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15Feb/20

POESÍA PREHISPÁNICA. CACAMATZIN DE TEXCOCO

«¿Con qué he de irme?

¿Nada dejaré en pos de mí sobre la tierra?

¿Cómo ha de actuar mi corazón?

(…)

Dejemos al menos flores.

Dejemos al menos cantos.»

Nezahualcóyotl (Un recuerdo que dejo)

 

Hoy quiero compartir con ustedes un blog sobre la poesía prehispánica. Hace poco tiempo que me he interesado en profundizar sobre este tema y he tenido la suerte de topar con un libro muy interesante que me ha mostrado a grandes poetas.

El libro se titula «Poesía prehispánica. Cacamatzin de Texcoco y otros», de la editorial Trillas en su colección Lluvia de Clásicos. Es un libro muy interesante donde hay una presentación que, en pocas palabras, nos sitúa en el contexto de este preciado legado literario.

«La literatura prehispánica, y por supuesto la producción poética de aquellos años, es decir, la que fue escrita en México antes de la llegada de los españoles, está documentada en textos que datan del siglo XVI, precisamente cuando ocurrió la Conquista. (…) fueron precisamente estos religiosos (frailes españoles), quienes como parte de la misión que habían venido a cumplir, recogieron y transcribieron al castellano los poemas y leyendas que entonces encontraron.»

Gran parte de lo que transcribieron pertenecía, según recoge el libro,  a la tradición oral, los relatos que se transmitían en una familia de generación en generación. Fray Bernardino de Sahagún (Sahagún, reino de León, España 1499, México 1590) en su «Historia de las cosas de la nueva España» señala, según este ejemplar que: «Todas las cosas que conferimos, me las dieron por pinturas, que era la escritura que ellos antiguamente usaban.»

Personalmente, me parece muy bello, que de una pintura nazca una poesía, que no es algo muy extraño si tomamos esto como un trabajo pictórico como fuente de inspiración para un texto literario, pero aquí hay algo que lo hace único, el creador de la pintura transmitía así su historia, su poesía, esa que llegó a nosotros.

La pregunta que uno inevitablemente se hace y que aparece en esta introducción del libro es si realmente los poemas que en este volumen se recogen, pertenecieron a los autores a los que se les atribuye, si lo que conocemos es fiel a lo que se escribió, si es un testimonio » apegado a nuestra cultura.» «No cabe duda de que cada transcriptor debió haber impreso a su trabajo por lo menos un poco de su propio sentir.» Pero lo que no cabe duda es de que este libro recoge una gran e interesante muestra de lo más representativo de poesía prehispánica que les invito a abrir y a que disfruten tanto como lo hice yo.

Al final del volumen hay una parte titulada Parte Complementaria, que recoge datos sobre el contexto histórico- cultural de las obras, además de una pequeña bibliografía, que es de gran ayuda al lector que se inicie en este tema. Viene acompañado de unas ilustraciones muy interesantes.

Los temas de estos poemas, de estos poetas, se repiten en sus versos. La muerte, lo efímero de la vida, dónde nos dirigimos después de la muerte, qué legado dejamos, el sentido de la permanencia en la tierra después de muertos, la naturaleza, los dioses,… son los temas recurrentes. En ocasiones, hay muchos versos, que por su extrema sencillez y belleza me recuerdan a los haikus japoneses. Por ejemplo estos del poeta Nezahualcóyotl titulado «Monólogo de Nezahualcóyotl»

«Ya retumba el tambor: sea el baile:

con bellas flores narcóticas se tiñe mi corazón.»

Voy a dejarles con algunos de los versos que más me han gustado. Son todos un canto a la naturaleza, a la vida, una duda sobre la muerte, temas que nos hacen reflexionar aunque los siglos pasen y pasen.

Comienzo con la poetisa Macuilxochitzin (mediados del siglo XV). Su obra es considerada, según afirma el libro, como una de las más bellas de la época, y según consta en sus versos, ella era una mujer con una refinada educación e instrucción.

De su poema Canto de Macuilxochitzin

«¿Adonde de algún modo se existe,

a la casa de Él

se llevan los cantos?

¿O sólo aquí

están vuestras flores?,

¡comience la danza!»

 

Cacamatzin de Texoco (1494-1520). Provenía de una de las familias más ilustres de texcocana, región entre la que destacaron reyes y poetas que lograron pasar a la historia.

De su poema Canto de Cacamatzin

«Amigos nuestros,

escuchadlo:

que nadie viva con presunción de realeza.

El furor, las disputas

sean olvidadas,

desaparezcan en buena hora sobre la Tierra.

(…)

Se extiende la niebla,

resuenan los caracoles,

por encima de mí y de la Tierra entera.

Llueven las flores, se entrelazan, nacen giros,

vienen a dar alegría sobre la Tierra.»

