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16Mar/24

MAÑANA ME VOY. VICTOR COLDEN


«Más que una búsqueda, creo que todo viaje es una huida».

«También hace falta fe para seguir una senda durante horas».

«Mañana me voy, vuelvo a echarme al camino. Me gustaría decir que es sólo por el placer de la aventura («a ver qué pasa»). La verdad es que no podía no irme».

«¿Cómo será vivir así, despreocupado, yendo hacia el mar, siempre riendo?»

Un hombre decide emprender un viaje a Soria. Por delante, cinco días de excursión por caminos poco o nada transitados y bajo un tiempo que se avecina duro y frío. Le asaltan las dudas pero, de todas maneras, quiere hacerlo. «Habría preferido querer quedarme. Ver sin amargura cómo se van los otros y cómo regresan luego, o no».

Confiesa que le divierte cuando alguien elogia su supuesta fuerza de voluntad, su capacidad de emprender ciertos proyectos o de tomar determinadas decisiones porque según él lo que hace, a menudo, es rendirse y obedecer. «Obedecer a algo así como a un mandato, a una voz que ordena que camine. O que escriba».  Se pregunta, por tanto: «¿Qué libertad hay en andar si no puedo dejar de hacerlo?» Sin embargo, los caminos le llaman. «Me gusta pensar en la densidad histórica de los caminos, en los motivos por los que se trazaron y en los fines y propósitos de quienes los recorrieron».

Pero….

«¿Se alcanza  a ser libre andando por donde otros decidieron que se debía andar? Está la libertad de escoger sendero, la libertad de hacer un alto en el camino, la libertad de desandar lo andado y volver sobre nuestros pasos…, pero mientras marchemos por rutas marcadas, ¿no somos presa de una voluntad ajena?»

Elige Soria porque Soria «es un imán». «¿Por qué siempre que entro en Soria es como si se me ensanchara el pecho?»

«Yo lo tengo ya claro: no podemos movernos -ni hacer ninguna otra cosa- sin herir, sin romper, sin manchar. Sin molestar o humillar.

Cómo no estar harto de nosotros, de uno mismo.

Eso es lo que quiero, olvidarme de todo y salir».

El escritor Víctor Colden (Madrid, 1967) vuelve con este maravilloso libro, un diario de viaje titulado Mañana me voy, editado por Abada Editores. Después de su última novela, Tu sonrisa sin temblar, nos invita en esta ocasión a caminar con él por las tierras del norte de Soria.

Comienza la caminata y comienzan las reflexiones. Y eso es lo mágico de este preciosa obra que hoy les invito a abrir. Caminamos por los mismos caminos que atraviesa el autor. Sus reflexiones son las nuestras. Él se repasa, se cura sus heridas, evoca sus recuerdos y nosotros también. Él va apuntando en su cuaderno, nosotros también. Él se acuerda de la chica de los ojos color avellana, la muchacha que visitó enToulouse, la que tenía una sonrisa con el poder de calentarle el corazón. Nosotros… ¿en quién pensaremos? ¿A quién recordaremos?

«Hablar de los otros. Esa sería una buena manera de huir de mí. Hablar del dolor que he visto en los demás, o que he intuido. De sus pérdidas y sus búsquedas. De sus fantasías».

«Estoy cansado, quiero otras historias. Me encantaría ser capaz de conjugar los verbos en la primera persona del plural. Ni siquiera me siento cómodo usando la tercera del singular. Soy mi propia cruz: toda la vida aprendiendo a llevarla. He ahí un bonito desafío, el de no aburrir a los otros cuando se aburre uno a sí mismo».

«Lo más difícil es el silencio. Lo más costoso, lo más raro. Y lo más peligroso: las palabras van a oírse. Esa es la promesa implícita (¿o la amenaza?): la de que todo lo que se diga tendrá su peso, valdrá lo suyo. Y la de que alguien -incluso uno mismo- escuchará las palabras que se pronuncien».

«Hay una clase de cansancio que sólo se siente tras haber andado durante muchas horas. Ese cansancio se parece al cansancio que produce vivir. Querríamos tomarnos un descanso, pero no hay más remedio que tirar para adelante. Seguir caminando y seguir viviendo. ¡Nos gustan tanto, pese a todo, la vida y los caminos!»

El paseante y el escritor se funden. Le asaltan los miedos. «Haber escrito no tiene por qué significar seguir escribiendo. Pienso en todo esto con preocupación. No, con preocupación no: con miedo».

Le asalta el amor:

«Ya no creo que sea el amor lo que mueve el mundo. Alguna vez lo pensé, no recuerdo si bajo los efectos de dos o tres copas de vino. El egoísmo lo mueve. El miedo, la incomprensión, la pereza, la avaricia. Una estupidez sólida y correosa. ¿El mal?»

Le asalta la nostalgia:

«Esta nostalgia del silencio, de la belleza, de la sencillez, de cierto sentido de la austeridad. De la época en la que existía la espera, en que un viaje era un viaje y dar la palabra significaba una cosa precisa; de cuando se valoraba lo que se tenía y la ilusión por lo que no se tenía era real»

Las jornadas se suceden y el caminante sigue escribiendo sus pasos, dándoles forma, averiguando los secretos de esos senderos tan mágicos para él.

«Hay dos dulzuras hermanas, aunque distintas, la del amanecer y la del anochecer. En la calma del crepúsculo vespertino ya sabemos lo que viene luego -lo inevitable-, pero de madrugada, desde que la tiniebla empieza a desteñirse muy poco a poco, todo es posible y resulta difícil no acabar sintiendo algo parecido a la esperanza».

«Yo también soy trashumante. Voy buscando los pastos más frescos y una impresión duradera de verdad en mi vida».

Y de repente, la compañía del padre:

«Yo tampoco voy tan solo como podría pensar quien me viera. ¡Cuántas voces hay en mí! Incluida la de mi padre, con el que nunca hablé. O casi nunca. Él viene siempre conmigo. Esta mañana, al salir de San Pedro, creí percibir su olor. Fue una sensación fugaz -¿dos segundos?-, pero tan intensa que se me saltaron las lágrimas. Sigo de duelo treinta y cinco años después. También eso acompaña, a su manera».

«Y murió papá. Yo habría querido que el dolor no terminara. Me parecía una traición que se fuera haciendo soportable. No sabía que así era la vida».

Y de repente, la compañía de los amigos:

«¿Será inevitable que la vida nos vaya separando de las personas que nos quieren y a las que queremos? Nunca tuve muchos amigos. A lo mejor alguno de ellos piensa en mí justo ahora, en este instante en que yo, de pie en mitad de una dehesa cercana a Yanguas, pienso en ellos. Con eso bastaría, tal vez; con eso habría de bastar».

Y de repente, la compañía del camino a casa:

«Caminamos todo el rato en dirección a casa. Aunque nos alejemos de ella en el espacio, en realidad no nos vamos, sino que volvemos siempre. (…) Eso es lo que quiero, volver a casa».

Y de repente, la infancia feliz, los abuelos:

«Maldigo el día en que dejé de ser un niño y salí de la casa y el jardín de mis abuelos. Yo no sabía que aquel aburrimiento de las tardes de verano era divino».

Conmovedora reflexión la que hace Colden sobre el caminar, la vida y la escritura:

«Puede que andemos para darle un argumento a nuestras vidas, para tener algo que contar. La escritura, como el camino, sirve de hilo conductor de los días, que de otra forma se nos deshacen tantas veces en las manos: nos las miramos vacías después, sin saber muy bien qué ha ocurrido, buscando en vano algún resto. Por lo menos la escritura nos deja unos papeles llenos de signos. Un pálido reflejo de la vida, probablemente».

Conmovedora la que hace sobre la soledad:

«Ya sé: busco la soledad para experimentar la sensación de tener algún control sobre mi vida. ¡Los otros son tan impredecibles! No sabemos en qué momento van a decepcionarnos, incluso causarnos una herida, ni cuándo se sentirán ellos decepcionados con nosotros».

«A falta de un compañero de viaje, hablo conmigo mismo, aunque no lo haga en voz alta. Soy Sancho y Quijote a un tiempo. Yo digo los refranes y yo me los repruebo. Yo desvarío y yo me intento convencer de que no son gigantes. Yo me prometo las ínsulas y después fantaseo con ellas. Yo converso, en fin, con el otro que va conmigo, como si lo hiciera con alguien que se me hubiera juntado para un tramo de la ruta, quizá primero por interés y luego, a medida que fueran transcurriendo las jornadas, también por un vago afecto y algo semejante a la lealtad.

No voy tan solo como podría parecer».

Inevitablemente llega la pregunta, la pregunta imposible de responder. ¿Quién soy?

«POR FIN ME parece entenderlo: no soy el que mucho tiempo creí ser. No soy esa persona que yo había ido fabricando con retazos de sueños, de historias, de deseos, de rasgos tomados de aquí y de allá, de modelos muy diversos. Por encima o por debajo, queda el que a lo mejor fui una vez. ¿Podría tornar a serlo? He cambiado tanto que casi ni me acuerdo de cómo era antes. Antes: hace cuarenta años, digamos. Yo callaba entonces, y uno de mis mayores deseos era el de no ser visto, que nadie se fijara en mí. Desde que empecé a hablar, las cosas ya no volvieron a ser iguales.

A menudo echo de menos aquella época. Me echo de menos. ¿Por qué cambié? Siempre me ha producido estupor oír o leer lo que dicen algunos que no se arrepienten de nada y que si volvieran atrás lo harían todo de idéntica manera. (…) Yo cambiaría bastantes cosas. Me comportaría de otra forma, tomaría otras decisiones.

La sensación, a veces, de que han ardido los puentes, de que no hay marcha atrás. ¿Los he quemado yo? Seré otro, de acuerdo, pero sigo siendo aquel niño, aquel joven».

No crean que tienen un pequeño libro entre las manos por el número de hojas. Es inmenso. Le cabe todo: poesía, lirismo, amor, humor, amaneceres, búsquedas, libertad, soledad, esperanza e incluso, y cómo no teniendo en cuenta el amor del autor por la naturaleza, la tristeza del destrozo producido por los molinos de viento en el paisaje y la desolación al contemplar los pueblos abandonados, silenciosos, a la espera acaso de nada.

«En la ruta de hoy no se ven los atroces «molinos» que plagan algunos de los paisajes más hermosos de la provincia. De muchas partes del país. «Energía limpia», la llaman. No sé. Cuando pienso en los años…, no, en los siglos que tendrán que pasar antes de que se desmantelen estos engendros de cemento y de metal, y la tierra y el cielo – los horizontes- recuperen su belleza… ¿Pero a quién le importa eso?»

