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01Ene/14

NAO / CAPÍTULO VII. LA ISLA AIRE

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>> Capítulo I. Los tres regalos mágicos
>> Capítulo II. La Navidad
>> Capítulo III. Di y el príncipe
>> Capitulo IV. El príncipe Al
>> Capítulo V. La isla Agua
>>Capítulo VI. La isla Fuego
>> Capítulo VII. La isla Aire

Estaban deseando divisar alguna de las mil escaleras que rodeaban la isla Aire, con las cuales se podía entrar en ella, ya que como todo el mundo sabía era un territorio suspendido en el aire, pero cada vez que el barco iba divisando tierra y ellos más se esforzaban por concentrar su mirada en aquellas escaleras de seda, no podían llegar a verlas. Se miraban unos a otros contrariados. No había ninguna explicación al respecto. Estaba claro que era así como se accedía a la isla. Es más, esta era la única manera de visitarla.
Pronto se les vino a la cabeza la idea y la posibilidad de que el malvado príncipe Al, después de secuestrar a la bella Di, habría mandado cortarlas todas para que nadie pudiera entrar en la isla. El monarca era tan débil de carácter, y temía tanto a su hijo, que seguro no había podido hacer nada para impedirlo. Si, esta era, seguro la verdadera y triste razón, por la cual no podían llegar a verlas.
Pero esta vez los ánimos de la tripulación y del príncipe Xin no decayeron porque vieron como una sonrisa se asomaba a la cara de Nao.
-¿Qué sucede querido Nao?, preguntó Xin al muchacho. No pareces contrariado, ni tan siquiera triste ante esta nueva desgracia.
-No, no estoy triste Xin, respondió el niño. Y no lo estoy porque sé que me queda otra amiga de verdad que pronto aparecerá para ayudarnos.
-¿Otra amiga? ¿A qué te refieres?
-Antes de vivir en palacio, como ya sabes era muy pobre. Pero en aquel tiempo me sucedieron cosas increíbles. Recibí tres regalos mágicos que han ido cambiando mi vida. El pez Teo, la locomotora y una cometa. Al principio, como cualquier niño, pensé que eran unos simples juguetes, a los que quería mucho, pero nada más, unos juguetes con los que pasar mi tiempo. Pronto comprendí que eran mágicos. Hablaron conmigo y me prometieron que en un futuro me ayudarían si yo les dejaba en libertad. Teo me pidió ser libre para conocer otros mundos más allá de su pequeña pecera, la locomotora me pidió ser libre para recorrer otros mundos más allá de los que yo imaginaba para ella, y la cometa me pidió ser libre para volar por otros cielos más allá de aquel triste y gris de la ciudad en la que daba torpes paseos. A todos les concedí la libertad que ansiaban, sin llegar nunca a pensar, que ellos me devolverían el favor, porque siempre reflexioné, mientras pasaba el tiempo, sobre si aquello no habría sido producto de mi imaginación. Pero no era así, y ya ves como Teo y la locomotora han acudido para ayudarme. No dudes, prosiguió explicando Nao, que mi preciosa cometa aparecerá de un momento a otro. No lo dudes querido Xin porque yo creo en la bondad de los amigos.
Xin miraba a Nao con cariño. Era extraordinario como aquel muchacho estaba tan seguro de la bondad de las personas, de la paz, del diálogo para alcanzar cualquier objetivo. Ya le parecía a Xin que Nao no era un niño normal, que estaba cargado de tal bondad, que era, en los tiempos en que vivían, difícil de creer, pero era así. ¡Qué suerte tenía de que ahora aquel muchacho era parte de su familia!, pensó el príncipe orgulloso.
Poco después de lo que el muchacho había contado a Xin, el cielo, ante el asombro de todos los tripulantes del barco, de Xin y del propio Nao, se llenó de miles de cometas de colores, miles y miles de cometas que volaban alegres por aquel cielo azul. Después una encabezó una gran fila y se acercó a Nao. El chico reconoció a su cometa de entre todas ellas, porque aunque ya se había convertido en una hermosa figura en forma de mariposa, aún conservaba un trozo de aquella tela de lentejuelas que su madre le había pegado a la cola años atrás.
-¡Querido Nao! ¡Cuánto me alegro de volver a verte! ¡Cuánto de ver como tú y tu familia habéis prosperado!
-Yo también me alegro mucho de verte tan hermosa, le contestó el niño sonriendo. Te has convertido sin duda en la cometa más bella que nunca he visto ni veré.
-Todo te lo debo a ti querido amigo, no lo olvides, asintió la cometa. Por eso estoy aquí, para ayudarte. Alcanzareis la isla montados sobre nuestros lomos de cartón y papel. Una vez allí, sólo me queda desearte toda la suerte que mereces para que encuentres a tu preciosa hermana. Estoy segura de que lo lograreis.
La cometa se alejó de Nao y velozmente todas ellas formaron una gran figura en el cielo con forma de pájaro. Se acercaron a Nao, Xin y el resto del ejército. Todos se montaron sobre ellas. El viaje fue cuestión de segundos. Pronto pisaron tierra y Nao se despidió de su gran amiga, a la que estaba seguro de que volvería a ver alguna vez más en su vida. Nao estaba contento porque nunca antes la había visto tan feliz, ni tan hermosa, ni tan orgullosa de sí misma. Esto le hacía feliz.
Cuando tocaron tierra, tanto el ejército, como Nao y Xin sabían que debían actuar con cautela. El príncipe Al era un tipo listo que podía haberse ya dado cuenta de todo y estar cavilando la peor de sus jugarretas. Por el momento, suponían que no era así. En las dependencias del castillo parecía estar todo en calma. Con sigilo, sin embargo, se acercaron hasta la fortaleza. Uno a uno, los hombres del ejército, Xin y Nao fueron saltando los muros. Pronto divisaron el torreón de castigo y dieron por supuesto que allí debían estar los calabozos, debajo de aquel torreón que se alzaba inmenso, casi rozando el cielo.