 

Nezahualcóyotl (1402-1472). Fue un ilustre gobernante prehispánico. En 1431 fue promulgado señor de Texcoco. Su nombre significa fuerza de león y coyote hambriento.

De su poema ¿A dónde iremos?

«Aquí nadie vivirá para siempre.

Aun los príncipes a morir vinieron,

Los bultos funerarios se queman.

Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá para siempre.»

 

Acoyucan Cuetzpalzin (segunda mitad del siglo XVI), fue un gran poeta al que se le llamó «El sabio de Tecamachalco».

De su poema Las flores y los cantos

«Aquí en la Tierra es la región del momento fugaz.

¿También es así en el lugar

donde de algún modo se vive?

¿Allá se alegra uno?

¿Hay allá amistad?

¿o sólo aquí en la Tierra

hemos venido a conocer nuestros rostros?»

 

Poemas de escritores como Nezahualpilli, Axayácatl, Xiconténcatl el Viejo, Aquiauhtzin de Ayapanco o Fernando de Alva Ixtlixóchitl aparecen recogidos también en este precioso volumen.

 

20Dic/19

MI PLANTA DE NARANJA-LIMA (PRIMERA PARTE). JOSÉ MAURO DE VASCONCELOS

Descubrir a autores como José Mauro de Vasconcelos (Rio de Janeiro 1920, Sao Paulo 1984), me recuerda que amo la literatura porque nunca deja de sorprenderme. Guarda joyas literarias, autores increíbles, historias fascinantes, que tenemos fácilmente al alcance de nuestra mano. ¿Se puede pedir más?

«Mi planta de naranja-lima» llegó a mi un día cualquiera en el que entré, como muchas otras veces, en una tienda de libros de segunda mano para ver que había. En una estantería olvidada, sobresalía un libro con un título en español, cosa poco frecuente aquí en Alemania. Lo saqué, le sacudí el polvo y, confieso, que la portada tan poco atractiva, me hizo, sin darle una segunda oportunidad, volver a colocarlo donde estaba. Seguí curioseando otros libros de autores clásicos alemanes, pero algo me hizo volver a aquel libro al que había, injustamente, rechazado por su antiestética portada. Esta vez, lo abrí y topé con una pequeña foto del autor. Un hombre con semblante resignado que me produjo mucha ternura. Después, ya dispuesta a perdonar la portada, me centré en el título. Ese título tan sencillo y tan «exótico» en un día triste y gris muniqués, me hizo darle esa oportunidad que merecía. Lo compré finalmente. No podía abandonar a ese libro a su suerte. Sentí que tenía que sacarlo de allí y rescatarlo. ¿Quién se iba a fijar en él? Tenía pocas oportunidades de tener una vida mejor. Una vez limpio, podría convivir con otros libros en español en mis estanterías. Se sentiría más arropado y cómodo entre «colegas», que allí olvidado y triste entre clásicos alemanes que siempre le mirarían con cierto aire de superioridad. Y yo, dándome toda la importancia del mundo, lo metí en mi bolso, creyendo que había hecho algo grande por la novela, sin saber minutos después que la novela había estado esperándome en esa tienda, para regalarme a mi grandes momentos de lectura. Cuando, días después terminé de leerla, la coloqué en la estantería, junto con mis otros libros, la acerqué a mi, como dándole un abrazo y agradeciéndole que me estuvo esperando hasta que aquella mañana triste y gris. Sin duda, había tenido mucha suerte de haberla conocido.

Aquella mañana, entré a un Café, y la abrí. Mi orgullo de lectora quería darle «una oportunidad». Sólo fueron necesarias las cinco primeras frases de lectura para darme cuenta de que estaba ante un obra maestra de la literatura brasileña.

La novela comenzaba así:

«Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba. Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo.»

Y ya no pude parar de leer. Tres días seguidos que me sumergieron en el mundo de Zezé, el niño protagonista de cinco años, pobre, como su familia. Zezé, ese niño que con cinco años ha aprendido a leer solo, para asombro de toda su familia, sobre todo de su tío Edmundo. Ese tío que le enseña la cultura, que le engrandece sus logros. Zezé, que por ese logro irá a la escuela, que será un ángel en el aula mientras en casa creen que es el mismísimo diablo, aunque lo único que sucede es que es travieso y nada más. Zezé, el niño que tiene  muchos hermanos: Totoca, de nueve años, su hermano mayor que le enseña cosas de la vida, de fuera, cruzar carreteras por ejemplo, que sabe silbar incluso, pero que no tiene la suficiente sensibilidad para entender que también es posible «cantar para adentro», Jandira, la mayor, de 22 años, Lalá, que ya trabaja en la misma fábrica donde han echado a su padre, Gloria, de 15 años, la única que le defiende del maltrato que sufre en casa por parte de sus padres y sus otros hermanos y el pequeño Luis, al que Zezé llama cariñosamente «El Rey Luis» y al que adora.