«Belleza agreste, belleza humillada. Herida -¿de muerte?- por los gigantes eólicos que coronan los montes y por la fealdad de los bosques de repoblación. Cuánta razón tenía Unamuno: «Los españoles no están a la altura de sus paisajes».

«No creo en nuestra especie, no. El humanismo es una falacia, un delirio. Por cada gramo de bondad, de belleza o inteligencia, ¡cuántas carretadas de ruido, de grosería, de estupidez, de crueldad, de arrogancia, de destrucción!»

«Estos pueblos abandonados… En ellos intuimos lo que puede renacer, por eso nos llaman con tanta fuerza. Ah, si fuera posible volver a empezar de una manera distinta. Si fueran posibles el retorno, el renacimiento, la reconstrucción».

Maravilloso es también el uso del vocabulario que utiliza Colden. Esas palabras tan poco usadas a diario que están esperando ahí, en algún momento para ser aireadas. Pero para eso hay que caminar, salir al campo, subir montañas, perderse en parajes solitarios. Colden, amante de estos vocablos los homenajea de esta forma tan bella:

«En ellas está la impronta de las miles de historias de quienes viajaron por los caminos de la vieja España. Historia de arrieros y feriantes, de pastores y postillones, de soldados, chalanes y recoveros. De ventas, posadas, mesones, casas de postas y estafetas. Señera entre esas historias, por supuesto, la del magro caballero y su escudero leal, fatigando carrenderas».

Y también hace Colden un homenaje a su infancia, a sus autores queridos, a las citas que recuerda, a cantantes y canciones que forman parte de su vida. Todo el camino está salpicado de ternura infantil, de nostalgia por la juventud, de realidad del presente. Todo el camino, empedrado de grandes nombres: Blyton, Machado, Ciro Bayo, Azorín, Cirlot, Serrat, Brassens, Modugno, Villa, Suero, Marías, Faulkner, Bassani, Casares, Stevenson, Abel Hernández, Avelino Hernández, Ursula Wölfel, Enrique Andrés Ruiz, Lispector, Leonard Cohen, Bukowski, Beatles…

«MIRLOS, GORRIONES, lavanderas, verdecillos: yo también silbo como si no hubiera un mañana. Que no lo hay».

«Algo le falta a la belleza cuando se disfruta a solas».

09Mar/24

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA. JOSÉ SARAMAGO


«(…) el ojo que está ciego, transmite la ceguera al ciego que ve (…)».

«Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás».

«El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos».

«(…) qué frágil es la vida si la abandonan».

Un hombre de 38 años se da cuenta de que se ha quedado ciego cuando está dentro de su coche parado en un semáforo. «Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche», dirá más tarde, completamente ya consciente de su nueva situación. Este hecho crea un pequeño caos en la circulación que, pronto, alguien haciéndose pasar por un buen samaritano, resolverá al ofrecerse para llevar al nuevo ciego a casa. Cuando la mujer del hombre invidente llega a casa después del trabajo asustada por lo sucedido pero esperanzada, porque tiene claro que nadie se queda ciego de repente, decide llamar a un médico.

Así comienza una de las obras más inquietantes del gran escritor, Premio Nobel de Literatura en 1998, José Saramago (Azinhaga, Portugal,1922- Tías, España, 2010). Es la obra, quizás, una llamada de atención para aquellos que aún pueden ver. Quizás, una advertencia a las fatales consecuencias que traería el taparse los ojos ante la realidad que nos rodea, y la necesidad de adoptar la responsabilidad necesaria que todo individuo debe tener. Pero también nos lanza una pregunta, una reflexión, tal vez antes de poder llegar a perder la vista ya estábamos ciegos y no lo sabíamos, el porqué es sencillo, porque el miedo ciega.

El médico, después de hacerle un exhaustivo reconocimiento, le explica que no ha encontrado ninguna lesión en los ojos. La ceguera le resulta inexplicable. Dice no haber visto nunca algo así y añade que se atreve a pensar que, incluso, «no se ha visto en toda la historia de la oftalmología».

Pero, pronto, un curioso fenómeno se desata. Todos los que han tenido contacto con el hombre que se ha quedado ciego comienzan a perder la vista: el ladrón samaritano, el médico que le ha atendido, una paciente de la consulta que únicamente padecía de una simple conjuntivitis y que ejerce la prostitución y un niño estrábico, que también estaba en el consultorio acompañado de su madre.

El oftalmólogo cree que debe informar a las autoridades sanitarias de lo que podría estar convirtiéndose en una «catástrofe nacional». «(…) nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que  de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida».

El ministerio del Gobierno se hace cargo de una situación cada vez más catastrófica.

«Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. (…) En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver».

Deciden aislar a todos los afectados en un manicomio vacío. La mujer del médico se hace pasar por afectada para no tener que separarse de su marido.

El gobierno les advierte de que abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente. A partir de ese momento, los ciegos inician una nueva vida juntos y aislado del exterior. Con el tiempo, se darán cuenta de que allí, como en cualquier otro lugar, se necesita una organización, establecer una reglas de convivencia, una limpieza básica si no quieren que todo vuele por los aires. Los roces serán inevitables y se hace evidente la necesidad de tener un orden para que las cosas fluyan.

«(…) tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quién somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué,  ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por el se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera (…)».

Llegan más afectados: la  mujer del primer ciego y el taxista que le llevó al médico, el dependiente de la farmacia que vendió el colirio a la chica de las gafas, el policía que encontró al ladrón y la camarera del hotel, la primera que entró en el cuarto, donde la chica con conjuntivitis atendía a su cliente. Más tarde, el manicomio acoge a la empleada del consultorio, al hombre que había estado con la chica de las gafas y al policía grosero que la llevó a casa. Pero, pronto, el recinto comienza a llenarse de afectados.

El médico reflexiona sobre lo que está ocurriendo:

«(…) Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, la que tenga luz no me pertenece».

Como habían advertido, uno de los sargentos se cobra la primera vida cuando el ladrón sale a pedir ayuda médica. El sargento se queda ciego.

Los soldados temen a los ciegos y los ciegos a los soldados. Unos al contagio, los otros a la muerte. En la hora de la recogida de comida se hace más evidente, aún, el sentimiento de miedo.

«Atención, atención, los internos tienen autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala».

Los internos saben que el deseo de los soldados sería acabar con ellos de una vez.

«Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo, la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por naturaleza».

Los ciegos reflexionan. Uno de ellos piensa que las cosas no están tan mal.

«Mientras no falte la comida, que sin ella no se puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar ciego allá afuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele, amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí, me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor».

Va más allá, afirmando que las autoridades han resuelto muy bien el problema aislándoles.

«Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos (…)».

«Lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos, evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea, imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria, repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí», reflexiona un ciego.

La necesidad de historias, de comunicación entre semejantes, de fe, de ilusión, de esperanza, de alegría, de fantasía, es lo que este hombre echa de menos. Eso tan cotidiano, eso que pasa tan desapercibido y que tanto nos alimenta. Es un fragmento conmovedor porque refleja que, sobre todo, necesitamos seguir creyendo en algo y en alguien para que nuestra vida sea soportable.

Llegan doscientas personas más entre contaminados y ciegos. Las autoridades, antes el temor de que se desencadene una revuelta, comienzan a distribuir la comida a tiempo.

Ante tal cantidad de gente, se ponen en consideración las palabras de la mujer del médico: «Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales».

Uno de los recién llegados, antiguo paciente del médico, trae consigo una radio. Todos quieren saber lo que ocurre fuera. El ciego les dice que los médicos se reúnen en congresos, los medios de comunicación buscan el sensacionalismo y que se ha ordenado la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, pabellones deportivos y almacenes vacíos ante la creciente subida de enfermos. Los accidentes de tráfico y aéreos son algo habitual, ya que los conductores, los pilotos se quedan ciegos en el momento más inesperado.

«(…) ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí».

Estas palabras de la mujer del médico son, a mi parecer, una metáfora de la necesidad abrumadora ante una situación insostenible de tener un líder con ojos que vean con claridad, unos ojos que nos lleven por el buen camino. Un líder que sea el pastor, el guía que vea por nosotros, que nos haga ver lo que ignoramos, lo que no vemos, lo que no queremos ver, lo que otros no están capacitados para ver porque no llegan a entender.

La mujer del médico se siente moralmente mal por estar fingiendo la ceguera pero tiene miedo a lo que sucedería si desvelara la verdad a los otros. Su marido le advierte:

«Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir. (…) Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores».

Ella le responde:

«Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar».

Un grupo de ciegos, con un líder a la cabeza que posee una pistola y respaldado por un ciego anterior a la catástrofe y por tanto entrenado, han decidido amenazar al resto. Ellos serán los encargados de repartir la comida, se harán con la posesión de los víveres. Si los demás quieren comer será a cambio de los enseres de valor que posean. Se establecieron, por tanto, dos grupos: el de los ciegos buenos y el de los ciegos malos. Cuando se acabaron los relojes, los anillos,… los malos se atrevieron a pedir mujeres. Enseguida surgen los debates morales.

Un encuentro sexual inesperado, desata la oportunidad de la mujer del médico de decirle a la chica de las gafas oscuras que ella si puede ver. La muchacha promete guardar el secreto.

Finalmente las mujeres sucumben.

«Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro de la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas, porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar».

«O chupas, o tu sala no verá más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola. Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar».

El jefe de los malvados muere apuñalado. Lo asesina la mujer del médico con unas tijeras que había traído, de casualidad, en su bolso. Su marido, asustado le dice que va a haber lucha, guerra. «Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar». «Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré», responde ella.

Resuenan las primeras voces alabando el papel de la asesina.

«Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros».

Un fuego intencionado en el manicomio provoca la huida. «Los locos salen».

«Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separa del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben a dónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar».

La vida fuera es desoladora. La mujer del médico decide ir a buscar comida para el grupo y lo que iba encontrando resultaba conmovedor: ciegos tropezando unos con otros, ciegos con la boca abierta y la cabeza en dirección al cielo para saciar la sed, ciegos gateando buscando sobras por el inmundo suelo, supermercados con estanterías vacías, grupos de perros callejeros que parecen hienas…  Toda la población ha quedado ciega. Los métodos gubernamentales han fracasado. Al fin consigue los víveres, después ropa. El objetivo ahora es llevar a cada uno de ellos a sus casas. Pero las casas no están en las condiciones que ellos esperan, algunos de ellos no quieren ir hasta ellas. Finalmente, van a la casa del médico.