Rodearon el torreón sin problemas, pero cuando todo les parecía más fácil, e incluso el príncipe había sacado la llave ya de su casaca apareció el joven Al sonriendo triunfante ante ellos.
-¡Mis queridos amigos!, dijo con tono sarcástico. No puedo más que sentirme honrado con vuestra visita. Pero…, ¿a qué se debe?, ¿quizás algún asunto pendiente?, preguntó mientras acto seguido lanzaba una sonora carcajada.
-Ya sabes a lo que venimos Al, respondió Xin. Tienes encerrada a mi esposa en uno de tus calabozos. Has hecho algo que no creía que podrías llegar a hacerme nunca, yo que te creía mi amigo. Pero ya veo que la envidia puede contigo.
-¡Uy!..no me vengas con monsergas principito, dijo Al. ¿Acaso crees que puedes tener todo lo que deseas?
-No es algo que yo desee Al, contestó Xin contrariado. Di me quiere y yo la quiero a ella. Dos personas que se quieren desean estar juntas. ¿Puedes llegarlo a entender?
-¡Pero claro! ¡Claro! Y lo siento de verdad, comentó Al de forma sarcástica, pero Di está encantada de compartir su vida conmigo. Contigo se aburriría tanto… mi querido Xin.
-¿Qué tonterías estás diciendo?, preguntó el príncipe alterado.
-Eso, zanjó Al. Simplemente que Di se ha acostumbrado a estar aquí, conmigo, y dudo mucho de que ella quiera volver contigo. Es más, no tenías que haberte molestado en luchar contra sapos gigantes, ni dragones, ni nada por el estilo, ya que yo mismo te hubiera dado la llave del calabozo donde está mi querida Di.
-¡Quiero verla!, exigió Xin.
-Naturalmente, le invitó Al. ¡Ve!
Nao y Xin estaban perplejos. No era posible lo que Al les decía. Estaban seguros de que Di no podía haber olvidado a su familia, ni a su isla, ni mucho menos a su esposo.
Era tal la ansiedad que sentían por volver a ver a la muchacha que, todos, sin pensar ya en la crueldad de Al, sino en las palabras tan absurdas que el príncipe estaba diciendo, se metieron en el calabozo.
Allí, tumbada en un camastro y muerta de frío estaba Di. Cuando los vio se abrazo a su hermano y al príncipe Xin. No parecía la misma muchacha que días atrás había celebrado su boda. Su piel estaba ajada, su pelo estropeado, su cuerpo amoratado, y sus ropas llenas de agujeros.
¡Qué alegría sintieron los tres al reencontrarse! Tan grande era el momento de felicidad que estaban viviendo que sólo al cabo de unos momentos se dieron cuenta, que no sólo Di, si no que todos ellos, ahora estaban encerrados en el calabozo, y lo peor de todo es que no podían salir.
Al reía a grandes carcajadas desde fuera, dándose cuenta de que una vez más les había engañado. Les había tendido una trampa.
-Bueno, ahora ya os tengo a los tres. ¿Qué más puedo pedir? Tengo suerte al fin y al cabo porque sé que ya no me aburrireis más con vuestras idas y venidas. Esto era lo que queríais ¿no?, estar juntos. Pues ya estáis juntos, y para siempre. Luego me echarás en cara querido Xin que no soy un buen amigo, dijo Al.
Era cierto, habían sido engañados de nuevo. ¿Cómo saldrían de allí? No podían creer lo que les estaba sucediendo. Era a la vez tan inverosímil y tan absurdo. Habían caído en la trampa de un modo tan estúpido…
Ahora, lo único cierto es que ya sólo les quedaba el diálogo con Al para salir de aquel problema.
El príncipe caprichoso les dejó allí encerrados aquella noche y durante tres días más.
Tanto en palacio como en toda la isla se produjo un gran escándalo cuando la noticia fue de dominio público. Todos los ciudadanos sabían que el príncipe Al, no sólo tenía retenida a la bella Di, sino que ahora se permitía el lujo de jugar con la vida del noble príncipe Xin y del pequeño Nao, así como con la vida de los demás soldados del ejército de la isla Tierra.
El pueblo veía como el rey no tenía suficiente autoridad para enfrentarse a su hijo. Le consentía todos los caprichos, y lo que era aún peor, tenía miedo de él. Así, los súbditos de la isla, comenzaron a reflexionar sobre que clase de rey les gobernaba, que clase de rey llevaba las riendas del territorio. Y, claro está, llegaron a la conclusión de que no era ni mucho menos un monarca que se preocupara de ellos, ni que pudiera hacer frente a futuros males mayores que azotaran a la isla, ya que no era capaz ni de educar a su propio hijo.
El rey se sentía agotado por la gran responsabilidad que caía ante él. El pueblo tenía razón. No había sido capaz de educar a su hijo, ni era capaz de contrariarle ahora. Por este motivo se sentía desgraciado y avergonzado ante su gran amigo, el monarca de la isla Tierra, el padre de Xin, que aún esperaba una respuesta de él. Habían pasado los días y no había sido capaz de hacer nada. Di continuaba sufriendo en aquel calabozo para disfrute de su hijo, y ahora además se unía el problema de Nao y Xin. Sin duda el rey había tocado fondo.
Al día siguiente, el monarca se reunió con su secretario de confianza. Quería acabar con el problema y lo tenía que hacer de forma drástica y dolorosa. Se debía a su pueblo, y su hijo era un gran problema tanto para su pueblo como para continuar con las buena relaciones que hasta ahora le habían unido con los otros monarcas. Sólo le quedaba una salida, y esa salida era ordenar la captura y la muerte de Al. El diálogo no había funcionado nunca con su hijo, tampoco las buenas promesas, entonces ¿qué podía hacer? Esta era la única salida..