Por supuesto Zezé tiene a su papá y a su mamá e incluso a su abuela Dindinha. Su papá, Paulo Vasconcelos, ha perdido el empleo por una pelea con el gerente de la fábrica de su pueblo. Su mamá Estefanía Pinagé, esa mujer que canta mientras tiende la ropa y que está muy orgullosa de ser hija de indios, trabaja en un telar para sacar a su familia adelante, la familia pobre.

Para buscar un futuro mejor, la familia debe mudarse a otro pueblo, y allí en esa casa nueva que les espera, Zezé va a encontrar un amigo, un amigo al que le irá contando su vida, una planta de naranja-lima que está en el jardín y al que el niño pondrá el nombre de Minguito.

«-¿Pero tú hablas de verdad?

-¿No me estás escuchando?

Y se rió bajito. Casi salí gritando por la quinta. Pero me sujetaba la curiosidad.

-¿Por dónde hablas?

-Los árboles hablan por todas partes. Por las hojas, por las ramas, por las raíces. ¿Quieres ver’ Apoya tu oído aquí en mi tronco y vas a escuchar palpitar mi corazón.

Me quedé medio indeciso, pero viendo su tamaño perdí el miedo. Apoyé la oreja y una cosa lejana hacía tic…tac…tic…tac

-¿Viste?

-Pero, dime, ¿todo el mundo sabe que hablas?

-No. Solamente tú.

-¿De verdad?

-Puedo jurarlo. Un hada me dijo que cuando un niño igual a ti se hiciera amigo mío, yo podría hablar y ser muy feliz.»

Zezé tiene sueños, como cualquier niño. «Cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño». Cuando demostró que podía leer, Jandira se quedó boquiabierta oyéndole leer la oración que pedía a los ciegos la bendición y protección para la casa, y que ahuyentaran los malos espíritus. El tío Edmundo asombrado fue a llamar a la abuela para explicarle que incluso leía bien la palabra farmacia. «La abuela rezongó que el mundo estaba perdido» Pero el tío le tomó de la barbilla y le dijo emocionado: «Vas a ir lejos tunante. No por nada te llamas José. Vas a ser el Sol, y las estrellas brillarán a tu alrededor.»

José Mauro de Vasconcelos recrea en este libro sus recuerdos de infancia en el barrio carioca de Bangú con una ternura, un colorido y unos diálogos prodigiosos. Les invito a abrir este libro cautivador, uno de los libros más leídos de la literatura brasileña contemporánea. Este volumen forma parte de una tetralogía autobiográfica, no ordenada cronológicamente, formada por tres novelas más:

«Vamos a calentar el sol» (1974), trata sobre su traslado a Natal.

«Doidao» (1963), en el que se recogen sus vivencias de adolescente.

«Confesiones de Fray Calabaza» (1966), trata sobre su vida adulta.

«Mi planta de naranja-lima» fue publicada por primera vez en 1968, y presentada al público como la historia de un niño al que la vida hará adulto precozmente. Quizás tenían razón, pero el libro presenta a un niño de principio a fin, con sus sueños, sus inquietudes, su inocencia, su ilusión por la Navidad, por los regalos. Sufre cuando su hermano Luis no tiene regalos, sufre porque su padre no tiene trabajo, sufre porque sabe que su madre no sabe ni leer ni escribir, pero en su inocencia de niño sigue siendo un niño que sueña con solventar todos esos problemas que le hacen daño en su corazón, cuando se haga mayor. Es consciente de su pobreza y no entiende que el Niño Jesús no se acuerde de él.

Un pasaje especialmente duro es de la cena de Nochebuena y la víspera de Navidad. Aunque Totoca advierte a Zezé que es mejor no esperar nada para no decepcionarse, aunque la cena ha sido un desastre, en la que todos estaban tristes y aunque año tras año nunca ha recibido nada Zezé no se da por vencido. Es la ilusión que un niño nunca pierde.

«-Voy a poner mis zapatillas al otro lado de la puerta.

-No las pongas. Es mejor.

-Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa Totoca? Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Sólo para mí…

(…)

Abrí la puerta del dormitorio y, para decepción mía, las zapatillas estaban vacías. Totoca se acercó, limpiándose los ojos.

-¿No te lo había dicho?

Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:

-¡Qué desgracia es tener un padre pobre!…

(…)

Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho enorme sus ojos. (…) Había en sus ojos una tristeza dolorida, tan fuerte, que aún queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó un minuto, que no acababa nunca, mirándonos, después pasó a nuestro lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle.»

Totoca le tacha de malvado a Zezé. Pero Zezé no se había dado cuenta de que el padre les estaba mirando.

«Tuve ganas de salir corriendo por la calle y agarrarme llorando a las piernas de papá. Decirle que había sido muy malo, realmente malo. Pero continuaba quieto, sin saber qué hacer. Necesité sentarme en la cama. Y desde allí miraba mis zapatillas, siempre en el mismo rincón, vacías. Vacías como mi corazón, que fluctuaba sin gobierno.»