La mujer del médico piensa que todos deben permanecer juntos. Será la única manera, cree, de sobrevivir. Los demás se sienten culpables, de alguna manera, pero ella insiste en que ella será los ojos que sus acompañantes dejaron de tener. «Dejaos guiar por mis ojos mientras duren», insiste.

Se acomodan todos en la casa del médico. Este hace una bonita reflexión delante de todos:

«Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma».

Su mujer le dice en una ocasión al médico:

«Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quién me vea».

¿Qué sucederá al final? ¿Cómo se irán sucediendo las cosas? Les invito a que abran este maravilloso libro.

«Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven».

La periodista y traductora Pilar del Río, comentó en una entrevista que Saramago sufrió escribiendo Ensayo sobre la ceguera. Al ser preguntada por el porqué, aclaró que es duro tener que reconocer que somos ciegos que viendo no vemos, que somos capaces de destruir a nuestros semejantes o dejarlos solos y abandonados a la suerte porque tenemos que salvar la vida. «Es un libro de una violencia extrema», puntualizó.

Pilar del Río, en su bello e interesante libro La intuición de una isla dedica un capítulo a esta obra. En él la escritora relata que no fue fácil la escritura del libro. «El 29 de abril de 1994, dejaba dicho en sus Cuadernos: «Me senté a trabajar en Ensayo sobre la ceguera, ensayo que no es ensayo, novela que tal vez no lo sea, una alegoría, un cuento «filosófico», si este fin de siglo necesitara tales cosas. Pasadas dos horas, entendí que debería parar: los ciegos del relato se resistían a dejarse guiar por donde a mí más me convenía».

Continúa relatando la mujer de Saramago: «El 8 de agosto de 1995, tras casi tres años de trabajo, acabó la novela. Por medio hubo pausas voluntarias y otras en las que simplemente sentía que el camino que llevaba no era el indicado. Por fin lo encontró, supo que era ese cuando un personaje se impuso con la fuerza de la naturalidad. «Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega», dijo la mujer del médico, subiéndose a la ambulancia que se iba a llevar a su marido. Esa frase, no pensada antes de escribirla en papel, le dio la clave, fue la epifanía que buscaba para escribir el Ensayo sobre la ceguera que los lectores conocen. José Saramago recibió la frase con emoción. Un personaje conservaría la vista por haber sido capaz de compasión. Entonces el libro adquirió forma y ritmo y fue siendo, día a día, el relato de ciegos que bien podría ser un fresco sobre la humanidad contemporánea».

«Escribió el autor el 7 de octubre en sus Cuadernos: «En mi novela Ensayo sobre la ceguera intenté, recurriendo a la alegoría, decirle al lector que la vida que vivimos no se rige por la racionalidad, que estamos usando la razón contra la razón, contra la propia vida. Intenté decir que la razón no debe separarse nunca del respeto, que la solidaridad no debe ser la excepción sino la regla. Intenté decir que nuestra razón se está comportando como una razón ciega que no sabe dónde va ni quiere saberlo. Intenté decir que todavía nos falta mucho camino para llegar a ser auténticamente humanos y que no creo que sea buena la dirección que llevamos», añade la periodista en el capítulo.

Pilar relata que esta obra es para muchos lectores «el diagnóstico de un mal que puede curarse». Es el libro más traducido de Saramago. «El epígrafe del libro da un respiro y propone: «Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara», puntualiza.

Cuenta la traductora y presidenta de la Fundación José Saramago que hubo momentos en la escritura de este libro en que el escritor se rompió. «Luché, luché mucho, solo yo sé cuánto, contra las dudas, las perplejidades, los equívocos que continuamente se me cruzaban en la historia y me paralizaban. Y como si esto no fuera suficiente, me desesperaba el propio horror de lo que iba narrando», escribió el autor en los Cuadernos de Lanzarote.

Del Río revela que los episodios de crueldad absoluta, como la violación colectiva que sufrieron las mujeres ciegas por parte de los ciegos que se hacen con el poder, el escritor «no quiso leerlos nunca más».

La intuición de la isla, editado por Itineraria, es un libro fascinante, lleno de recuerdos, anécdotas y fotografías, que les recomiendo leer. Si conocen la obra de Saramago les rellenará y aclarará dudas. Les revelará preciosos secretos. Si aún no conocen las novelas de este excelente autor, será una puerta, la mejor, para sumergirse en el placer de su escritura.

 

 

25Feb/24

LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 1) DAVID

«La gracia es engañosa y la belleza vana, y sólo por sus virtudes será alabada» Proverbios 31,30.

«Quien escatima la vara odia a su hijo, y quien lo ama lo castiga a tiempo».

Proverbios 13,24.

«Escucha la instrucción de tu padre, hijo mío, y tampoco abandones la enseñanza de tu madre, porque ellas serán una corona sobre tu cabeza y un collar en tu cuello».

Proverbios 1, 8-9.

«He puesto ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal. Escoge, pues, la vida».

Deuteronomio 30,19.

«El temor a Dios es el origen del conocimiento; los necios desprecian la sabiduría y la disciplina».

Proverbios 1, 7.

«Los pequeños raposos arrasan las viñas».

Cantar de los cantares 2,15.

«El que cuidare de la higuera comerá de sus frutos».

Proverbios 27,18.

«Honrará al anciano».

Levítico 19,32.

«Preeminencia del hombre sobre el animal no hay».

Eclesiastés 3,19.

«Y engordó Yeshurún (Israel) y coceó (a quien le había dado de comer)…».

Deuteronomio 32,15.

La familia Karnowsky, es la fascinante novela, escrita por Israel Yehoshua Singer (Bilgoraj, Polonia, 1893- Nueva York, 1944) y publicada en 1943, que les invito a abrir hoy. Editada por Acantilado nos lleva, a través de la historia de tres generaciones de una familia judía, a la primera mitad del siglo XX. Dividida en tres partes, con títulos que corresponden, por orden, a los nombres del abuelo, hijo y nieto de la saga familiar, es un libro de una gran belleza y gran sabiduría que nos hace reflexionar sobre cuestiones, tan de actualidad, como el de emigrar a otro país y las consecuencias que tiene una decisión de tal calado. El comportamiento que uno debe adoptar en ciudad ajena para ser y sentirse uno más y ser aceptado por los oriundos, se trata aquí con especial énfasis. El autor nos hace ver qué difícil resulta ir tomando las decisiones acertadas para agradar a los demás, el precio tan grande que hay que pagar para llegar a ser otro sin olvidar ser uno mismo y si esto, finalmente, merece la pena. En definitiva, nos hacemos estas preguntas: «¿Llegamos a ser aceptados en una sociedad que no es la nuestra en origen? ¿Qué grado de aceptación alcanzamos? ¿Qué entendemos por aceptación? ¿Se recibe la misma cantidad de lealtad que nosotros pusimos en el sueño de alcanzar algo mejor? ¿Llegamos a integrarnos? ¿Cuántas generaciones hacen falta para conseguirlo? ¿Se consigue realmente?

David, el abuelo, maderero y estudioso, joven decidido y de fuerte carácter, decide dejar Polonia a principios de siglo, donde nació, para irse a Berlín e instalarse allí con su mujer, Lea Milner, perteneciente a una acaudalada familia de Melnitz. David desea ir a Berlín porque según él es de esta ciudad de donde procede «todo lo bueno, lo luminoso, lo inteligente».

En Berlín, David se convierte en un gran empresario del sector maderero. Estudia bachillerato y se esmera en alcanzar un perfecto alemán porque además de un gran empresario quiere ser un hombre ilustrado. Se relaciona con los más influyentes maestros de la nueva sinagoga que no eran judíos inmigrantes de Europa, como los Karnowsky, sino respetables descendientes del judaísmo germano. Entre sus amistades se encuentran el doctor Speier, el erudito y librero Efraim Walder y el profesor Breslauer.

Lea y David tienen un primer hijo, al que ponen de nombre Moisés Georg y al que dejan claro, desde bebé y recién circuncidado que deberá ser judío en su hogar «y un hombre más en la calle». David se mueve como pez en el agua en ese ambiente germano erudito pero Lea no acaba de adaptarse. «Pese a ser sociable, de buen carácter y risueña, Lea no era capaz de trabar amistad con las respetables señoronas de la sinagoga. Entre ellas se veía insegura de su alemán y de sus conocimientos. Se sentía extraña y asustada. Extrañas le resultaban también las plegarias del cantor de la sinagoga, que, aunque entonadas en hebreo, le sonaban como si las pronunciara un cura. No menos extraños, por escasamente judíos, le resultaban el canto del coro y la prédica del rabino, el doctor Speier. (…) Y además, hablaba en un alemán grandilocuente, lleno de florituras, salpicado de citas de poetas y filósofos alemanes, y sazonado con versículos de las Escrituras y extractos de los libros sacros». Lea busca el amor de su rudo marido ante el mundo que le rodea:

«-David, quiéreme, le rogaba. ¿A quién tengo yo, fuera de ti y el niño?

Impulsado por su amor, Karnowsky se olvidaba de su respetabilidad y de la ciencia del judaísmo. Lo único que no olvidaba era su alemán. Incluso en los momentos de mayor éxtasis, sus palabras de cariño las pronunciaba en alemán. Lea las escuchaba ofendida; en esa lengua extranjera y gutural, las palabras no le llegaban al corazón. No le permitían paladear el auténtico sabor del amor».

Lea consigue entablar amistad con el exitoso comerciante Salmón Burak, que al igual que ella proviene de Melnitz. A David no le gusta el trato con otros inmigrantes como él. «Dado que él mismo era inmigrante, prefería alejarse de los inmigrantes. Deseaba olvidar los años que había pasado al otro lado de la frontera, borrarlos de su memoria».

Pasan los años, cuando su hijo Georg tiene quince queda de nuevo embarazada. Nacerá su hija Rebeca. Sigue su amistad con los Burak, quien tienen una hija, Ruth, de igual edad que su primogénito. Georg pasa su adolescencia sabiéndose querido en exceso por su madre, ignorado por su padre, al que sólo le importa el rendimiento académico del hijo, cortejado por Ruth, a la que no corresponde, y teniendo su primera experiencia sexual con Emma, la criada de la casa.