El secretario le aconsejó que primero le encerrara y que por última vez intentara hablar con él, pero el rey se negó.
Dos días más tarde, el príncipe Al fue arrastrado, atado de pies y manos y conducido a uno de los calabozos. Allí, sabía que le esperaba la muerte al día siguiente. El rey liberó a Xin, a Nao a Di y al resto del ejército. Estos estaban asombrados por la decisión tan dura y dolorosa que había tomado el monarca, pero, a la vez, felices al fin de verse liberados y ansiosos por ir a su casa. Pero algo les impedía disfrutar de ese momento tan especial. No podían consentir que un hombre muriera y menos un amigo como hasta entonces habían considerado al príncipe Al. El príncipe Xin habló con el monarca sobre el asunto de la siguiente manera:
-Querido monarca. El cariño que siento por usted, la reina y toda su familia me impide irme a mi isla sabiendo que el príncipe Al morirá mañana. Sé y comprendo que el pueblo le haya pedido una explicación, también sé de la maldad con la que en muchas ocasiones actúa mi viejo amigo, pero como dice mi padre con diálogo se puede conseguir todo.
-Me conmueve la bondad que aún guardas en vuestro corazón, y el cariño que aún sientes por mi hijo, pero lo cierto es que yo lo he intentado todo ya. Todo lo que estaba en mi mano. No puede seguir haciendo daño a nadie más, por el bien de mi pueblo y de mis hermanos monarcas de las islas vecinas, contestó el rey destrozado por dentro.
A pesar de todo, el príncipe Xin pidió al rey ver por última vez a su amigo. El rey le concedió su deseo y allí quedaron los dos a solas, frente a frente.
-Has vencido, dijo Al nada más ver al príncipe Xin. Parece que hasta mi padre está de tu parte.
-No he vencido, contestó Xin. Estoy derrotado y triste porque mañana perderé a un amigo.
-Nosotros no somos amigos, contestó fríamente el príncipe Al.
-Yo te considero un amigo, aseguró Xin. Y como te considero mi amigo voy a pedir tu libertad ante el rey.
-¿Tú?, preguntó extrañado el príncipe de la isla Aire. Nadie te ha hecho tanto daño como yo nunca. No puedo entender por qué, a pesar de todo, deseas mi libertad.
-Si yo te concedo la libertad que ahora necesitas, quizás algún día, te acuerdes de este momento y me ayudes, explicó Xin.
-¿Qué te hace pensar semejante tontería?, dijo Al. No soy muy bueno en eso de ayudar a los demás, porque simplemente los demás no me interesan mucho.
-A mí, los demás si me interesan, mis amigos si me interesan, y tú también, aseguró Xin.
Al miró para otro sitio. No sabía que contestar. La bondad del príncipe Xin le hacía sentirse cada vez más miserable. No llegaba a entender como unas personas pueden guardar tanta bondad dentro de ellas, y otras, como a él desgraciadamente le pasaba, tanto odio. Pero era tarde para reflexionar sobre esto. Al día siguiente moriría. Su padre le había cortado las alas de su libertad, esa libertad que de forma tan errónea el había utilizado a lo largo de su juventud. Por un minuto pensó que si alguien le devolviera aquellas alas, no volvería a caer en el mismo error. Sin duda las utilizaría para otras cosas. Se daba cuenta de que había hecho sufrir a todos sus seres queridos. Sólo ahora se daba cuenta, cuando ya era demasiado tarde, cuando su propio padre había tomado la decisión de acabar con su vida por el bien del reino.
Xin se acercó a él y le preguntó a qué se debía su silencio.
-Estoy pensando, respondió Al. Estoy pensando en cosas que ya dan igual. Sólo te diré que me doy cuenta en este momento de que no he actuado bien. Lo sé. Y que si volvieran a darme mis alas, mi libertad, sin duda, la utilizaría de otra manera. Pero no soy tonto, y sé, que ni mi propio padre creería lo que estoy diciendo. He mentido tantas veces…
-Yo si creo en ti, contestó el príncipe Xin. Yo voy a creer en ti porque no puedo abandonar esta isla sabiendo que un amigo va a morir. Tengo que hacer algo para evitarlo.
-¿Aún harías eso por mí después de todo el dolor que te he provocado?, preguntó Al asombrado.
-Claro, es muy fácil evitar el dolor si uno quiere, y yo no quiero que tú sufras, porque sé que eres capaz de guardar mucha bondad en tu corazón. Sólo tenemos que devolverte tus alas y pronto lo veré estoy seguro.
-Si tú me devuelves las alas, si me das la libertad que necesito, te juro que algún día te devolveré este gran favor. No lo dudes. Recuerda lo que te digo.
-Estoy seguro, contestó Xin, mientras se fundía con Al en un largo abrazo.
Minutos más tarde apareció Xin con el monarca. Este devolvió las alas a su hijo y le liberó.
-Quiero que sepas que yo, tu propio padre, no confiaba más en ti, dijo el monarca con lágrimas en los ojos. Ten en cuenta, que un amigo, un gran amigo, te ha devuelto tu libertad. Nunca lo olvides.
El príncipe Al se colocó sus alas, mientras abrazado a su padre y a su amigo Xin, prometía que nunca más les fallaría.
De eso estaba seguro Xin, que había aprendido mucho en ese viaje al lado del pequeño Nao.
Tanto el ejército, como Nao, Xin y Di pasaron la noche en la isla Aire. Allí fueron agasajados con una gran cena. Después descansaron. Al día siguiente estarían de vuelta, por fin a casa. El propio Al los llevaría, a todos, subidos en sus potentes alas.
Nao tenía mucha ganas de ver a toda su familia, tenía muchas ganas de seguir aprendiendo, tenía muchas ganas de sentarse al lado del estanque y darle un gran abrazo a su querido Teo.
¿Quién sabe que nuevas aventuras le estarían esperando al valiente Nao?

