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23May/20

UNA PENA EN OBSERVACIÓN. C.S.LEWIS

«Veo rojear las bayas del fresno silvestre y durante unos instantes no entiendo por qué precisamente ellas pueden resultar deprimentes. Oigo sonar unas campanas y una cierta calidad que antes tenía su tañido se ha esfumado en él. ¿Qué pasa con el mundo para que se haya vuelto tan chato, tan mezquino, para que parezca tan gastado?»

La poetisa norteamericana Helen Joy Gresham (Nueva York, Estados Unidos, 1915, Oxford, Reino Unido, 1960) comenzó una relación epistolar en 1950 con el famoso escritor inglés C.S Lewis (Belfast 1898, Oxford, 1963). Nunca se habían visto en persona. Se escribían sobre literatura y sobre todo de los libros cristianos de Lewis. En 1952 Gresham se traslada a Inglaterra y allí conoce personalmente a Lewis. Después de este encuentro, semanas más tarde, Lewis invitó a la escritora a una comida en la Universidad de Oxford. En 1956 se casan. La pareja era feliz. Ella sentía una profunda admiración por Lewis. Fue fácil para Gresham enamorarse de este hombre. El ya maduro escritor se entregó con ilusión a esta nueva experiencia pero, desgraciadamente, la felicidad duró poco porque a Helen le detectaron un cáncer del que murió. Lewis quedó sumido en un profundo dolor. De este dolor surgió el libro que les invito a abrir hoy titulado Una pena en observación, escrito en 1961,  donde reflexiona sobre la pérdida de su mujer y cuestiona sus creencias religiosas, su fe, su comunión, hasta ahora, pura con Dios. Se cuestiona la bondad de éste.

El libro, dividido en cuatro partes, recoge un análisis de la muerte del ser amado, de la percepción de las cosas después del hecho, de cómo cambia no sólo la forma de percibir el mundo, sino la relación con las personas con las que interaccionas en el trabajo, en la calle, en los lugares de ocio. Toda la obra se centra en la búsqueda de respuestas, en las reflexiones a cuestiones hasta ahora nunca importantes para el autor. Muestra sus sentimientos sin pudor, derrotado, buscando un camino que reconduzca su vida que ahora está llena de tristeza y confusión. A veces lo hace de forma dura, en otras ocasiones gracias al recuerdo de H., que así es como se dirige a ella durante todo el libro, se dulcifica la forma y se asume la muerte como un momento más de su historia de amor con ella. La tragedia está ahí, difícil de asumir, pero incuestionable.

Aquí les dejo las reflexiones que se hace frente a ese Dios en el que cree fervientemente:

«Cuando eres feliz, tan feliz que no tienes la sensación de necesitar a Dios para nada, tan feliz que te ves tentado a recibir sus llamadas sobre ti como una interrupción, si acaso recapacitas y te vuelves a Él con gratitud y reconocimiento, entonces te recibirá con los brazos abiertos, o al menos así es como lo vive uno. Pero vete hacia Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después de esto, el silencio. Más vale no insistir, dejarlo. Cuanto más esperes, mayor énfasis adquirirá el silencio. No hay luces en las ventanas. (…) ¿Qué puede significar esto? ¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo en las rachas de catástrofe? (…) No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan horriblemente mal de Él. La conclusión a que temo llegar no es la de: «Así que hoy hay Dios, a fin de cuentas», sino la de: «De manera que así es como era Dios en realidad. No te sigas engañando.»

«Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o no existe; porque en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes.»

«¿Es racional creer en un Dios malo? ¿O en ese caso en un Dios sumamente malo, un Sádico del Cosmos, un imbécil cargado de rencor?

Creo que resulta, cuando menos, demasiado antropomórfico. Llegar a figurarse así a Dios es mucho más antropomórfico que pintarlo como un viejo rey de luenga barba y gesto grave. Esta imagen es un arquetipo jungiano. Vincula a Dios con todos los reyes viejos y sabios de los cuentos de hadas, con los profetas, con los sabios, con los magos. Aunque, desde un punto de vista formal, sea el retrato de un hombre, sugiere algo que rebasa la humanidad. O induce a pensar, por lo menos, en algo más viejo que uno mismo, que encierra sabiduría, en algo que no se puede llegar uno a imaginar. Algo que preserva el misterio. Y de ahí da cabida a la esperanza.»