La vida en la escuela cambia a Zezé. La profesora, Cecilia Paim, le tiene en alta estima, le dice que es él el que mejor lee de clase. Zezé está orgulloso de si mismo. Su mamá trabajará horas extras para comprarle un traje, un traje que el llama de poeta. Paim está viendo toda la bondad que guarda dentro el chiquillo. Y eso refuerza al niño, su autoestima, aunque le cuesta creérselo aún.

 > SEGUNDA PARTE

14Dic/19

UN RECUERDO NAVIDEÑO. TRUMAN CAPOTE

«En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.»

 

¿Se imaginan estar durante todo el año intentando ganar dinero de las formas más inverosímiles posible para, en noviembre, tener el dinero suficiente para hacer treinta tartas de Navidad y regalarlas? Buddy, de tan solo siete años y su prima lejana de setenta y tantos, lo hacen cada año.  Viven juntos en una casa, seguramente en Alabama, una casa donde conviven con otros familiares, que además de no tenerles en estima, tampoco les proporcionan mucho dinero «ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna». Pero los amigos no se vienen abajo, organizan tómbolas de cosas viejas, venden baldes de zarzamoras que ellos mismos recolectan, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, recogen flores para funerales y bodas, y hasta ponen en marcha una museo de monstruos en una leñera. Todo está destinado al Fondo para Tartas de Frutas.  «Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando casa año nuestros ahorros navideños (…) Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para ir al cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo;

-Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien».

Y aquí estamos con ellos, en una mañana de finales de noviembre, en una cocina de una viejo caserón de pueblo. Si, con ellos, contando el dinero que tienen guardado con celo debajo de la cama de la entrañable y encorvada anciana. Estamos con Buddy, su prima y su perrilla Queenie. Se necesitan muchas cosas y dinero para comprarlas. Cerezas, cidras, jengibre, vainilla, piña hawaiana en lata, pacanas, pasas, nueces, whisky, esencias, montones de harina, mantequilla y muchísimos huevos.

Y estamos con ellos gracias a Truman Capote (Nueva Orleans, Luisiana, Estados Unidos, 1924, Bel-Air, Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1984), el genial Capote, que con su maestría recogió en este bello cuento de Navidad la que debería ser la esencia de estas celebraciones, la sencillez y la generosidad. Desde la humildad y la belleza de su prosa literaria, increíble como siempre en el autor norteamericano, este cuento titulado «Un recuerdo navideño», narrado en primera persona por Buddy, se hace imprescindible de abrir, de leer en estas fechas. Es magnífico, único y bello como pocos. Advierto, que el final del cuento, irremediablemente les hará llorar. Ahí se refleja la grandeza del escritor, la verdad de la historia y la nobleza de estos personajes que nunca podrán olvidar, entrañables y encantadores.

Después de cuatro días de arduo trabajo al lado de la estufa negra cargada de carbón y leña, este par de amigos acaban sus tartas. «Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol de los estantes y los alféizares de las ventanas.

¿Para quién son?

Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J.C. Lucey, y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida).»

Es enternecedor conocer los destinatarios de estas tartas, pero hay una razón que es aún más enternecedora.

«¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, por lo que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratados, son para nosotros nuestros amigos más auténticos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con el membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.»

«Estamos en la ruina», aclara Buddy a los lectores. Han pagado los envíos y los sellos. «Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos; con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá.» Y así lo hacen, lo celebran, y cantan y bailan, hasta que los otros parientes regañan a la vieja y Buddy se apiada de ella cuando llora, mientras la familia asegura que es una mala influencia para el niño, el niño la abraza y le asegura que es divertida, más divertida que nadie.

Los preparativos para recibir la Navidad no han acabado. Los primos están dispuestos a conseguir el mejor árbol para decorar en estas fiestas. La anciana sabe donde encontrarlo.

La descripción de este pasaje es de una gran belleza.

«De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. (…) Dos kilómetros más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa: de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre entre los charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga; no de frío, sino de entusiasmo. (…)

-Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy?, dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano. Y, en efecto, es como cierta clase de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos.»

Quieren un árbol alto, para que ningún chico pueda robarle la estrella. «El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor.» Y la día siguiente es el momento de adornarlo. Aprendamos, por favor, de este relato, porque en cada una de estas misiones familiares, hay un mensaje, la felicidad a través de la sencillez de la vida.

«Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero que no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como una vidriera de una iglesia baptiste», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in- Japan que venden en la tiene de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre; pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles, y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es difícil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos con las hojas de papel del estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas esas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas las bolitas de algodón (recogidos para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.

-Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?.»