Georg acaba el instituto con honores dejando claro que no seguirá el camino trazado por el padre. Quiere estudiar filosofía y no tiene ningún interés por los negocios de éste. Sin embargo aceptará encargarse de administrar un propiedad de su padre, un edificio de apartamentos situado en el distrito obrero de Neukölln. Esto hará que la vida del joven de un gran cambio. Allí, Georg se enamora por primera vez. Elsa, es la hija del doctor Landau, que renta uno de los apartamentos que también hace las veces de consulta médica. El chico, debido al amor que profesa a Elsa, decide cambiar los estudios de filosofía por los de medicina. Llega a convertirse en médico. Pero el mundo está cambiando y en Berlín comienzan a escucharse los gritos de abajo Francia y Rusia y los vítores hacia el káiser y la patria son constantes. Entre los primeros movilizados por el ejército alemán figura el doctor Karnowsky, que será destinado al centro hospitalario del frente oriental. Días antes, había hablado con el doctor Landau de su poca entereza para ejercer la profesión. Creía haberse equivocado de profesión.

«-Tonterías, replicó el doctor Landau. Un médico sin corazón es un carnicero con diploma de medicina. Sólo una persona con corazón puede ser un gran médico».

El gobierno acosa a los judíos rusos y polacos con órdenes de arresto. Los trasladan a campos de internamiento. Herr Burak elude el campo gracias a su dinero y practicando sobornos. A David Karnowsky se le cae el mundo encima. No entiende por qué a él se lo quieren llevar.

«A él, que había huído de la ignorancia y las tinieblas de oriente a la cultura y la luz de occidente; a él, que hablaba alemán respetando todas las normas de la gramática; a él, miembro distinguido de la más prestigiosa sinagoga, experto en los escritos de Moses Medelssohn, Lessing y Schiller; a él, comerciante honorable, con títulos de propiedad y padre de hijos criados en el país; ¿a él lo iban a encerrar junto con el populacho oriundo de Polonia y de Rusia?»

¿Le ayudarán esos que creía, eran sus amigos alemanes? ¿Quién le salvará finalmente? El que menos se espera.

David va a visitar al librero y erudito, Efraim Walder para confiarle toda su tristeza y la decepción que sentía hacia los amigos que lo habían rechazado «de modo tan indigno». (…) Walder no se sorprendió. Con su larga experiencia de muchos años ya lo había visto y oído todo, y todo lo contemplaba con filosofía: las debilidades de los seres humanos, la ingratitud e incluso la guerra».

«Como discípulo incondicional de Maimónides, estaba convencido de que el camino al Creador no consistía en unirse a un quórum compuesto de porteadores y buhoneros, sino en una inteligente comprensión de la divinidad. Las masas que, por lo común, se enfervorizan durante la oración, y a gritos llaman «padre, dulce padre» al Creador, al estilo de los idólatras, alejan de la pura divinidad a cualquier persona inteligente. Tampoco sus rabinos eran mejores, también se identificaban con la masa, de tal modo que un hombre sensato no mantendría trato con ellos».

Elsa, que ama a David pero a la vez no quiere ningún compromiso con él, sigue al lado de su padre, que hace una reflexión muy bella, desde su posición de médico, sobre la guerra.

«Si supieran qué maravillosa máquina es el cuerpo humano, con qué delicado material está modelado, con qué perfección está diseñado cada uno de sus miembros, con qué racionalidad se une cada nervio a los tejidos, y qué funcionamiento tan asombroso tiene el corazón y los pulmones, los ojos y cada uno de los órganos del cuerpo, no habrían podido apoyar con tanta ligereza el asesinato y hasta la muerte propia. Eran unos incultos patanes que no conocían otra cosa más que la sucia política y la reverencia ante las coronas y las charreteras. Por esta razón se convertían tan fácilmente en asesinos y carniceros».

12Feb/24

TORTURA BLANCA. NARGES MOHAMMADI (PARTE 1)


Narges Mohammadi (Zanjan, Irán, 1972), ganadora del Premio Nobel de la Paz 2023 y una de las principales activistas iraníes a favor de la democracia y los derechos humanos, escribió este libro titulado Tortura blanca para hacerle saber al mundo entero lo que ocurre en las prisiones de la República Islámica de Irán. Un testimonio de gran valor, donde se recogen las experiencias de ella misma y catorce mujeres más. Alianza Editorial editó este libro donde se subraya que la vida entre rejas de estas inocentes, ya que ninguna de ellas cometió delito alguno, «está sometida a crueles vejaciones: sufren acoso y palizas por parte de los guardias, aislamiento total, denegación de cualquier tipo de tratamiento médico, interrogatorios extenuantes, castigos disciplinarios…» Se apunta que la ira del aparato represor iraní también se cierne sobre sus familias «que son amenazadas y no conocen el paradero de las prisioneras.»

Todas ellas son presas de conciencia o rehenes utilizadas «como moneda de cambio». «Mediante la tortura física y psicológica, el Estado iraní cree que puede reformar sus almas.»

Estas entrevistas se realizaron mientras las mujeres estaban en prisión o a la espera de juicio. «Son documentos asombrosos de humanidad, resistencia e integridad», se recalca en la cubierta del libro. «Mientras los iraníes siguen luchando a favor del movimiento «Mujer, Vida, Libertad», Tortura blanca carga contra el régimen teocrático iraní por sus crímenes.»

Mohammadi, periodista, licenciada en Física y madre de dos hijos, sigue encarcelada en una prisión de Irán. Su labor de activismo a lo largo de los años luchando por la abolición de la pena de muerte, por el derecho a la protesta pública y a favor de los derechos de las mujeres iraníes, ha sido elogiada por Amnistia Internacional, Reporteros sin Fronteras y PEN.

Comprometida con el movimiento «Mujer, Vida, Libertad» (Zan, Zendegi, Azadi), organizó protestas durante el Día Internacional de la Mujer cuando estaba encarcelada en la prisión de Evin, en Teherán.

El Comité Noruego del Nobel dijo que Mohammadi es una mujer, «una defensora de los derechos humanos y una luchadora por la libertad.»

The New York Times recogió que la investigación de la activista, basada en entrevistas a reclusas realizadas en la cárcel «ofrece una experiencia impactante acerca de la herida psicológica que producen el aislamiento total y las condiciones de vida en las cárceles de Irán.»

Tortura blanca, el libro que les invito a abrir hoy, representa, con estas entrevistas y las tristes y aterradoras experiencias que se recogen en ellas, a otras miles de mujeres que, como ellas, están encarceladas en Irán.

La gran escritora y traductora Clara Janés (Barcelona, 1940), miembro de la Real Academia Española (RAE) ha colaborado en la edición de este libro.

El prólogo del volumen está escrito por la abogada Shirin Ebadi (Hamadán, Irán, 1947). Militante por los derechos humanos y la democracia fue la primera mujer iraní y musulmana en recibir el Premio Nobel de la Paz en 2003.

El libro contiene, además, la carta que Mohammadi envió al Comité Noruego del Nobel, un apunte sobre la escritora a manos de Nayereh Tohidi y una introducción de Shannon Woodcock.

Les dejo con algunas de las experiencias de la autora del libro y con las del resto de mujeres. Son tan conmovedoras como crueles.

NIGARA  AFSHARZADEH

«Rebuscaba en toda la celda por si encontraba algo, como por ejemplo una hormiga; y cuando encontraba una, tenía cuidado de no perderla. Hablaba con la hormiga durante horas, lloraba y sollozaba. Rezaba durante largas horas. Tenía la sensación de que veía a algunos de los profetas. Cuando dormía, tenía sueños extraños y al despertarme no me los creía. Durante el día andaba mucho, tanto que mis piernas ya no me respondían. Cuando me traían la comida, desmenuzaba el arroz y lo esparcía por el suelo con la esperanza de encontrar alguna hormiga u otros insectos para poder entretenerme con ellos. Deseaba tener algo vivo en mi celda. Cuando una mosca entraba me daba una alegría enorme. La vigilaba con mucha atención y, cuando se abría la puerta de la celda, trataba de evitar que la mosca se escapara. Dentro de la celda andaba detrás de ella y le hablaba.»

«No me daba cuenta del paso del tiempo. Multitud de veces tocaba el botón para avisar a las guardias que necesitaba ir al aseo. Las guardias venían adormiladas y yo les preguntaba: «Disculpe, ¿cómo se prepara la sopa Ash?». Preguntaba sobre las recetas de comidas o sobre cuestiones sin sentido. No sabes cuánto se enfadaban. Me gritaban y golpeaban la puerta, diciendo que eran las tres o las cuatro de la madrugada y que por qué no me dormía y las dejaba dormir a ellas. Pero yo me sorprendía al ver que ellas dormían. No sabía cuándo era de noche. Tocaba el botón sin ninguna razón, salvo para ver a un ser vivo.»

«Me desesperaban tanto la soledad y el desamparo que terminé haciendo cosas muy extrañas. Por ejemplo, masticaba el pan que me daban de comer, hasta que se ablandaba en mi boca. Después formaba con él una muñeca o una cruz para mi hijo pequeño. Pero cuando salía para ir al baño, las guardias aprovechaban para buscarlas y romperlas.»

«Lo que me destrozaba en los interrogatorios eran los insultos y las humillaciones. Parte de los interrogatorios se centraban en mis relaciones sexuales. No podía creer que hicieran este tipo de preguntas a una mujer. Un interrogador me pidió que describiera cómo había tenido sexo con cierto hombre (con el que yo había estado casada durante un tiempo). Hice todo lo que pude para evitar responder a esas preguntas, pero no lo conseguí. Al final le dije: «Lo mismo que hace usted. ¿Qué cosas hace usted con su mujer? Pues yo hacía lo mismo». «No, me lo tienes que describir y que mostrar», me dijo. Yo imité el acto sexual sobre la silla.»

ATENA DAEMI

«Muchas veces intentaba pensar en cosas a las que no había dado importancia cuando estaba libre. Curiosamente, ahora las echaba de menos. Intentaba desgranar el pasado. Intentaba recordar los libros que había leído o la música que me gustaba. Los primeros días pensaba que nadie me oía. Un día llamaron mi atención unos golpes en la pared. Era un simple ruido, pero era un sonido, y había roto el silencio. Me di cuenta de que había alguien al otro lado. Me apresuré a establecer comunicación con la gente de las celdas de alrededor. (…) Un día apoyé la cabeza sobre el suelo escuché el llanto de un hombre que provenía de la planta inferior, y se me encogió el corazón. Golpeé el suelo para intentar decirle que no estaba solo, y me oyó. Dejó de llorar y me contestó con otros golpes.»