10Jun/13

LA ROSA BLANCA Y LA NUBE GRIS

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Llevaba algunos días sin llover, pero apareció de repente la nube gris y gordinflona que todos esperaban en el jardín.
La rosa blanca le dijo a la nube:
-¡Qué bien que has llegado! Me muero de sed.
La nube le contestó:
-¿Qué has hecho con las últimas gotas que te di? Te advertí de que guardases algunas y no lo bebieras todo de una vez.
La rosa blanca le explicó:
-Me quedaban sólo tres gotas y las regalé. Una se la di a la mariquita, otra a la abeja y la otra al escarabajo.
La nube exclamó:
-¡Qué tontorrona eres!¡Eres bella, si, pero rematadamente tontorrona!
La rosa se quedó extrañada y algo enojada y preguntó:
-¿Por qué dices eso?
La nube, socarrona, le advirtió:
-Nunca vuelvas a hacer eso. Le has dado de comer a tus enemigos. La mariquita siempre está encima de ti, el escarabajo, cuando menos te lo esperas, te roe tus preciosos pétalos, y la abeja todo el día se pasa libando en ti. ¿Ves que tontorrona eres?
La rosa le intentó explicar que ella no pensó en nada de eso. Ellos le pidieron agua y ella, simplemente, la regaló, sin importarle todo lo demás.
-Peor aún, contestó la nube sorprendida. Tienes que darte cuenta de quién te rodea y quienes son tus amigos de verdad.
-Todos somos amigos, aclaró la rosa. Estoy segura de que si alguna vez yo necesitara ayuda de verdad ellos me ayudarían.
-Además de tonta, ingenua, ¡en fin!, dijo la nube. Me voy.
-No, no te vayas, suplicó la rosa. Necesito agua.
-Pues pídesela a tus amigos.
-Ellos no tienen, aclaró la rosa. Ellos, al igual que yo, te estaban esperando.
-Pero yo no tengo que descargar el agua hoy aquí, me esperan en otra parte, dijo la nube algo altanera.
-¡No seas tan egoísta!, pidió la rosa angustiada. Sólo un par de gotitas.
La mariquita, la abeja y el escarabajo estaban escuchando toda la conversación entre la nube y la rosa desde el principio. Dolidos en su amor propio, se reunieron al lado de la rosa y le susurraron algo en sus pétalos.
En cuestión de segundos, un enjambre de abejas, un puñado de escarabajos, y montones de mariquitas, revoloteaban al lado de la nube.
-Quitaos de aquí, pidió la nube molesta. Me estáis haciendo cosquillas, y no puedo aguantar. Voy a tirar todo el agua aquí por vuestra culpa.
Las mariquitas con sus alas, las abejas con sus antenas, y los escarabajos con sus patas no paraban de rozarse con la nube una y otra vez, hasta que pasó lo que la nube se temía.
En un ataque de cosquillas empezó a perder el agua que llevaba y todo el jardín quedó repleto de agua. Todas las plantas y todos los animales disfrutaban del frescor de la lluvia. Y en el cielo, la nube gruñona y ahora menos gordinflona se iba corriendo para otra parte.
Pero a la rosa blanca le dio tiempo de explicarle a la nube gris que debemos ayudar a los demás sin importarnos y sin tan siquiera pensar que recibiremos de ellos, porque esa es la verdadera bondad, algo que no tiene nada que ver con el egoísmo y algo que tiene mucho que ver con la verdadera amistad.