La última misión son los regalos que pondrán debajo del árbol de Navidad. Buddy sueña con regalar a su amiga una navaja con inscrustraciones de perlas en el mango, una radio o cerezas recubiertas de chocolate. Su amiga sueña con regalarle una bicicleta. «Si pudiera Buddy. La vida ya es bastante malas cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, demontres, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizá la robe». Pero nada de esto ocurre. Como ya ha sucedido otros años se regalan unas cometas.

«Hay viento, Buddy.

Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa (…) Una vez allí, nadando por la sana hierba, que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despertamos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. (…)

-¡Pero que tonta soy»!, exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno.

-¿Sabes que había creído siempre?, me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista (…) Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega al final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son- su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado el hueso, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo como un día como hoy en la mirada.»

 

09Nov/19

LA MUJER LOCA. JUAN JOSÉ MILLÁS

Julia es pescadera.

Julia estudia gramática porque está enamorada de Roberto, que es su jefe y es filólogo. Mientras trabaja en la pescadería, el chico sigue estudiando para futuras oposiciones.

Julia ve sustantivos por todas partes.

Julia sufre de alucinaciones

Julia resuelve los problemas de los sustantivos y las frases que se le aparecen. Les quita la ropa, les tumba es un folio y los examina.

Julia vive en una habitación de alquiler de una casa que pertenece a Serafín y a Emérita. Emérita está enferma, enferma terminal. Tiene un revólver y se quiere suicidar. Y además Emérita guarda un secreto que no les puedo desvelar.

Julia tiene una vida tan interesante y tan complicada que el escritor Juan José Millás (Valencia, 1946) quiere novelarla o tal vez quiera hacer un volumen de gramática alternativa, una antigramática, una especie de suicidio de la gramática. Millás que ha inventado a todos estos personajes y se ha metido él mismo en su novela, si, sí, como lo leen, se encontrará a Julia, por casualidad, en casa de Emérita, cuando el escritor y periodista, que está haciendo un reportaje sobre la eutanasia, coincida en su casa. Pero Millás, sufre un periodo de bloqueo creativo, y necesitará la ayuda de una psicoanalista.

Julia es la protagonista de «La mujer loca», el libro que les estoy presentando y que les invito a abrir. Y claro, este libro lo escribió Millás, que se ha metido de personaje en su propia novela, al más puro estilo Hitchcock.

Julia, en ocasiones, reflexiona sobre sus apariciones. Tiene claro que no hay que confundir la palabra que nombra la cosa con la cosa misma.

«La palabra abría la puerta para acercarse a la cosa. Y punto. Si te comías la palabra «pan», pensó, no se te quitaba el hambre. Tampoco con la palabra «tijera» podías abrir el vientre de un besugo. La palabra era la versión lingüística de los objetos como la instantánea era su versión fotográfica.»

Julia opera sin anestesia a palabras que no existen. Observa detenidamente, por ejemplo a Pobrema, la manda desnudarse y tumbarse en el folio. Pobrema está asustada.

«Tras examinarla de arriba a abajo, la joven advirtió que amputándole la última sílaba (ma), se quedaría en Pobre.

-¿Y «pobre» quiere decir algo? , preguntó Pobrema.

-Si, dijo Julia.

-Qué.

-«Pobre» quiere decir pobre.

Cómo Pobrema no abandonara su expresión interrogativa, Julia abrió una vez más el diccionario y leyó:

-Que carece de recursos.

Pobrema, que no parecía muy convencida de las ventajas de existir al precio de carecer de recursos y de ser mutilada, preguntó si le dolería que le quitara esa extremidad.

(…)

Tras dudar un poco, Pobrema accedió a que Julia le amputara la sílaba sobrante con la punta de un bolígrafo. Resultó sencillo e indoloro, porque la tienta, inadvertidamente, poseía virtudes analgésica. Cuando se le pasó el efecto de la anestesia, Pobrema, ahora convertida en Pobre, se levantó, se miró, se tocó el cuerpo con gestos de aprobación y se marchó contenta de significar algo, se ser alguien, de pertenecer a un vocabulario.»

Julia es capaz de filosofar sobre los plurales mientras tiene sexo con Roberto.

«… supongo que durante el reinado del singular la gente no tendría un solo ojo o una sola pierna o una sola mano, pero tampoco caerían en la cuenta de que tenían dos. Creerían que tenían un ojo y otro ojo, pero no ojos en general. (…)

La madre, dijo él entre beso y beso,  al tiempo que parecía medir las dimensiones de su clítoris, no podría decir a su hijo «cómete las lentejas». Le diría  «cómete la lenteja» y cuando se la comiera, le volvería a decir «cómete la lenteja» y así, una a una, hasta que el niño terminara el plato.»

