Gorriya se acercaba a ti y te miraba con su mirada triste de rumiante, y tendía la cabeza, para que acariciaras su rizada testuz.

Luego te acercabas a la otra vaca, y, señalándola con el dedo decías:

-Esta es la Beltza… ¡Hum!…¡Qué negra!… ¡Qué mala!… A ésta no la queremos. A la Gorriya, sí.

Y el chico repitió contigo:

-A la Gorriya, sí.

Pero luego se acordó de que tenía mal humor, y empezó a llorar.

Y yo también empecé a llorar no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño.

Y para acallar a tu hermano, recurriste al perrillo alborotador; a las gallinas que picoteaban en el suelo, precedidas del coquetón del gallo; a los estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.

Cuando el niño callaba, te quedabas pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados de la lejanía, pero sin verlos; miraban las nubes blancas, que cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que cubrían el monte, las ramas descarnadas de los árboles y, sin embargo, no veían nada.

Veían algo; pero en el interior del alma, en esas regiones misteriosas donde brotan los amores y los sueños…

Hoy, al pasar, te he visto aún más preocupada. Sentada sobre un tronco de árbol, en actitud de abandono, mascabas, nerviosa, una hoja de menta.

Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?»