27Feb/13

LO QUE LES PONE TRISTES A LOS NIÑOS

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Yo pregunté a los niños que cosas son las que les ponían tristes.
Ellos me respondieron así:
-Unas rosas aplastadas en medio de la calle.
-Un pájaro que canta encerrado en su jaula.
-Una madre que no vuelve.
-Un padre llorando.
-Un abuelo que no sonríe.
-Un invierno sin nieve y sin regalos.
-Un verano sin sol y sin helados.
-Una caja con juguetes olvidados.
-Un animal en el zoo.
-Una mariposa sin polvillo mágico.
-Una playa sucia.
-Un armario sin chocolate.
-Un amigo enfadado.
-Una noche con sueños malos.
-Una semana sin sábados.

Son algunas de las cosas que me respondieron, y resulta que son demasiadas. Demasiadas para un niño.

24Sep/12

EL REY VAGO

Érase una vez un rey que estaba cansado de serlo. Muy, muy cansado de serlo. Tanto, que cada día, era un poco más holgazán y desatendía los deberes del reino sin importarle lo más mínimo lo que en sus tierras sucediera.
La reina, cansada de la actitud del monarca, no sabía que hacer con él. A todos los consejeros reales había llamado ya para hacerle entrar en razón, a todos los magos con sus pócimas milagrosas había atendido, pero nada, de nada, de nada había sucedido.
Un día, el rey, tan vago como siempre, decidió ir al río para darse un baño. Allí, chapoteando en las aguas, sin hacer nada, estaba feliz y tranquilo, tanto que se quedó dormido.
Al despertar, se dio cuenta de que había perdido su corona. Sobresaltado, miró por todas partes, pero no la encontró.
Al de un rato, pensó que eso era maravilloso. Y lejos de entristecerse se puso a dar saltos de alegría.
-¡He perdido mi corona! ¡Que bien!, ¡que consuelo!, ¡que ilusión!. Ya no seré nunca más el rey de la nación, se dijo contentísimo.
Así se presentó en palacio, con cara de júbilo y una sonrisa de oreja a oreja que dejó a la reina patidifusa.
-¿Qué demonios te pasa?, le preguntó su esposa, la reina.
-¡He perdido mi corona! ¡Qué bien!, ¡qué consuelo!, ¡qué ilusión!. Ya no seré, nunca más, el rey de esta nación, repitió atolondrado.
-¿Qué has perdido tu corona bobalicón? ¿A quién se le ocurre?, exclamó la monarca de muy malas pulgas. ¡Vete inmediatamente a buscarla!, le exigió la reina.
El rey hizo lo que su esposa le había dicho, pero solo por cumplir.
Cuando se acercó al río vio a un sapo con su corona puesta.
Aún le quedaba un pequeño corazoncito de rey, así es que le dijo al sapo, muy malhumorado, que se quitase la corona de encima de su escurridiza cabeza.
-¡Te lo ordeno! ¡Soy el rey de esta nación!, le explicó al anfibio sin pensar lo que estaba diciendo.
Luego, se dio cuenta de que el no quería ser el rey, pero ahora, ahora, que veía a ese sapo horrible con su corona puesta….ahora no le gustaba tanto la idea de que un sapo hubiese ocupado su puesto.
El sapo, encantado con su nuevo cargo, le exigió al rey que se pusiese de rodillas, pues él y nada más que él era el rey de la nación en estos momentos.
-¿De rodillas yo mequetrefe?, dijo el rey. ¡Estas hablando con el rey de la nación!
-¡Yo soy el rey!, dijo el sapo posándose de un salto en la cabeza del antiguo monarca.
El rey lloriqueando se fue a casa. Le contó a la reina lo sucedido y ésta, como era de esperar, le pegó con el rodillo de amasar en toda la cabezota.
Pasaron los días, y las gentes del reino sabían lo que había sucedido y lo peor de todo, es que estaban encantados con su nuevo rey. El sapo resultó ser un monarca eficiente, preocupado por su reino, encantador con sus súbditos y nada dado a los lujos ni al ocio.
Mientras tanto el rey, como enloquecido repetía una y otra vez:
-¡Qué amargura! ¡Soy un gran tontorrón! Ya no soy el rey de la nación…buaaaaah, buaaaah, buaaaaah….
La reina, cansada de verle llorar, de ver como se convertía cada día más en un rey bobalicón y llorón decidió ir al río y matar al sapo. Así, y de una vez por todas, se acabarían los problemas en su matrimonio y su marido recuperaría la corona.
Cuando se levantó al día siguiente, fue al río con un cuchillo. Pensaba que todo sería sencillo, pero al acercarse a la piedra donde descansaba el sapo resbaló y se calló, con tan mala suerte que la corriente del río se la llevó.
El rey, al enterarse, lloró desconsolado y entonces decidió, armado de valor que él mataría al sapo, para acabar con todos sus males. Y se prometió a sí mismo, que nunca más sería un monarca vago, ni ocioso, ni dado al lujo y a los caprichos.
Cuando se levantó al día siguiente, fue al río con un cuchillo. Pensaba que todo sería sencillo, pero al acercarse a la piedra donde descansaba el sapo éste le dijo que tuviese cuidado de no resbalarse porque de lo contrario nunca le podría matar y recuperar de nuevo la corona.
El rey sintió un escalofrío. No era capaz de matar al sapo, algo en su corazón se lo impedía. Lo intentó pero no podía.
Escondidos entre las ramas, las gentes del pueblo veían lo que estaba sucediendo.
El sapo le pedía al rey que lo matase si tan valiente se creía.
Pero entonces el rey contestó:
-No, no puedo, dijo muy dignamente. Nunca sobre mi reino se ha derramado una gota de sangre. Yo no supe cuidar mi corona, no supe ser un buen rey. Pero acepto que tú la lleves porque el pueblo te quiere.
La gente se asomó y empezó a aplaudir, y a vitorear:
-¡Viva el viejo rey! ¡Viva el gran bobalicón con su gran corazón! ¡Tenemos al nuevo rey de la nación! Sabían apreciar la bondad del antiguo monarca.
El sapo se alegró de que el rey hubiese aprendido la lección. En realidad, el no quiso nunca ser el rey. Pero gracias a él, el rey se había dado cuenta de lo importante que era ser trabajador y la suerte que tenía de ocupar su posición.
Desde aquel día, el rey fue un gran monarca, lleno de bondad, que se repetía a si mismo, cada mañana:
-¡Que alegría! ¡Que ilusión! ¡Que fortuna tengo yo! Soy, otra vez, el rey de la nación.
Por cierto, la reina que se había quedado enganchada a unos juncos del río volvió empapada y le quitó la corona de la cabeza en cuanto llegó a palacio.
-¿Por qué haces eso amada esposa?, le preguntó el rey.
-Porque veo que no has aprendido la lección, le contestó ella muy inteligentemente. Un rey no tiene que parecerlo, simplemente serlo. Así es que levántate del sillón, guarda tu corona, y ve a hacer a las gentes felices y a cuidar de tu nación. Y, acto seguido, le dio con el rodillo de amasar, un buen coscorrón al rey de la nación, por vago y bobalicón.