Y, un día  Millás encuentra a Julia, justo cuando esta habla sobre sustantivos-

«El sustantivo, continuó Julia, fue el primer colonizador de los cerebros como los peces fueron los primeros colonizadores de la Tierra. Supo que sin él no habría lenguaje, que sin él no habría oraciones gramaticales, y esa importancia se le subió a la cabeza. Así, el sustantivo «mesa», por poner un ejemplo,  no se conformó con provocar en nuestra mente la imagen de ese objeto formado por un tablero y cuatro patas. Quiso más, quiso ser una mesa «grande», una mesa «redonda» o una mesa «rectangular» o una mesa «amarilla» o «roja» o «baja» o «alta». Las palabras que dicen algo del sustantivo se llaman adjetivos, ¿si o no, Millás?»

Millás habla con su psicoterapeuta de Julia.

«De la locura de Julia lo que me interesa es su cordura. Esas alucinaciones que tiene, o dice tener con las palabras…, esa necesidad, en apariencia ingenua, por ejemplo, de entender lo que es un sustantivo, un adjetivo… Todo ese modo inocente de acercarse a la lengua para comprenderla en como observar a un niño manipulando una bomba. Tiene uno todo el rato la impresión de que le va a estallar en la cara. (…)

-Todos somos sujetos del lenguaje,

-Objetos más bien, si me lo permite. Y lo sabemos de un modo teórico, de un modo que no nos afecta en la vida diaria porque en la vida diaria actuamos como si el lenguaje estuviera a nuestro servicio en vez de nosotros al suyo. Julia, en cambio, podría hacer este descubrimiento de un modo que informara cada minuto de su existencia, descubrirlo de un modo real y por lo tanto enloquecedor. Porque si entiendes en lo profundo eso, que estás colonizado por la lengua, hablar y escribir, y pensar por tanto, constituyen formas de sumisión diabólicas.»

Pasa el tiempo y Julia y Millás, incluso discuten sobre la aparición de las primeras gramáticas, como el lenguaje consiguió paras inadvertido durante siglos, como si no existiera, «para que no lo viéramos, al modo en el que los peces no ven el agua.»

«Todavía más, la lingüística no aparece hasta el siglo XIX. Ayer mismo, como el que dice.

-Ya.

-¿Te imaginas que no hubiéramos reparado en la existencia del elefante, por hablar de un animal enorme, hasta el siglo pasado? ¿O que nadie hubiera mencionado el hígado hasta el siglo XV, que es cuando apareció la primera gramática española?

-Bueno, ya antes había habido alguna cosa.

-¿Pero tú por qué te pones siempre del lado del lenguaje, Millás?, dice Julia irritada. ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que he averiguado?

-¿Qué gravedad?

-Pues esa, joder, que primero no nos damos cuenta de que el lenguaje existe y, segundo, que cuando nos damos cuenta lo confundimos con una herramienta. La herramienta somos nosotros.

-Herramienta en qué sentido.

-Joder, en el sentido de que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya. Y nos unas para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, para cortar los cables del mundo, para serrar las cañerías del universo. ¿Pero cómo es posible que no te des cuenta?»

Y hasta aquí les puedo contar. Abran este libro único si quieren entretenerse. Incluye un asesinato. En su locura, esta su cordura, lo mismo que le ocurre a Julia.

 

03Oct/19

LA ACERA ROTA. MERCEDES NEUSCHÄFER- CARLÓN

«¡Pensadlo!

Yo viví el sitio y el asedio de Oviedo, mi ciudad. Sin agua, sin luz, sin comida apenas. A la vez que cañonazos y bombas la atacaban sin compasión.

Lo he vivido sin saber por qué, ni para qué, creyendo incluso que la guerra era una parte de la vida. Casi no había conocido tiempos de paz.

He vivido también la desolación y el terror de la posguerra. Con miedo por la vida de mi padre. Era republicano y fue castigado. Jamás pudo volver a enseñar en la universidad, que era su verdadera vocación.

Pero, no, no debo lamentarme demasiado, a otros niños le fue mucho, mucho peor: perdieron a sus padres, pasaron frío y hambre, algunos murieron de tuberculosis por falta de alimento.

¿Quiénes eran los buenos? ¿Quiénes los malos?, me preguntaba entonces.

Había oído de injusticias y crueldades de ambos bandos. Y sabía también de gente buena. De ambos bandos, también.

Cuando comencé a escribir «La acera rota» no era mi propósito escribir sobre nuestra desgraciada guerra. Quería, en cambio, hablar de los primeros pensamientos y sentimientos del niño. De cómo éste va percibiendo y sintiendo el mundo que le rodea. Y de sus miedos e inquietudes que aún no puede expresar. Pero pronto a  la vida de Elena, mi protagonista, llega la guerra, ya antes la revolución de Asturias, y ésta adquiere en su vida un papel muy importante.

Todo lo que la novela va contando no está influenciado, pues, por prejuicios ni por anteriores experiencias. Es como Elena lo vivió y sintió, cuando aún no sabía juzgar  ni pensar que las cosas podrían ser de otra manera.