«Al levantarme intentaba tomar el desayuno muy despacio para que pasara el tiempo. Recogía los cabellos caídos en el suelo. También recogía las migas de pan y las ponía en el vaso de té. (…) Doblaba las mantas, me sentaba apoyando mi espalda en ellas y miraba las paredes. Procuraba encontrar formas en el mármol. Me aburría.

Echaba pan seco a las hormigas. Después de la comida dormía un poco y luego hacía dibujos en el plato con la cuchara de plástico. Hacía frío y me dolían las piernas o se me dormían. Tenía mareos y si caminaba dando vueltas en la celda me encontraba peor. Parecía que las paredes se caían encima de mí.

Había un recorte de periódico pegado con pasta de dientes en la pared por un preso anterior, creo que llegué a leerlo cientos de veces. Me sabía de memoria los escritos, los nombres y las poesías que otros presos habían escrito en las paredes. Cuando, después de cincuenta días, tuve un bolígrafo llené todas las paredes de las poesías que me gustaban.»

ZAHRA ZEHTABCHI

«Intentaba no dormir mucho y leía los escritos que los anteriores presos habían escrito en las paredes.

Durante el día, memorizaba versos del Corán, tres azoras cada vez, y escribía de vez en cuando algunas frases en las paredes. Pero cada cierto tiempo los empleados de la prisión pintaban de nuevo las paredes de la celda con el fin de borrar esos escritos.»

«Leía el Corán antes de entrar en prisión. Todos los días leía dos páginas con su traducción en persa. También leía el Corán junto a otras amigas, estaba acostumbrada a su lectura. Pero a lo largo de un año, durante mi confinamiento en la celda de aislamiento, lo leí catorce veces de manera cuidadosa y dándole significado.

Esta labor tuvo un efecto tremendo a la hora de reforzar mi resistencia. Resistí gracias a mis creencias religiosas.»

NAZANIN ZAGHARI- RATCLIFFE

«Una vez lloré tanto que me caí desmayada. Otro día, en el interrogatorio, la presión que recibí me dejó tan mal que me caí de la silla. El interrogatorio en Kermán siempre me dañaba mucho psicológicamente. Las miradas y el trato del interrogador me hacían mucho daño y yo le tenía mucho miedo. (…)

En Kermán no me sentía bien: lloraba y gritaba. Leía mucho el Corán. Lo leí entero siete veces. Hablaba con Dios, gritaba y me desmayaba.

Cuando volvía en mí, me veía con el rosario en la mano y caída en la alfombra de rezo. Entonces me daba cuenta de que llevaba mucho tiempo sin sentido.»

«Tenía mucho estrés, no sabía que pasaría en el futuro. Siempre me preguntaba por qué me habían quitado a mi hija a la que daba el pecho. Tenía una imagen en mi mente en la que ella se apartaba el pelo de su cara. Por las mañanas, cuando abría los ojos, buscaba a Gisoo, pensaba que estaba en un sueño y no podía creer que estaba separada de ella, echaba mucho de menos bañarla, acostarla en su cuna…»

«Padecía de perdidas de memoria. En la celda pensaba durante muchas horas, pero no recordaba ni cosas sencillas de mi vida cotidiana.»

MAHVASH SHAHRIARI

«Ellos querían humillarme y derribarme, pero eso nunca ocurrirá. Me decía que aquello para mí sería una experiencia espiritual. Me acordé de lo que dijo Nietzsche: el sufrimiento que no venza a un ser humano, le hará más fuerte. Y decidí volver a casa más fuerte.»

«Una celda de aislamiento no es solamente un habitáculo pequeño, estrecho, oscuro y sin vida. Allí, constantemente y cada vez más, aumenta la presión sobre la acusada con interrogatorios duros y machacantes, intimidaciones, insultos, amenazas a la familia y los amigos, incomunicación, falta de noticias y desconocimiento de los planes que tienen los carceleros respecto a ti, a tu familia y a tu comunidad. En todo momento te planteas decisiones delicadas sobre cómo debes responder a cada una de sus preguntas… Ellos exageran constantemente, juran, gritan y mienten, para conseguir agotarte y lograr que te rindas.

La prolongación del régimen de aislamiento tiene serias consecuencias físicas y psíquicas. La soledad, la desorganización mental, la falta de estímulos sensoriales, como luces, colores, sonidos, olores o, simplemente, una mirada normal y sin enemistad, poco a poco altera la concentración mental y el equilibrio psíquico de la persona.»

«Rezaba largas oraciones y repetía lo que ya me sabía de memoria. También andaba y pensaba. Andaba sin descanso por la celda y recitaba en voz alta las poesías y los textos que me sabía de memoria. Había programado mis pensamientos, es decir, cómo y en qué pensar. Por ejemplo, pensaba en los interrogatorios, los analizaba y reflexionaba sobre ellos. Pensaba en mi casa, mi familia, mis compañeros y mis amigos. Intentaba evitar los pensamientos inútiles y no perder el control.»

«Además, la falta de contacto social y de conversaciones normales, tuvo efectos negativos mentales y morales, sobre todo para mí que era profesora y durante años di clases en institutos educativos. He expresado claramente todo esto en mis poesías.»

«Me fijé en el espejo que había allí, y vi a una persona que desconocía totalmente. La miré bien y me pregunté quién era: «¿Quién puede haber aquí, salvo la funcionaria y yo?». Cuando miré otra vez me di cuenta de que no había nadie más. Solo estábamos nosotras dos. Entonces entendí que aquella mujer, con su chador y un aspecto pálido y delgado, con cabellos blancos y cejas largas, era yo misma. Me puse mala, ¿cómo era  posible que no me reconociera a mí misma?»

«La experiencia de la prisión es larga, especial y única: una vida llena de sufrimiento, privaciones y soledad. Es una experiencia que consiste en sobrellevar el peso de la injusticia y de soportar tratos claramente vejatorios y una inmoralidad amarga y desnuda. La vida en prisión se basa en la negación de todas las necesidades naturales y humanas, pero al mismo tiempo abre las puertas de la poesía, del pensamiento y del significado del valor del corazón y del alma. Es una manera de alcanzar la certeza en la victoria final de la verdad; es la experiencia ascética de encontrar la Haqq al- Yaqin

HENGAMEH SHAHIDI

«Cuando no tenía un libro me ponía muy nerviosa. Pero cuando me daban algún libro me ponía a leer y eso cambiaba mi estado de ánimo. Cada día leía unas ochocientas páginas y eso era de gran ayuda para pasar el tiempo.»

«Aprovechando mis experiencias anteriores, hacía deporte durante dos horas diarias, entre los periodos de lectura. El deporte consistía en andar dentro de la celda o hacer estiramientos. Algunos días andaba hasta siete kilómetros dentro de la celda. La manera de calcular la distancia era muy sencilla: una ida y vuelta era aproximadamente cinco metros, y como mi rosario tenía cien cuentas, una vuelta entera del rosario eran 500 metros y entonces catorce vueltas del rosario eran siete kilómetros. La cuenta de las catorce vueltas las hacía con huesos de dátiles.»

«La prohibición de realizar llamadas y de recibir visitas hacía aún más difícil tolerar la situación en la celda. La luz que estaba encendida a todas horas día y noche irritaba mis ojos, me privaba del sueño y era una especie de tormento. Soporté situaciones difíciles cuando me enfrenté a groserías, a palabras vulgares y a insultos sexuales.»

REYHANEH TABATABAEI

«Echaba de menos a mi madre, y sufría por no poder escapar de aquel ambiente. Al no tener radio ni televisión, era muy difícil entretenerme en algo para pasar el tiempo. A veces me sentía muy deprimida. Una vez me dieron un ejemplar del periódico Bahar en el que habían publicado mi detención y la de mis compañeros, lo leí y me emocioné mucho. (…)

En la celda me dejaron el libro Da, de casi 700 páginas y lo leí siete veces. Cuando leí las primeras cien páginas, volví a empezar de nuevo para no acabarlo tan pronto. Les pedí más novelas, pero no me dieron ninguna. Más tarde me di cuenta de que leer este libro e imaginar las escenas de guerra, matanza y muerte, me hacía daño y empeoraba mi estado de ánimo.»

«En la celda andaba mucho y hacía ejercicio sentada y tumbada. Pasaba mi tiempo haciendo cosas, por ejemplo, un rosario con corteza de naranja para calcular el tiempo.»

SIMA KIANI

«Lo que más me hacía sufrir era no tener nada para entretenerme y para pasar el tiempo; no había libros ni prensa, nada… todo esto me resultaba muy difícil.

Parte de los días los dedicaba a rezar; procuraba dormir para no enterarme del paso de las horas. Mi celda estaba cerca del cuarto de los funcionarios de prisión, y me llegaban sonidos incomprensibles de los programas de televisión que veían. Intentaba reconocer esos ruidos y de esa forma mantenerme mentalmente activa, y terminé por familiarizarme con los sonidos.

Durante los diez días de interrogatorios me sentí mejor porque, para mí, suponía estar ocupada con algo y, por lo tanto, prefería que me interrogaran a estar sola en la celda sin poder hacer nada.»

«Con el paso del tiempo, las funcionarias ya me conocían  mejor, de modo que aumentaron el tiempo de patio hasta media hora o más. Eran momentos placenteros de soledad, una ocasión para dar paseos, en los días lluviosos caminaba en una zona bajo cubierto, y los dedicaba a la oración en voz alta y a llorar y rogar a Dios.

Cuando volvía a la celda, sentía una iluminación espiritual enorme.»

«Fue una experiencia irrepetible, tal vez única en la vida, agonizante pero excepcionalmente espiritual. Espero que sus buenos efectos duren el resto de mi vida. Sé que el futuro de mi país es brillante y que los prejuicios, el odio y la enemistad desaparecerán de la tierra.»

FATEMEH MOHAMMADI

«Los interrogatorios eran muy duros porque me insultaban de forma horrible y vejaban a mi familia, sobre todo a mi madre y, por supuesto, a mí misma. Por ejemplo, decían que la iglesia cristiana era como un casino. Me echaban en cara que leyera la Biblia y no el Corán.

Se entrometían en los asuntos más íntimos de mi vida, cosas que no tenían nada que ver con las acusaciones contra mí, y en términos muy vejatorios. Me hablaban de asuntos privados y de mis relaciones familiares. Tachaban de cobarde a mi padre y yo me sentía indefensa. Una vez, sollozando, le dije al interrogador: «¡Quiero a mi padre!», y él se quedó callado.»