29Feb/12

LA HISTORIA DE AMOR DE UN ELEFANTE MUY, MUY, MUY GRANDE Y DE UNA HORMIGA MUY, MUY, MUY PEQUEÑA

Érase una vez un elefante. Un elefante muy, muy, muy grande. Bueno, como suelen ser casi todos los elefantes. Pues bien, este elefante tan grande, llamado Roger, tenía una amiga muy, muy, muy pequeña. Tan pequeña que…, no, no era una pulga, pero tenía una amiga muy, muy, muy pequeña, como digo. No era una pulga, no, ni tampoco un piojo, era una hormiga y se llamaba Rebeca.
Hasta aquí todo normal, o quizás…, no muy normal, no, tenéis razón. Pero…, en cualquier caso, hay que decir que Roger y Rebeca eran grandísimos amigos. Y lo que al principio era una simple amistad, empezó a derivar en un gran amor.
Ya se sabe que no todos los amores son correspondidos, y esto es lo que le sucedía al pobre Roger. Roger se moría de amor por Rebeca, Roger bebía los vientos por ella, pero Rebeca no estaba enamorada de Roger.El elefante era sólo su amigo y nada más que eso, pensaba ella. Y por muchas veces que Rebeca le explicó esto a Roger, y por más veces y mil veces más que le intentó decir que le quería, que incluso le adoraba, pero que sólo quería ser su amiga, Roger nunca lo entendió e incluso se puso burro con este amor.
-Te seguiré allá donde vayas, querida Rebeca, le decía Roger sonrojado.
-No hace falta, le explicaba Rebeca sonrojada.
-Pero yo lo haré, insistía Roger.
-Pero yo no quiero que me quieras tanto, le rogaba Rebeca a Roger.
-Pero yo te adoro, puntualizaba el grandullón.
-Yo también te quiero Roger, pero como amigos, explicaba la hormiga.
-Te seguiré, vaya si te seguiré, volvía a decir Roger.
Cuando Roger se ponía pesado….podía ser muy pesado, más pesado que su propio peso. ¡Que ya es decir! Y mientras tanto, la pobre Rebeca estaba hasta la coronilla del amor que Roger le profesaba. Tan harta estaba que incluso veía como peligraba su amistad. Y eso le dolía a la hormiga, le dolía mucho. Para Rebeca tener un amigo significaba tener un tesoro, porque en realidad es así. El que tiene un amigo tiene un tesoro. ¿Nunca lo habéis oído decir a vuestros padres o a vuestros abuelos? Pues ya veréis como si les preguntáis os dicen que Rebeca tiene razón.
Rebeca intentó todo lo que estaba en sus manos para hacer entender a Roger lo que ella sentía, pero nada de nada. Nada funcionaba.
Entonces, una noche, mientras dormía, Rebeca pensó que si Roger le había jurado que la seguiría allá donde ella fuese, así iba a ser. A ver si de una vez aprendía la lección ese elefante grandullón y testarudo.
Nada más acabar de desayunar, Rebeca fue a buscar a Roger.
-¿Vienes a pasear conmigo?, le preguntó Rebeca.
-¡Claro mi amor!, respondió emocionado Roger, que no esperaba una invitación tan galante a tan tempranas horas.
-No me llames mi amor Roger, le pidió la hormiga al elefante.
-Perdona mi amor, le dijo el testarudo elefante.
Rebeca ya no quería enfadarse con Roger porque sabía que sus problemas pronto iban a terminar. Roger no tenía ni la menor idea de lo que pretendía hacer con el la inteligentísima hormiga.
Rebeca le llevó por el bosque hasta que toparon con una torre muy larga y muy estrecha hecha de piedra.
-Muy bien Roger, dijo la hormiga triunfante. Si de verdad me quieres como siempre aseguras, y afirmas una y otra vez que tú siempre me seguirás allá donde vaya es el momento de demostrarlo. ¿Ves esta torre tan alta y tan estrecha? Yo voy a meterme dentro y tú me tendrás que acompañar porque yo puedo tener mucho miedo allá dentro. Soy una hormiguita indefensa, recuérdalo.