También, a través de la narración, se conoce bastante de la sociedad española de entonces. Se puede ver lo que se ha perdido, lo que felizmente ha cambiado, lo que aún queda… Y acaso entender algo de lo que puede llevar a lo que, de ningún modo, debe repetirse.

Si una guerra es algo terrible, una guerra civil lo es más aún.

Pensadlo, por favor, pensadlo.»

Tenía muchas ganas de presentarles a esta autora y a uno de sus libros y, por fin, ha llegado el día. Ella es Mercedes Neuschäfer-Carlón (Oviedo, 1931) y el libro es «La acera rota». Tenía, como digo, muchas ganas porque tengo la sensación y ojalá me equivoque, de que estamos ante una de estas joyas literarias poco conocidas y por tanto poco valoradas. En «La acera rota», se narran las vivencias de la propia autora durante la Guerra Civil y la Posguerra. Es un libro, a mi parecer, imprescindible para entender a los niños que vivieron la Guerra Civil española, como puede serlo «El otro árbol de Guernica», otra joya literaria del escritor trapagatarra Luis de Castresana (Ugarte, Trapagaran, Vizcaya 1925, Bilbao 1986) . Por eso he querido incluirles la introducción que hace la propia autora a su novela. Ahí cuenta la esencia de todo lo que nos vamos a encontrar a través de la protagonista de esta historia Elena y de su familia.

Elena es feliz en una infancia acomodada, lo único que le quita el sueño son sus fantasías sobre la muerte y el infierno. Pero llega la guerra y con ella la incertidumbre y un nuevo salto en la vida. Ya no hay que preocuparse por no pisar las líneas de la acera en su juego infantil, porque la acera está rota, la ha roto la guerra, que los destruirá todo, o casi todo. Quizás ese árbol que ha dado frutos al lado de la casa ya hecha una ruina a la que vuelven, sea la metáfora de que la vida se hace paso.

«Sin embargo, de pronto vieron algo que les interesó. Resplandecía allá en el fondo. Se acercaron. Era una naranja. El naranjo, que papá había plantado y que nunca habían visto florecer, traía su fruto. Elena lo cogió y , en el mismo momento, Julín descubrió otra naranja más abajo. Y luego todavía otra, otra escondida, chiquitina.

-Para Manolín, dijo Elena.

Las naranjas y aquella casualidad de que fueran justamente tres, les dio alegría.»

La narración se sitúa entre 1934 y 1939 en Oviedo y otros lugares de Asturias. En la historia aparecen otros niños como sus hermanos Julín y Manolín, su prima Rosa Mary, que vive en la ciudad, los amiguitos de la casa de al lado Antonín y Mary, por los que su madre siente mucha compasión, ya que les ha tocado vivir muchas penuarias, Carlitos, con su sótano lleno de chocolate, Rafael, la pequeña artista Mary Cris, Anselmina,…

Pronto estalla la guerra y Elena se queda a vivir en la ciudad con sus tías porque la casa en las afueras, donde viven, es demasiado peligrosa. Al principio, todo es visto como un juego en su cabeza infantil.

«A los niños les gustaba aquella experiencia nueva. Era como un juego para ellos el vivir de manera tan primitiva, tan sencilla, tan distinta de la de siempre.

Pero después…

A la ciudad le quitaron el agua. A la ciudad le quitaron la luz. Las gentes andaban como duendes en la noche a la luz de una vela. De los pozos, casi secos, se sacaba un poco de agua sucia, que se tenía que hervir para poder beberla y sabía muy mal. Cuando llovía, se colocaban algunas vasijas fuera para reunir el agua. Pero llovía muy poco. La ciudad estabas sitiada. Nada de fuera podía llegar a la ciudad. Los alimentos se iban acabando. No había ni carne, ni fruta, ni leche, ni pescado, ni legumbres. La gente comenzaba a pasar hambre. Algunos enfermaron de tifus y morían a veces solos, abandonados en las habitaciones, durante los bombardeos.  Llegaban las noticias de muertos y de heridos en el frente, en la calle, en las casas. De incendios en sótanos. (…) Una noche, las campanas de la catedral, que anunciaban la llegada de los aviones, sonaron. Y, a partir de entonces, empezaron a bombardear la ciudad también por la noche. La primera vez se alegraron los niños. Era emocionante la bajada al sótano en la oscuridad. Pero luego, muertos de sueño, tenían que dejar la cama y bajar, dando tumbos, casi todas las noches.»

Uno de los golpes más duros tiene lugar con la muerte de un compañero de juegos, Rafael.

«Elena sentía a la vez miedo y atracción hacia aquel pasillo y hacia aquella habitación. Nunca había visto a nadie muerto. ¿Cómo era eso de estar muerto? La gente que venía de la habitación comentaba:

-¡Pobre niño!¡Qué guapo está! Parece que está dormido. ¡Pobre angelito!

