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03Oct/19

LA ACERA ROTA. MERCEDES NEUSCHÄFER- CARLÓN

«¡Pensadlo!

Yo viví el sitio y el asedio de Oviedo, mi ciudad. Sin agua, sin luz, sin comida apenas. A la vez que cañonazos y bombas la atacaban sin compasión.

Lo he vivido sin saber por qué, ni para qué, creyendo incluso que la guerra era una parte de la vida. Casi no había conocido tiempos de paz.

He vivido también la desolación y el terror de la posguerra. Con miedo por la vida de mi padre. Era republicano y fue castigado. Jamás pudo volver a enseñar en la universidad, que era su verdadera vocación.

Pero, no, no debo lamentarme demasiado, a otros niños le fue mucho, mucho peor: perdieron a sus padres, pasaron frío y hambre, algunos murieron de tuberculosis por falta de alimento.

¿Quiénes eran los buenos? ¿Quiénes los malos?, me preguntaba entonces.

Había oído de injusticias y crueldades de ambos bandos. Y sabía también de gente buena. De ambos bandos, también.

Cuando comencé a escribir «La acera rota» no era mi propósito escribir sobre nuestra desgraciada guerra. Quería, en cambio, hablar de los primeros pensamientos y sentimientos del niño. De cómo éste va percibiendo y sintiendo el mundo que le rodea. Y de sus miedos e inquietudes que aún no puede expresar. Pero pronto a  la vida de Elena, mi protagonista, llega la guerra, ya antes la revolución de Asturias, y ésta adquiere en su vida un papel muy importante.

Todo lo que la novela va contando no está influenciado, pues, por prejuicios ni por anteriores experiencias. Es como Elena lo vivió y sintió, cuando aún no sabía juzgar  ni pensar que las cosas podrían ser de otra manera.

También, a través de la narración, se conoce bastante de la sociedad española de entonces. Se puede ver lo que se ha perdido, lo que felizmente ha cambiado, lo que aún queda… Y acaso entender algo de lo que puede llevar a lo que, de ningún modo, debe repetirse.

Si una guerra es algo terrible, una guerra civil lo es más aún.

Pensadlo, por favor, pensadlo.»

Tenía muchas ganas de presentarles a esta autora y a uno de sus libros y, por fin, ha llegado el día. Ella es Mercedes Neuschäfer-Carlón (Oviedo, 1931) y el libro es «La acera rota». Tenía, como digo, muchas ganas porque tengo la sensación y ojalá me equivoque, de que estamos ante una de estas joyas literarias poco conocidas y por tanto poco valoradas. En «La acera rota», se narran las vivencias de la propia autora durante la Guerra Civil y la Posguerra. Es un libro, a mi parecer, imprescindible para entender a los niños que vivieron la Guerra Civil española, como puede serlo «El otro árbol de Guernica», otra joya literaria del escritor trapagatarra Luis de Castresana (Ugarte, Trapagaran, Vizcaya 1925, Bilbao 1986) . Por eso he querido incluirles la introducción que hace la propia autora a su novela. Ahí cuenta la esencia de todo lo que nos vamos a encontrar a través de la protagonista de esta historia Elena y de su familia.

Elena es feliz en una infancia acomodada, lo único que le quita el sueño son sus fantasías sobre la muerte y el infierno. Pero llega la guerra y con ella la incertidumbre y un nuevo salto en la vida. Ya no hay que preocuparse por no pisar las líneas de la acera en su juego infantil, porque la acera está rota, la ha roto la guerra, que los destruirá todo, o casi todo. Quizás ese árbol que ha dado frutos al lado de la casa ya hecha una ruina a la que vuelven, sea la metáfora de que la vida se hace paso.

«Sin embargo, de pronto vieron algo que les interesó. Resplandecía allá en el fondo. Se acercaron. Era una naranja. El naranjo, que papá había plantado y que nunca habían visto florecer, traía su fruto. Elena lo cogió y , en el mismo momento, Julín descubrió otra naranja más abajo. Y luego todavía otra, otra escondida, chiquitina.

-Para Manolín, dijo Elena.

Las naranjas y aquella casualidad de que fueran justamente tres, les dio alegría.»

La narración se sitúa entre 1934 y 1939 en Oviedo y otros lugares de Asturias. En la historia aparecen otros niños como sus hermanos Julín y Manolín, su prima Rosa Mary, que vive en la ciudad, los amiguitos de la casa de al lado Antonín y Mary, por los que su madre siente mucha compasión, ya que les ha tocado vivir muchas penuarias, Carlitos, con su sótano lleno de chocolate, Rafael, la pequeña artista Mary Cris, Anselmina,…

Pronto estalla la guerra y Elena se queda a vivir en la ciudad con sus tías porque la casa en las afueras, donde viven, es demasiado peligrosa. Al principio, todo es visto como un juego en su cabeza infantil.