-¡Claro mi amor!, contestó el elefante.
Roger no veía el peligro. Estaba claro que estaba fuera de sí y loco de amor. ¿Qué se puede hacer cuando alguien está tan enamorado? Nada, os lo aseguro.
Así es que, Rebeca se metió en la torre, como pez en el agua, pero el pobre Roger no lo tenía tan fácil. La trompa entró fácilmente, las orejas no tan bien, y, como era presumible, la cabeza se le atascó sin posibilidad de dar un paso más hacia adelante.
-¡Espera amor!, pidió Roger a la hormiga. Me he quedado atascado.
-Ya te lo dije pequeño grandullón, contestó Rebeca. No podemos querernos porque tú eres un gran elefante y yo una pequeña hormiga. Tú no puedes hacer las cosas que yo hago, ni ir donde yo voy, ni siquiera abrazarme porque me aplastarías. ¿Cómo quieres que me enamore de ti? ¿Ves? No puedes ni siquiera seguirme hasta dentro de la torre. ¿Cómo pretendes seguirme al fin del mundo?
El pobre Roger se quedó sin habla, después casi sin respiración y después unas lágrimas gordas y grandes surcaron su cara. Rebeca le miraba, segura de que, al fin, el elefante, había aprendido la lección.
La hormiga recorrió la torre durante todo el día, mientras el pobre Roger seguía atascado y lloriqueando.
Llegó la noche y la hormiga se fue a casa. Sabía que no podía ayudar a Roger. Ella era una simple hormiga sin fuerza. Pero sabía que Roger se las arreglaría para salir de allí.
A la mañana siguiente, Rebeca sintió un malestar muy grande cuando no vio allí a Roger. Le echaba de menos. Sabía que no había actuado bien. ¡Roger era tan bueno y tan simpático!
Fue al bosque sin pensarlo dos veces, buscó la torre y allí encontró llorando al pobre Roger. No había podido salir sólo y nadie le había ayudado porque nadie había pasado por allí durante toda la noche.
-¿Qué haces aún aquí Roger?, preguntó la hormiga asustada.
-No puedo salir, dijo Roger. Tenías razón. No puedo seguirte allá donde vayas. Soy un elefante grande y torpe y tú una hormiga rápida, pequeña y segura de si misma.
-¡Oh Roger!, lo siento, le explicó a su amigo. Yo no quiero que sufras, sólo quería que aprendieses la lección. Tú y yo nunca podremos ser una pareja. Sólo unos amigos que se quieren.
-Me ha quedado claro, contestó Roger. Siempre lo tuve claro Rebeca. Pero…estaba enamorado, compréndelo.
Por la tarde, la familia de Roger, se enteró de lo que le había pasado a éste y fueron a liberarle.
La amistad entre Roger y Rebeca, después de este incidente, nunca fue igual. Roger se sentía un poco dolido. Rebeca se sentía un poco avergonzada.
A Roger le había quedado claro que Rebeca no estaba enamorada de él y aunque, al principio lo pasó mal, con el tiempo empezó a sobreponerse y encontró un amor de verdad. Roger fue feliz , para siempre, con su nueva amiga y su nuevo amor, una hormiga muy, muy, muy pequeña que le adorada.
Para Rebeca, nada fue fácil después de lo sucedido. Algo le había quedado demasiado claro a la hormiga, que nunca nadie la querría como el bueno de Roger la quiso a ella. Y cuando Rebeca se dio cuenta de esto le dolió mucho el corazón pero ya era demasiado tarde. Y nunca, nunca nunca, la hormiga muy, muy, muy pequeña, pudo olvidar a aquel elefante, muy, muy, muy grande llamado Roger.