Elena tenía que verle. Avanzó temblando por el pasillo. Y se paró delante de la puerta. Dentro se oía el murmullo de unos rezos.

Abrió la puerta.

No pensaba que le iba a ver, así de frente, nada más abrir. Rafael estaba allí sobre la cama, vestido con el traje de Primera Comunión que le quedaba ya corto. Parecía dormido con las manos entrelazadas y una cruz encima. Y no se movía nada, absolutamente nada. Rafaelín, siempre haciendo gestos, muecas y riendo, allí quieto, tan formal.»

Ahora ya sabe lo que es la guerra. Elena y su familia han ido malviviendo de sótano en sótano ya que la ciudad ha sido sitiada, pero quieren volver a su casa por la brecha que las columnas gallegas habían abierto camino a occidente. La salida era peligrosa pero todos tenían ganas de huir «jugarse el todo por el todo y estar, si salía bien, libres al fin.»

Pero este no va a ser el último destino. A partir de la cuarta parte del libro se suceden nuevas aventuras, dentro la desolación Elena descubre la vida, las experiencias que le tocan a su edad. Va a la escuela, es consciente de la situación de pobreza en la que viven, no entiende la razón por la cual su padre ya no va a trabajar,…le han castigado por ser republicano. Descubre cómo le ha ido a sus vecinos, los pobres y los ricos, y sobre todo la dignidad. Esa dignidad que ha visto en sus padres y que ella admira.

«No fue aquella una época solo triste.

Cuando la gente les compadecía diciendo: «¡Pobres niños, con la vida a la que estaban acostumbrados…!, Elena se extrañaba. Habían pasado tantas cosas en sus pocos años que los cambios le parecían la regla normal de la vida.

Y, además, no comprendía por qué si, una vez, habían sido niños más bien ricos, ello les daba una especie de derecho a seguir siéndolo siempre.

Y tan pobre tampoco se sentía. ¡Cuántos niños más pobres se veían, entonces, por las calles!.»

En una ocasión Eena, leyendo un libro de santos, se da cuenta del sentido de la vida o al menos de la vida que ella aprecia, la de la alegría y la bondad.

«Solamente había, en uno de esos libros algo claro, bonito, humano. Era en la historia de san Luis Gonzaga. San Luis era un niño como todos al que también le gustaba mucho jugar. Una vez, estando con sus amigos, jugando en el patio del colegio, un fraile les preguntó:

-Si supierais que dentro de cinco minutos tendríais que morir, ¿qué haríais?

Uno contestó: «Iría corriendo a confesarme».

Otro: «Haría el acto de perfecta contrición».

Y San Luis, niño, dijo tranquilo: «Yo… seguiría jugando».

Eso sí que le gustó a Elena. Si, ser bueno y jugar. Ser buena y cantar, ser buena y bailar y estar contenta.»

26Ago/19

POEMAS. MANUEL MACHADO

Tenía ya muchas ganas de incluir en el blog al gran poeta modernista, miembro de la generación del 98, Manuel Machado (Sevilla, 1874, Madrid, 1947). Hoy releyendo sus poesías me he decidido a, por fin, traerle hasta aquí e invitarles en estas largas tardes de verano, a abrir su obra y disfrutar de sus bellos versos.

He escogido dos poemas, que me gustan particularmente y que además no tienen nada que ver el uno con el otro. Mi debilidad el titulado «Castilla» porque habla de El Cid y la pasión que siento por el Cantar del Mío Cid, hace que me guste cualquier obra literaria donde esté, aunque sea, nombrado.

El primero se titula Adelfos

«Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron,

soy de la raza mora, vieja amiga del sol,

que todo lo ganaron y todo lo perdieron.

Tengo el alma de nardo del árabe español.

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna,

en que era muy hermoso no pensar ni querer…

Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna…

De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.

(…)

Besos, ¡pero no darlos! Gloria… ¡la que me deben!

¡Que todo como un aura se venga para mí!

Que las olas me traigan y las olas me lleven

y que jamás me obliguen el camino a elegir.

(…)

De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.

No se ganan, se heredan elegancia y blasón…

Pero el lema de la casa, el mote del escudo,

es una nube vaga que eclipsa un vano sol.»

 

Castilla es el segundo.

«El cielo sol se estrella

en las duras aristas de las armas,

llega de luz los petos y espaldares

y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga…

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga.

(…)

«Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,

arruinará la casa

y sembrará de sal el pobre campo

que mi padre trabaja…

Idos. El Cielo so colme de venturas…

En nuestro mal, ¡oh Cid!, no ganáis nada.»

Calla la niña y llora sin gemido…

Un sollozo infantil cruza la escuadra

de feroces guerreros,

y una voz inflexible grita: «¡En marcha!»

 

El ciego sol, la sed y la fatiga…

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

-polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga.»