«A los niños les gustaba aquella experiencia nueva. Era como un juego para ellos el vivir de manera tan primitiva, tan sencilla, tan distinta de la de siempre.

Pero después…

A la ciudad le quitaron el agua. A la ciudad le quitaron la luz. Las gentes andaban como duendes en la noche a la luz de una vela. De los pozos, casi secos, se sacaba un poco de agua sucia, que se tenía que hervir para poder beberla y sabía muy mal. Cuando llovía, se colocaban algunas vasijas fuera para reunir el agua. Pero llovía muy poco. La ciudad estabas sitiada. Nada de fuera podía llegar a la ciudad. Los alimentos se iban acabando. No había ni carne, ni fruta, ni leche, ni pescado, ni legumbres. La gente comenzaba a pasar hambre. Algunos enfermaron de tifus y morían a veces solos, abandonados en las habitaciones, durante los bombardeos.  Llegaban las noticias de muertos y de heridos en el frente, en la calle, en las casas. De incendios en sótanos. (…) Una noche, las campanas de la catedral, que anunciaban la llegada de los aviones, sonaron. Y, a partir de entonces, empezaron a bombardear la ciudad también por la noche. La primera vez se alegraron los niños. Era emocionante la bajada al sótano en la oscuridad. Pero luego, muertos de sueño, tenían que dejar la cama y bajar, dando tumbos, casi todas las noches.»

Uno de los golpes más duros tiene lugar con la muerte de un compañero de juegos, Rafael.

«Elena sentía a la vez miedo y atracción hacia aquel pasillo y hacia aquella habitación. Nunca había visto a nadie muerto. ¿Cómo era eso de estar muerto? La gente que venía de la habitación comentaba:

-¡Pobre niño!¡Qué guapo está! Parece que está dormido. ¡Pobre angelito!

Elena tenía que verle. Avanzó temblando por el pasillo. Y se paró delante de la puerta. Dentro se oía el murmullo de unos rezos.

Abrió la puerta.

No pensaba que le iba a ver, así de frente, nada más abrir. Rafael estaba allí sobre la cama, vestido con el traje de Primera Comunión que le quedaba ya corto. Parecía dormido con las manos entrelazadas y una cruz encima. Y no se movía nada, absolutamente nada. Rafaelín, siempre haciendo gestos, muecas y riendo, allí quieto, tan formal.»

Ahora ya sabe lo que es la guerra. Elena y su familia han ido malviviendo de sótano en sótano ya que la ciudad ha sido sitiada, pero quieren volver a su casa por la brecha que las columnas gallegas habían abierto camino a occidente. La salida era peligrosa pero todos tenían ganas de huir «jugarse el todo por el todo y estar, si salía bien, libres al fin.»

Pero este no va a ser el último destino. A partir de la cuarta parte del libro se suceden nuevas aventuras, dentro la desolación Elena descubre la vida, las experiencias que le tocan a su edad. Va a la escuela, es consciente de la situación de pobreza en la que viven, no entiende la razón por la cual su padre ya no va a trabajar,…le han castigado por ser republicano. Descubre cómo le ha ido a sus vecinos, los pobres y los ricos, y sobre todo la dignidad. Esa dignidad que ha visto en sus padres y que ella admira.

«No fue aquella una época solo triste.

Cuando la gente les compadecía diciendo: «¡Pobres niños, con la vida a la que estaban acostumbrados…!, Elena se extrañaba. Habían pasado tantas cosas en sus pocos años que los cambios le parecían la regla normal de la vida.

Y, además, no comprendía por qué si, una vez, habían sido niños más bien ricos, ello les daba una especie de derecho a seguir siéndolo siempre.

Y tan pobre tampoco se sentía. ¡Cuántos niños más pobres se veían, entonces, por las calles!.»

En una ocasión Eena, leyendo un libro de santos, se da cuenta del sentido de la vida o al menos de la vida que ella aprecia, la de la alegría y la bondad.

«Solamente había, en uno de esos libros algo claro, bonito, humano. Era en la historia de san Luis Gonzaga. San Luis era un niño como todos al que también le gustaba mucho jugar. Una vez, estando con sus amigos, jugando en el patio del colegio, un fraile les preguntó:

-Si supierais que dentro de cinco minutos tendríais que morir, ¿qué haríais?

Uno contestó: «Iría corriendo a confesarme».

Otro: «Haría el acto de perfecta contrición».

Y San Luis, niño, dijo tranquilo: «Yo… seguiría jugando».

Eso sí que le gustó a Elena. Si, ser bueno y jugar. Ser buena y cantar, ser buena y bailar y estar contenta.»