«Era llamativo que, cuando se trataba de hacerme preguntas sobre el cristianismo, tenía que llevar la venda y sentarme de cara a la pared; solamente me la podía quitar cuando tenía que escribir algo. Sin embargo, cuando formulaban preguntas acerca de mi vida personal y privada como mujer, hacían que me quitara aquel trapo y que les mirara a los ojos.»

«Me habían sometido a un estado de abandono absoluto; ya ni siquiera me interrogaban. En esta situación, sufría delirios y aquello me preocupaba gravemente. Les decía que no tenían nada de lo que acusarme, que por qué no me sacaban de la celda, pero ni siquiera me hablaban.

Aunque los interrogatorios iban acompañados de malos tratos y vejaciones, los prefería, porque así, al menos, podía salir de la celda. Estaba dispuesta a aguantar cualquier cosa con tal de dejar el aislamiento, aunque solo fuera escuchar los pasos de alguien andando.»

«En cuanto a la gravedad de la situación en la celda de aislamiento, solamente puedo decir que a veces hacía cosas de manera inconsciente e involuntaria, y después, cuando volvía en mí misma, me veía arrodillada entre sollozos, rezando y reclamando a Cristo y hablando con él. Pensaba que salvo Jesucristo nadie más me iba a socorrer.»

SEDIGHEH MORADI

«Desde el primer interrogatorio me estiraron el cuerpo para atarme los pies y las manos a una tabla, y me daban continuos azotes con un cable en la planta de los pies. Todo mi cuerpo temblaba y no dejaba de llorar. Parecía que me estaba muriendo. En mi espalda no sentía mucho dolor, pero me retorcían la cabeza y esto me provocó serios daños en los tendones del cuello. Recuerdo que me desmayé y para despertarme me echaban jarras de agua. Yo no podía ponerme de pie, pero me obligaban a hacerlo. Aun y con todo, el dolor de la tortura se puede tolerar mejor que escuchar los gemidos de otras personas que están siendo torturadas.»

«Recuerdo un día que, como consecuencia de los latigazos, me sentía muy mal. Empecé a cantar unos himnos. Entonces yo estaba soltera y no vivía con mi familia, así que pensaba en mis amigos. Recordar las cosas que había hecho y los sitios que había visitado era una forma de entretenimiento. No tenía el Corán, pero recitaba algunos versículos que sabía de memoria. Pensaba en las películas que había visto. (…) Hablaba en voz alta y trataba de escuchar mi voz como si viniera de otra persona. En la celda reinaba un silencio absoluto. Los momentos más agradables eran cuando los hombres de la planta de arriba entonaban himnos. El sonido más bello era escuchar las campanadas del reloj de la Universidad Nacional; entonces era consciente de que la vida continuaba. Escuchar el ruido de una moto o la voz del frutero me daba vida.»

«Me sentía al margen de todo, olvidada y pedía ayuda a Dios. Repetía todo lo que sabía para que la soledad no me hundiera todavía más. Un día, una mariposa se posó en la moqueta. Entablé con ella una conversación. Fue un momento grato y agradecí su presencia.»

«Una vez escuché a una madre imitando a su hijo y me resultó algo muy agradable. Al principio creí que habían llevado a la prisión a un niño, pero luego descubrí de qué se trataba.»

NAZILA NOURI Y SHOKOUFEH YADOLLAHI

«Me golpearon en la cabeza durante el arresto y como resultado tuve muchos problemas. Uno fue que perdí el sentido del olfato. Mi herida en la cabeza se infectó y tuve fiebre. (…) Era difícil pero yo intentaba seguir bien. La verdad es que dentro de la celda me sentía tranquila.»

«En general, siento que durante este período muchas cosas que eran valiosas para mí fuera de prisión ya no me importaban, y cosas que antes daba por sentado, como caminar por la calle Pasdaran, ahora tienen un significado diferente.»

MARZIEH AMIRI   

«(…) había escritos de otras personas presas allí antes.

Era como si los mensajes te dieran señas de aquellas personas. Gente desconocida pero con la que te sentías unida. Los escritos en las paredes eran como un canal de comunicación, un puente entre los que estuvieron antes y los que estábamos hoy, y eso me daba ánimos.»

«De entre las baldosas del patio habían brotado unas flores amarillas. Yo ya conocía esas flores. Una amiga me había hablado de ellas. Durante su detención eran los únicos seres vivos que le recordaban la vida. Por estas flores me di cuenta de que era el mismo sitio en que había estado mi amiga. Sentía que ya no estaba sola y que Parisa estaba conmigo.»

«Cuando estás en un espacio cerrado, todo lo que forma parte de la vida cotidiana de un ser humano desaparece.

En los interrogatorios me preguntaban de todo. Solo escuchas la voz de tu interrogador, y cuando vuelves a la celda, estás completamente sola. La soledad de una celda de aislamiento es muy diferente a estar sola en libertad. En la celda nadie está a tu lado. Te apetecer charlar, pero no puedes. Hay momentos en la celda en los que tienes la sensación de que las paredes se derrumban sobre ti. Sientes que las paredes se van aproximando cada vez más unas a otras y que te van a aplastar. Esa sensación era muy fuerte y me cortaba el aliento.»

«No había nada en la celda para entretenerse. Solo podía trastear con mi mente. A veces me imaginaba en una reunión de amigos y, así, hablaba con ellos. Procuraba imaginar conversaciones sobre temas ajenos a la prisión, para no perder la conexión con el exterior.»

«Antes de ser encarcelada, a veces me sentaba durante horas a pensar, por ejemplo en una parada de autobús. O me acostaba durante dos horas y simplemente pensaba cosas sin nigún propósito, pero en la celda de aislamiento no hay nada que estimule tu mente.

A veces intentas recordar cosas del pasado, y repasarlas, pero llega un momento en el que te agotas y te aburres de ese esfuerzo. Son momentos muy tristes. En ocasiones no recuerdas ni los instantes más bellos ni los sucesos más importantes de tu vida. Es como si en un sitio abarrotado y desordenado buscaras algo sin poder encontrarlo.»

«Hacía mucho ejercicio. Bailaba, hacía muecas y movimientos con el cuerpo y me reía mucho con aquel juego.»

«Me sentía muy mal. Di un puñetazo a la pared. En ese momento casi enloquecí y experimenté miedo, no hacia el interrogador o la prisión: tenía miedo de mí misma. Di un puñetazo a la pared porque quería sentir dolor físico.»

«Reflexionar y tener ganas de vivir eran mi mayor y principal apoyo. Cuando me sentía frustrada por todo, pensaba que podía crear una esperanza real en aquel momento si conectaba mi pasado con mi futuro. Este deseo también me ayudó a no dejarme intimidar por el interrogador. Creer que mi vida iba a continuar me ayudó a seguir viviendo, no solo durante los interrogatorios. Recordé lo que había oído sobre otras prisioneras. Pensé en cómo ellas también habían vivido y resistido en aquellas celdas. Mi cabeza estaba llena de su resistencia, resiliencia y firme resolución. El hecho es, por supuesto, que las condiciones de aislamiento son tan duras que es muy difícil tener una férrea voluntad de resistir. A veces olvidas completamente el significado de esa idea, porque simplemente termina convirtiéndose en un concepto vacío.»

«(…) solo el nacimiento de un poder interior te sostendrá. Hasta ese momento, desconocías la existencia de ese poder. Es algo que te ayuda a enfrentarte a esa situación de violencia. En realidad, en esas circunstancias, el ser humano lucha por sobrevivir, tal vez nada salvo el instinto de supervivencia sea capaz de lograr que sigas adelante.»

«A veces mi cerebro o mi voluntad dejaron de resistir, pero algo muy dentro de mi cuerpo y de mi alma, algo orgulloso que resistía en lo más profundo de mi yo roto, me empujó a seguir luchando.»

«Este sistema quiere imponernos que un grupo, al tener mayor fuerza, puede y está legitimado para ordenar y dirigir a los otros grupos porque carecen de poder. En este hecho puede verse el denominador común entre la atmósfera de los interrogatorios y la lógica de la sociedad patriarcal. En los interrogatorios, el interrogador, desde la fiscalización, la violencia, la imposición del castigo, tiene el mismo rol que el padre, el esposo, el hermano y el Gobierno hacia la mujer.»

«En la situación tremendamente desigual e injusta creada por el interrogador, la mujer que ya viene herida de una situación discriminatoria anterior y generalizada, puede poner en marcha una resistencia nacida en ella desde la experiencia de su día a día.»

 

 

 

 

28Ene/24

EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA. PATRICK MODIANO


Un hombre recuerda los entrañables años pasados, la juventud en el París de los  sesenta con sus amigos, las horas en un café parisino y la presencia de una bonita y enigmática muchacha, Louki. Es estudiante en la Escuela de Minas y la cafetería Le Condé, donde se reunía con otros jóvenes, suponía para él «un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida.» «Era un parroquiano muy discreto de Le Condé y siempre me quedaba un poco aparte y me contentaba con escuchar lo que decían los demás. Me bastaba. Me encontraba a gusto con ellos.»

«(…) si toda aquella época sigue aún muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que se quedaron sin respuesta.»

Patrick Modiano (Boulogne- Billancourt, 1945) escribió la exquisita novela titulada En el café de la juventud perdida, que hoy les invito a abrir. Considerado como uno de los mejores novelistas contemporáneos, recibió el Premio Nobel en el año 2014.

«Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.»

Ella es Louki «se refugiaba aquí, en Le Condé, como si quisiera huir de algo, escapar de un peligro. Se me ocurrió cuando la vi sola, al fondo del todo, en aquel sitio en donde nadie podía fijarse en ella. Y cuando se mezclaba con los demás, tampoco llamaba la atención. Se quedaba en silencio y reservada y se limitaba a escuchar.»

Louki no es el verdadero nombre de la chica, esa que nada tiene que ver con los parroquianos de entre diecinueve y veinticinco años que van a Le Condé, ese local pequeño lleno de bohemios. Ella llega en octubre, seguramente porque «había roto con parte de su vida y quería hacer eso que laman en las novelas PARTIR DE CERO.»

«(…) si te fijabas bien, notabas unos cuantos detalles que la diferenciaban de los demás. Se vestía con un primor poco usual en los parroquianos de Le Condé. (…) me llamó la atención lo delicadas que tenía las manos. Y, sobre todo, le brillaban las uñas. Las llevaba pintadas con un barniz incoloro.»

«(…) un día, en Le Condé , la sorprendí sola y leyendo. (…) Debería haberle preguntado de qué trataba el libro, pero me dije, tontamente, que Horizontes perdidos no era para ella sino un accesorio y que hacía como si lo estuviera leyendo para ponerse a tono con la clientela de Le Condé.»