«¿No me estaré arrimando servilmente a Dios por creer que si hay algún camino que lleva a H., este camino pasa por Él? Pero por otra parte, sé perfectamente que a Él no se le puede utilizar como camino. Si te acercas a Él no tomándolo como meta sino como camino, no como fin sino como medio, no te estás acercando para nada a Él. (…) ¿Son éstas, Señor, tus verdaderas condiciones?¿Puedo encontrarme con H. sólo si te llego a amar tanto que ya deje de importarme encontrarme con ella o no? Ponte, Señor, en nuestro caso. ¿Qué pensaría la gente de mí si les dijera a los niños: «Nada de caramelos ahora. Pero cuando seáis mayores y ya no los queráis, tendréis todos los que os dé la gana»?

A continuación les dejo con algunas de las reflexiones personales que se hace ante la ausencia de su esposa y cómo trascurre la vida sin ella, a qué momentos se tiene que enfrentar y qué sensaciones experimenta:

«Un extraño subproducto de mi pérdida, es que me doy cuenta de que resulto un estorbo para todo el mundo con que me encuentro en el trabajo, en el club, por la calle. Veo que la gente, en el momento en que se me acerca, está dudando para sus adentros si «decirme algo sobre lo mío» o no. Me molesta tanto que lo hagan como que no lo hagan. Algunos meten la pata de todos modos. (…) Para algunos, soy algo peor todavía que un estorbo. Cada vez que me encuentro con un matrimonio feliz, noto que tanto él como ella están pensando: «Uno de nosotros se verá más tarde o más temprano igual que él se ve ahora.»

«Hay un lugar donde su ausencia vuelve a albergarse y localizarse, un lugar del que no puedo escaparme. Me refiero a mi propio cuerpo. ¡Cobraba una importancia tan distinta cuando era el cuerpo del amante de H.! Ahora es como una casa vacía.»

«La muerte claro que existe, y sea su existencia del tipo que sea, importa. Y ocurra lo que ocurra tiene consecuencia, y tanto ella como sus consecuencias son irrevocables e irreversibles. Por ese principio podríamos decir que nacer no importa. (…) Es de todo punto evidente que si me fuera permitido rebuscar en toda esa infinidad de espacios y tiempos, nunca volvería a encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su tacto. Murió. Está muerta. ¿Es que se trata de una palabra tan difícil de comprender?»

«¡Qué tentación tan lamentable la de decir: «Ella vivirá para siempre en mi memoria»! ¿Vivir? Eso es precisamente lo que nunca volverá a hacer.»

«Y de pronto, al uno o al otro les llega la muerte. Y lo vemos como un tajo en seco al amor. Como la interrupción en el curso de una danza, como una flor con la cabeza desventuradamente tronchada, algo que se truncó y perdió, por tanto, su debida forma. Me pregunto si es así. Si, como no puedo por menos de sospechar, el muerto también sufre el dolor de la separación (y debe ser éste el mayor purgatorio de sus padecimientos), eso quiere decir que para ambos amantes, y para todas las parejas de amantes sin excepción, el duelo forma parte integral y universal de la experiencia del amor. Es una continuación del matrimonio, de la misma manera que el matrimonio es una continuación del invierno. No se trunca el proceso; es una de sus fases. No se interrumpe la danza; es all postura siguiente. Mientras el ser amado está aquí todavía, vive uno «fuera de si». Luego viene la trágica postura de la danza, y tiene uno que aprender a seguir estando fuera de sí, aun creciendo de esa presencia corporal, aprender a amar nuestro pasado, nuestra memoria, nuestra pesadumbre, nuestro alivio de la pesadumbre, nuestro propio amor.»

«El dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos.»

El famoso productor y director de cine Richard Attenborough (Cambridge, Reino Unido, 1923, Londres, 2014) dirigió una película basada en el libro titulada Shadowlands (Tierras de penumbra, 1993), protagonizada por Anthony Hopkins, una vez más magistral en su interpretación del escritor inglés, y por Debra Winger como la poetisa americana.