05Dic/11

EL TRAJE AMARILLO DE PAPÁ NOEL: UN CUENTO DE NAVIDAD

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¿Cree alguno de vosotros que Papá Noel puede ir vestido de amarillo repartiendo regalos a los niños? Pues no, claro que no, porque Papá Noel va siempre vestido de rojo, y siempre con su espesa y larga barba blanca y sus botas negras y su cinturón y una gran saco, por supuesto, lleno de regalos.
Lo que les voy a contar a continuación sucedió hace muchos años cuando a un duendecillo burlón, de esos que trabajan duro con Papá Noel para que los regalos de todos los niños del mundo estén listos el día de Navidad, se le ocurrió teñir su traje de amarillo, ya sabéis, pintarlo de otro color. El pensó que no pasaría nada, pero sucedió… ya verán lo que sucedió.
Llegó la víspera de Navidad y, aquella tarde, Papá Noel limpió a sus renos y les dio hierba fresca, puso a punto su trineo, metió todos los sacos llenos de regalos y fue raudo a vestirse a su habitación. Cuando abrió su armario, se puso muy nervioso al no encontrar su precioso y calentito traje rojo.
-¿Qué sucede aquí?, preguntó el anciano al duendecillo burlón. ¿Dónde pusiste mi traje rojo pequeño malvado?
Pero el duendecillo burlón no contestaba.
-¿Qué sucede aquí?, volvió a preguntar Papá Noel, ahora un poco más enfadado.
-¿Qué que pasa aquí?, dijo el duendecillo.
-Sí, ¿qué pasa aquí?
-De amarillo lo teñí.
-¡¿Queeee?!, exclamó enfurecido Papá Noel.
-¿Qué pasa aquí? De amarillo lo teñí, seguía diciendo burlonamente el duendecillo mientras reía sin parar. Teñí el traje de amarillo porque es más divertido, ja, ja, ja,..
Papá Noel se puso muy triste pero sabía que no le quedaba más remedio que coger su trineo e ir por el mundo repartiendo los regalos a los niños. El viaje era duro y largo por eso no podía ponerse de mal humor, ni malgastar las fuerzas peleando con el maldito duendecillo. Así es que, apenado, se vistió con aquel traje amarillo y comenzó su viaje.
Por el camino, pensaba que como ningún niño le vería, ya que todos dormían mientras el repartía los regalos, no pasaría nada. «Ellos no saben como voy hoy vestido, que tonterías pienso. Ellos saben que mi vestido es rojo y en cualquier caso, lo único que les importa son los regalos, no un viejo como yo que se queda atascado en la mitad de las chimeneas por las que intenta entrar. No hay porqué preocuparse si mi traje es amarillo.», se iba diciendo a si mismo como para tranquilizarse.
Casi cuando ya había dado la vuelta al mundo, cuando sólo le quedaba un país en el que dejar sus regalos, se metió en una chimenea muy grande, tan grande, que esta vez no se quedó atascado sino que metió tantísimo ruido al caer contra el suelo que Pedrito se levantó de la cama. Corrió escaleras abajo y vio a Papá Noel con su vestido amarillo. Pedrito gritó del espanto al ver así a Papá Noel vestido porque, por supuesto, no pensó que era Papá Noel, sino cualquier ladrón que había caído por la chimenea.
-Calla, calla Pedrito, le rogó Papá Noel al niño. Soy Papá Noel.
-¡Tú no eres Papá Noel!, exclamó Pedrito enojado. Papá Noel tiene un traje rojo, y el tuyo es amarillo. Como dice mi papá, tu eres un impostor, un ladrón.
-Que no, que no Pedrito, intentó explicarle Papá Noel. Mira, la cosa es muy sencilla de entender. Un duendecillo burlón pintó mi traje de otro color. Y no me ha quedado más remedio que repartir los regalos con éste.
Pedrito se callo. Le miró triste y le dijo que ya no quería sus regalos.
-Pero si da igual de que color sea mi traje criatura, dijo el viejo Papá Noel. Lo importante es que leí tu carta y te traigo justamente lo que me pediste. Aquí está tu tren eléctrico y tu robot preferido.
-Eso da igual, contestó Pedrito apenado.
-¿Qué da igual dices?, dijo Papá Noel. Yo creía que lo más importante para un niño es recibir sus regalos favoritos el día de Navidad.
-Lo más importante es que viene Papá Noel, contestó Pedrito con una sonrisa. Mira yo te había dejado leche caliente y turrón al lado de la chimenea.
-Ya lo he visto Pedrito, contestó el viejo. Muchas gracias.
-Eso es lo más importante, que Papá Noel viene desde el Polo Norte, dijo el niño. Papá Noel llega vestido de rojo, con su barba blanca, y sus botas negras, y su gorro con un pompón blanco, y su cinturón y su saco y es un poco gordinflón y viene en un trineo con ocho renos tirando de él y una campanilla que hace clín, clón, clín, clón. Pero tú…. tú no eres Papá Noel.
-Si lo soy, pero ya me voy, explicó el anciano. Lo siento Pedrito. Siento que no puedas comprenderlo, y siento que no te hagan ilusión tus regalos. Pero los traje con el mismo cariño que si hubiera llevado un traje rojo puesto.
-Adiós, me voy a la cama, dijo Pedrito.
-No te vayas aún, pidió Papá Noel al muchacho. Ahora quiero que mires por la ventana. Verás mi trineo con ocho renos tirando de él y esa campanilla que hace el ruido que tu sabes. Así entenderás que yo soy el verdadero Papá Noel.
-Pero los niños no pueden ver eso, sólo en los libros, explicó sorprendido Pedrito.
-Pues tu lo vas a ver porque yo te voy a permitir que lo veas, le dijo Papá Noel. El viejo metió su mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y echó unos polvos mágicos sobre el niño. Pedrito se cubrió de miles de estrellitas doradas que chispeaban alrededor de él.
Cuando Pedrito se acercó a la ventana vio el trineo, y a Papá Noel volando por el cielo, y a los ocho renos que tiraban del trineo de madera y la campanita dorada que hacía clín, clón, clín, clón,…. y entonces fue completamente feliz.
Pedrito dijo adiós con la mano a Papá Noel con una gran sonrisa.
Entonces Papá Noel se dio cuenta de que Pedrito tenía razón, de que había dicho la verdad. Los niños soñaban con verle y no tanto con los regalos que iban a tener y eso le dio una gran satisfacción. El ya sabía que los niños no son egoístas, sólo son niños, y a los niños lo que más les gusta en el mundo es jugar y, por supuesto, poder ver a un Papá Noel vestido de rojo, montado en su trineo, con sus ocho renos y su campanita dorada haciendo clín, clón, clín, clón,….en mitad del cielo la víspera de Navidad.