Los demás beben y visitan «paraísos artificiales». Quizás Louki también. No se sabe cómo Louki llegó allí. «Siempre he creído que hay lugares que son imanes y te atraen si pasas por la inmediaciones. Y eso de forma imperceptible, sin que te lo malicies siquiera. Basta con una calle en cuesta, con una acera al sol, o con una acera a la sombra. O con un chaparrón. Y te llevan a ese lugar, al punto preciso en el que debías encallar.»

Pero no es la nostalgia de los años perdidos el tema central de esta obra. El misterio también está presente. ¿Quién es Jacqueline Delanque? Una chica de veintidós años que ha dejado a su marido. El esposo recuerda que una noche invitó a uno de sus ex amigos de la Escuela de Comercio a cenar y éste vino con un tal Guy de Vere, un hombre mayor que su esposa y el amigo, y muy versado en ciencias ocultas. De Vere le ha aconsejado un libro a Jacqueline, Horizontes perdidos.

«Se había llevado su ropa y los libros que le había prestado Guy de Vere, todo ello metido en una maleta de cuero granate. Aquí no quedaba ya ni rastro de ella. Incluso en las fotos en que salía, unas pocas fotos de vacaciones, habían desaparecido. Por la noche, solo en el piso, se preguntaba si había estado casado alguna vez con aquella Jacqueline Delanque. La única prueba de que todo aquello no había sido un sueño era el libro de familia que les entregaron después de la boda. Libro de familia. Repitió esas palabras como si no entendiera ya qué querían decir.»

«En esa vida que, a veces, nos parece un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas la líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos.»

¿Quién es Jacqueline Delanque? La hija de una trabajadora del Moulin- Rouge. Una chica inalcanzable. Una chica frágil, con miedos, desamparada y fuerte a la vez.

«Es posible que se comportase así conmigo, con aparente indiferencia, porque no se hacía ninguna ilusión en lo que a mí se refería. Debía de decirse que no había gran cosa que esperar puesto que me parecía a ella.»

«Si me hubiera pillado sola en el bulevar, a las doce de la noche, apenas me habría dicho una palabra de reproche. Me habría mandado volver a casa con esa voz tranquila que tenía, como si no la sorprendiera verme en la calle tan a deshora. Creo que si andaba por la otra acera, la que estaba a oscuras, era porque notaba que mi madre ya no podía hacer nada por mí.»

«Noté esa sensación de angustia que se apoderaba de mí, muchas veces, de noche, y que era aún más fuerte que el miedo, esa sensación de que en adelante sólo iba a poder contar conmigo misma, sin recurrir a nadie. Ni a mi madre ni a nadie. Me habría gustado que el policía se quedara toda la noche de plantón delante del edificio, toda la noche y los días siguientes, como un centinela, o más bien como un ángel de la guarda que velase por mí.»

«Mi madre debía de llevar ya mucho rato en casa. Me preguntaba si le preocuparía mi ausencia. Casi echaba de menos aquella noche en que vino a buscarme a la comisaría de Les Grandes- Carrieres. Tenía el presentimiento de que, a partir de ahora, nunca más podría venir a buscarme. Me había ido demasiado lejos.»

Jacqueline se ha ido muy lejos. Se ha ido con Jeannette con la que toma alcohol y «nieve». Se ha ido con las compañías de Le Canter. No es feliz. Ha mentido a Jeannette nada más conocerla porque ella es quién es pero quizás hubiese querido ser otra, pero no puede. «Siempre había soñado con ser estudiante, por la palabra, que me parecía elegante. Pero aquel sueño se convirtió en algo inaccesible el día en que no me admitieron en el liceo Jules-Ferry.»

«Un día, al amanecer, me escapé de Le Canter, donde estaba con Jeannette. (…) Me asfixiaba. Me inventé un pretexto para salir a tomar el aire. Eché a correr. (…) Dejé que se apoderase de mí una embriaguez que ni el alcohol ni la nieve hubieran podido proporcionarme nunca. (…) Estaba completamente decidida a no volver a ver a la banda de Le Canter. Más adelante, he sentido la misma embriaguez cada vez que he roto con alguien. No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o evasión. Pero la vida siempre volvía por sus fueros. Cuando llegué a la avenida de Les Brouillards, estaba segura de que alguien había quedado conmigo por esta zona y sería un nuevo punto de partida para mí.(…) Caminaba con esa sensación de liviandad que, a veces, sentimos en sueños. Ya no le tenemos miedo a nada, todos los peligros son irrisorios. Si las cosas se ponen feas de verdad, basta con despertarse. Somos invencibles. Caminaba, impaciente por llegar al final, allá donde no había más que el azul del cielo y el vacío. (…) No tardaría en llegar al filo del precipicio y me arrojaría al vacío. ¡Qué dicha flotar en el aire y saber por fin cómo era esa sensación de ingravidez que llevaba toda la vida buscando!»

Pasan los años y Louki está en boca de todos.  «Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella…Porque por eso es por lo que la queremos, ¿verdad, Roland?»

El poder de la memoria y la búsqueda de la identidad de Louki se entremezclan en esta fabulosa novela. Todos sentiremos compasión por la dulce Louki.

21Ene/24

¿QUIÉN HA VISTO EL VIENTO? CARSON McCULLERS (PARTE 1)


La totalidad de los cuentos de la escritora norteamericana Carson McCullers (Columbus, Georgia,1917, Nueva York, 1967), editados por Seix Barral bajo el título ¿Quién ha visto el viento? es la obra que les invito a abrir hoy. «Carson McCullers transmitió con una maestría insuperable la grandeza y tragedia del alma humana. Su obra ha seducido a generaciones de lectores, mientras la crítica la encumbraba en el pedestal de los clásicos del siglo XX.», reza la cubierta del volumen. «Dotados de una insólita musicalidad, desprenden una fuerza y una pasión que sacuden a quien los lee.», se añade.

En esta entrada, recogeré citas de aquellos cuentos que más me han gustado.

En Sucker, la autora nos presenta a un chico adolescente de dieciséis años, atormentado por el desprecio de Maybelle, una chica de su instituto que le gusta, y los remordimientos de conciencia que le producen el mal trato que dispensa a su hermano de doce años con el que comparte habitación.

«Hay una cosa que he aprendido, algo que me hace sentirme culpable y es difícil de entender. Si una persona te admira mucho, la desprecias y te tiene sin cuidado; en cambio, casi con toda seguridad admiras a la persona que no te hace caso. No es fácil darse cuenta.»

«Supongo, de todos modos, que uno entiende mejor a la gente cuando es feliz que cuando está preocupado.»

«No sé qué tiene una noche oscura y fría que hace que te sientas muy cerca de alguien con quien duermes. Cuando hablas con él es como si fuerais las únicas personas despiertas en toda la ciudad.»

Una chica de dieciocho años está en Nueva York. Allí asiste a la universidad. Vive en un edificio donde comparte vecindario con gente singular. El patio de la calle Ochenta, zona oeste, título del cuento, acoge a personas que le harán preguntarse sobre el comportamiento humano y sobre lo poco que sabemos de las vidas de los que tenemos cerca.

«Cuando ves dormir, vestirse y comer a la gente, tienes la sensación de que los entiendes, incluso aunque no sepas cómo se llaman.»

«Háganse cargo de que todos los vecinos del patio nos veíamos dormir y vestirnos y cómo pasábamos nuestras horas de ocio, pro no nos hablábamos nunca. Estábamos lo bastante cerca para tirarnos comida de una ventana a otra, lo bastante cerca para que una sola metralleta pudiera habernos matados a todos en un abrir y cerrar de ojos. Pero seguíamos comportándonos como desconocidos.»

Una niña llamada Hattie y un huérfano escabechado dentro de un frasco, son los dos fascinantes elementos del relato titulado El orfanato, donde los recuerdos de la infancia deambulan entre la realidad, la imaginación y el terror.

«(…) el niño distingue dos capas de realidad: la del mundo, que se acepta como una inmensa confabulación de todos los adultos; y la no reconocida, la escondida y secreta, la profunda.»

«Los recuerdos infantiles poseen una extraña cualidad volandera, y zonas de oscuridad rodean los espacios de luz. Los recuerdos de infancia son como velas encendidas en una hectárea de oscuridad, e iluminan escenas inmóviles, separándolas de la negrura circundante.»

Conmovedor es el cuento titulado Los extranjeros. Un padre, que sufre por una hija cuyo paradero y situación desconoce, viaja en un autobús. Su comportamiento no refleja su pesar pero algo sucede que le devuelve a la tristeza. En esta sutileza reside la belleza del relato.

«Porque lo que activa un pesar latente no es una señal preestablecida (…) Se trata  de lo imprevisto y de lo indirecto. De manera que el judío podía hablar de su hija con compostura y pronunciar su nombre sin que se le quebrara la voz. Pero cuando, en el autobús, vio a un anciano duro de oído inclinar la cabeza hacia un lado para oír algún fragmento de conversación, quedó a merced de su dolor. Porque su hija tenía la costumbre de escuchar con la misma inclinación de cabeza y de lanzar una mirada rápida sólo cuando la persona que hablaba había terminado. Y el gesto casual de aquel anciano fue el aldabonazo que liberó en él la pena tanto tiempo contenida, de manera que hizo una mueca de dolor y bajó la cabeza.»

El joven Andrew rememora su juventud junto a sus hermanos y muy especialmente junto a su hermana Sara, en el restaurante de la estación de autobuses donde se encuentra. Su querida hermana, con la que construyó un planeador, con la que escuchaba música clásica. Su hermana Sara, la que un día se escapó de casa con trece años. «Quizá la música tuviera algo que ver. O puede que hubiera crecido demasiado y no supiese qué hacer con su cuerpo.» «Dijo que no estaba enfadada con nadie por ningún motivo, pero que se marchaba de casa para siempre.»

«Hay una época en que los hijos quieren escaparse de casa, prescindiendo de lo bien que se lleven con su familia. Creen que se tienen que ir por algo que han hecho, o por algo que quieren hacer, o quizá no sepan siquiera el motivo por el que se escapan. Tal vez sea un tipo de hambre difícil de calmar que les hace querer marcharse en busca de algo.»

Pero un día, Sara se marcha a estudiar a Detroit, en principio por diez meses. «Cuando Andrew volvía de clase todas las habitaciones le parecían silenciosas y horriblemente vacías.»

En ausencia de Sara, su hermano se aficiona a jugar al ajedrez gracias a un relojero judío llamado Harry. Entablan una amistad en la que Andrew comienza a sentirse incómodo, ya que la edad que los separa es bastante significativa y por el extraño carácter del hombre misterioso. «A veces, mientras se apresuraba por calles oscuras de regreso a casa, Andrew sentía un peculiar escalofrío de miedo. No sabía muy bien por qué. Como si hubiera dado todo lo que tenía a un desconocido que podía estafarlo.» A veces, el muchacho cree haberse abierto, con sus conversaciones, demasiado al relojero.

«¿No encuentras a veces horroroso ser quien eres? Me refiero a las veces en que te despiertas de repente y dices «soy yo» y te sientes asfixiado. Es como si todo lo que haces y piensas no fueran más que cabos sueltos y no hubiese nada que encajara.»

También se echó a las calles de South Highlands y vivió nuevas experiencias en el barrio negro. Así pudo conectar mejor con Vitalis, la criada que trabajaba para ellos en casa de su padre. Esta conocía a Harry. «No es más que un hombrecillo pálido (…) Casi toda la gente pequeña e insignificante se da aires. Cuanto más pequeños son, más grandes se creen. Sólo tienes que fijarte en cómo alzan la cabeza cuando caminan.»

Sara, en su ausencia, apenas escribe. Cuando su hermano intenta recordar su cara no la ve con claridad. «Casi llegó a ser para él como su madre muerta.»

Sara vuelve pero ya no es la misma. Andrew tampoco lo es. «Y siempre tenía hambre y siempre le parecía que algo estaba a punto de suceder. Y lo que sucediera le parecía que iba a ser terrible y que iba a destruirlo. Pero no era capaz de transformar aquellos presentimientos en ideas. Incluso el tiempo, los dos años largos después del regreso de Sara, parecía haber pasado por su cuerpo pero no por su entendimiento. Sólo habían sido largos meses de sentir que se hundía o de tranquilo vacío. Y cuando pensaba en ello apenas sacaba ninguna conclusión. Estaba a punto de hacerse hombre y tenía diecisiete años.»

¿Qué sucede finalmente? La solución está en este interesante cuento titulado Sin título. Lo que está claro, tal y como escribe la autora americana en este relato, es que «la gente no puede planearlo todo».

¿Puede alguien, por medio de la mentira, construir una vida atractiva? ¿Puede llegar a ser la mentira un salvavidas de una existencia anodina y por tanto, moralmente aceptable? ¿Puede, incluso, esta mentira llegar a calar en los demás hasta hacerlos caer en su corriente? Todas estas preguntas se resuelven en el cuento Madame Zilensky y el rey de Finlandia.

«La razón de las mentiras de Madame Zilensky era sencilla y triste. Toda su vida había trabajado en el piano, enseñando y escribiendo aquellas doce sinfonías hermosas e inmensas. Día y noche había luchado afanándose y volcando su alma en su trabajo, y apenas le quedaba algo de sí misma para más. Humana como era, sufría esa carencia, y hacía lo que podía para compensarla. Si pasaba la tarde inclinada sobre una mesa de la biblioteca y luego decía que había estado jugando a las cartas, era como si hubiera podido hacer las dos cosas. Por medio de sus mentiras vivía una doble vida; las mentiras doblaban lo poco de existencia que le quedaba fuera del trabajo y engrandecían el pequeño andrajo último de su vida personal.»

El cuento Muchacho obsesionado es tan duro como tierno. El adolescente Hugh vuelve de la escuela y siente verdadero pavor al comprobar que su madre no está en casa. El lector no sabe el porqué y ahí es donde reside la grandeza de este relato, que logra tenernos en tensión hasta el último momento. Hugh no quiere saber la verdad de lo ocurrido porque en el pasado le han sucedido cosas desagradables a su querida madre, por la que siente tanto afecto como rencor. Su madre ha dejado una tarta sobre la mesa de la cocina pero ninguna nota que informe de dónde se encuentra. Su amigo John intenta calmarle y Hugh le cuenta lo sucedido a su madre con anterioridad. Las conversaciones menores se entremezclan con el grave problema al que se ha tenido que enfrentar el adolescente en el pasado. Esta combinación de charlas hacen la angustia más llevadera.

«La cocina, con los impecables paños a cuadros y los cacharros limpios, era en aquel momento la mejor habitación de la casa. Y sobre la mesa esmaltada había una tarta de limón hecha por ella. Tranquilizado ante la cocina de todos los días y la tarta, Hugh regresó al vestíbulo y alzó la cabeza para llamar escaleras arriba.»

«Mi madre ha hecho la tarta, dijo Hugh. Rápidamente encontró un cuchillo y la cortó, para disipar el sentimiento de terror, cada vez más intenso.»

Pero Hugh debe enfrentarse con la realidad. Saber lo que ha ocurrido.

«Se dio la vuelta despacio para subir la escalera. Su corazón no era como un balón, sino como un rápido tambor de jazz, que resonaba cada vez más deprisa mientras subía. Iba arrastrando los pies como si vadeara un río con el agua hasta las rodillas, y tenía que sujetarse al pasamanos. La casa parecía extraña, demencial. Al mirar desde arriba a la mesa del piso bajo con el jarrón de flores primaverales recién cortadas, también le parecieron en cierto modo extrañas. En el espejo del descansillo su propia cara le sobresaltó, hasta tal punto le pareció desencajada. La inicial del jersey de su instituto estaba del revés en el reflejo, y él tenía la boca abierta como un idiota de manicomio. La cerró y su aspecto mejoró. Pero los objetos que veía, la mesa abajo, el sofá arriba, parecían hasta cierto punto resquebrajados y discordantes debido al terror que sentía, aunque eran las cosas familiares de todos los días.»

Este relato también nos habla del desconcierto y la inseguridad que nos produce el desequilibrio de las costumbres cotidianas, lo inesperado en la rutina. Todo, de repente, nos parece extraño y diferente hasta producir en nosotros un ligero sentimiento de miedo.

Todos los cuentos se desarrollan en lugares cerrados. En habitaciones, casas, edificios, hoteles, un orfanato, un coche, un estudio de música, un autobús, restaurantes o cafeterías, teatros…se mueven todos estos estupendos personajes, que ponen ante nuestros ojos lo más frágil del ser humano.

En muchos de los cuentos, además, se introduce la música. Hay representaciones musicales, músicos, estudios de música, teatros, referencias a composiciones clásicas y compositores… No hay que olvidar que la escritora estadounidense demostró, desde muy niña, un gran talento musical que le permitía tocar complejas partituras. Estudió piano durante muchos años para regocijo de su madre pero a los quince su padre le regaló una máquina de escribir y quizás esto le hizo plantearse dejar salir a la luz su gran talento para la escritura.

El libro termina con el cuento titulado ¿Quién ha visto el viento?, que da título al volumen de cuentos. El relato fue publicado en 1956, un año después de la muerte de la madre de la autora. Ken Harris es un escritor que pasa por su peor momento tanto profesional como personal. Evoca los buenos tiempos, cuando aún la página en blanco no era un martirio para él. Poco a poco se va enredando en una vida de desesperación y alcohol. Va de fiesta en fiesta y en todos estos escenarios rememora su carrera profesional, reflexiona sobre otras artes e intenta dar solución  a su tormento. Es un trabajo muy interesante donde la autora deja al descubierto las miserias del escritor y del negocio de la literatura.

«Hubo sin embargo una época( ¿cuánto tiempo había pasado?) en la que bastaba una canción en una esquina, una voz de la infancia, para que el panorama de la memoria condensara el pasado de manera que lo fortuito y lo verdadero se transfigurasen en una novela, en un relato… Hubo una época en que la página en blanco llamaba y clasificaba los recuerdos y Ken sentía ese misterioso dominio de su arte. Una época, en pocas palabras, en las que era escritor y escribía casi todos los días. Trabajaba mucho, recomponía cuidadosamente las frases, tachaba las que resultaban ofensivas y cambiaba las palabras repetidas.»

«Durante una época, el año que siguió a la guerra, vivió la alegría del escritor cuando escribe. Una época en la que todo encajaba, desde una voz de la infancia a una canción en la esquina. En la extraña euforia de su trabajo solitario se produjo una síntesis del mundo.»

«Cuando se publicó el libro y las reseñas fueron indiferentes o malas, le pareció que lo aceptaba bien, hasta que los días de desolación se fueron encadenando uno tras otro y empezó el terror.»

Ken aborrece hablar con escritores jóvenes, aquellos que aún tienen ilusión.

«Por supuesto un relato en una revista menor después de diez años no es un comienzo demasiado brillante. Pero piense en lo mucho que luchan casi todos los escritores, incluso los grandes genios. Dispongo de tiempo y de perseverancia, y cuando esta novela vea finalmente la luz, el mundo reconocerá mi talento. A Ken le resultó desagradable la total sinceridad del joven, porque veía en ella algo que él había perdido hacía mucho tiempo.»

«Un talento pequeño, de un solo relato…, eso es la cosa más traicionera que Dios puede conceder. Trabajar y trabajar, con esperanza, con fe hasta que la juventud se consume… He visto esa situación demasiadas veces. Un talento pequeño es la mayor maldición divina.»

«Sucede que a mis esperanzas les ha sucedido algo completamente descabellado. Cuando era joven estaba convencido de que iba a ser un gran escritor. Luego pasaron los años, y ya me conformaba con ser un excelente escritor menor. ¿No notas la caída mortal en eso? (…) Lo último y definitivo es renunciar por completo a escribir y conseguir un empleo como publicitario. ¿Te das cuenta del horror?»

Es interesante leer las reflexiones que hace sobre el arte de la interpretación y sobre los pintores y cómo lo compara con el acto de escribir y con el trabajo de los escritores.

«No me parece que la interpretación sea un arte creativo, sino sólo interpretativo. Mientras que el escritor, por su parte, ha de cincelar la roca fantasmal…»

«Siempre es relajante sentarse en el estudio de un pintor. Los pintores no tienen los problemas de los escritores. ¿Quién ha oído hablar de un pintor que se quede atascado? Nunca les falta algo con que trabajar: preparar el lienzo, los pinceles y todo lo demás. Mientras que una página en blanco…., los pintores no están neuróticos como muchos escritores. (…) el olor a pintura, los colores y la actividad son relajantes. No como la hoja en blanco y una habitación silenciosa. Los pintores pueden silbar mientras trabajan e incluso hablar con otras personas.»

 

McCullers está considerada, junto a William Faulkner, como una de las mejores representantes de la narrativa del Sur de Estados Unidos.