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22Mar/24

NOSOTROS MATAMOS A STELLA. MARLEN HAUSHOFER

«Oh, Stella, cuánto más muerta estoy yo que tú! A ti todavía te aman y te mantienen cientos de pequeñas raíces en la tierra húmeda».

Stella, que tiene quince años y sabe muy bien lo que hace.

Stella, entregada y predispuesta.

Stella, torpe y tímida.

Stella, que incluso cuando estaba alegre «su rostro grande y discreto permanecía impasible».

Stella, que viste de rojo porque le gusta este color y el amarillo.

Stella, que se arrojó contra un camión amarillo vestida de rojo.

«Fue una delicadeza por parte de Stella bajar de la acera como por azar, de forma que se pudiese pensar fácilmente en un accidente».

Stella, que de niña estuvo en un internado.

Stella, que heredará una farmacia y a su madre esto, le fastidia.

Stella, que estudia Comercio, en vez de Farmacia.

Stella, que nunca estudia. «Se le daban bien los animales y las plantas, realizaba de buena gana trabajos rudos y hacía chaquetas y calcetines con lana gris y mala para familias pobres».

Stella, que tiene una madre que no siente la muerte de su hija.

Stella, que era guapa pero «sin pizca de encanto ni gracia».

Stella, que quería estar muerta y «con la misma dejadez ciega con la que se había dejado caer en la vida, abandonó esta existencia que había olvidado sujetarla con un poco de amor, bondad y paciencia».

Stella, que era elegante.

«Su elegancia, que era la elegancia de su corazón, la demostró en la forma que escogió para morir, regalándonos a todos la posibilidad de creer en un accidente absurdo».

Stella, que durante un breve periodo de tiempo fue muy feliz pero «incapaz de aprender las reglas del juego». «No supo adaptarse, tuvo que morir».

Stella, que ha llegado para quedarse diez meses en casa de Anna y Richard.

Stella, que llega a la casa » de nuevo arrinconada por su madre» y sin ser bien recibida por la pareja.

Luise, la madre de Stella, amiga de Anna, se lo ha pedido. A pesar de la unión de 30 años entre las dos mujeres, Anna no siente ningún aprecio por ella.

Nosotros matamos a Stella, de la gran escritora austriaca Marlen Haushofer (Frauenstein,1920- Viena,1970), es el libro que esta semana les invito a leer. Editado por Editorial Contraseña, esta novela, publicada por primera vez en 1958, se desarrolla en el marco de una familia burguesa de los años cincuenta. Como se señala en el brillante e interesante epílogo, escrito por Rosa Marta Gómez Pato, el suicidio de una de sus protagonistas, disfrazado de muerte accidental «se revela como la consecuencia de una sistema patriarcal injusto y de una sociedad burguesa hipócrita». «Haushofer reconoce y examina con perspicacia los mecanismos de sometimiento y represión de una sociedad en la que la mujer se convierte en una de las víctimas más vulnerables. En su relato denuncia la rígida asignación de roles de género, su aceptación y la gran dificultad para la mujer de salir de ese orden social, cultural y religioso determinado por el machismo».

¿Quién es Luise?

«De niña era avara, intrigante y mala. Siempre quería tener mis cosas, me birlaba mis gomas, mis cinturones de charol y mis bocadillos; más tarde quería tener a los hombres que me cortejaban, y ahora, por fin, con la ayuda de su hija, ha logrado destruir la paz que tanto me ha costado conseguir. Un pájaro de mal agüero es Luise, horrible, chupadas y ninfómana. Pero nunca logré convencer a Richard de que me resultaba odiosa. Simplemente, no entiende que haya gente a la que se detesta y de la que uno no es capaz de escapar».

A Richard, Stella le resulta demasiado incómoda. «¿Qué podía hacer un jugador como él con esta niña torpe y seria? De ninguna mujer se aburrió tan pronto como de Stella».

En esa casa, las reglas ya están establecidas. El matrimonio se entiende a su manera y cada uno se ha volcado en un hijo. Richard en la niña, Annette y Anna en Wolfgang.

Stella, de diecinueve años, es un estorbo en casa. Richard se ve obligado, a conversar un poco con ella. Annette siente celos. Wolfgang se siente turbado por el cambio en la familia. Anna no sabe tratar a una muchacha joven como Stella. Stella puede romper la familia, el orden establecido. Puede romper la mentira, el decorado perfecto de familia inmaculada.

«Me parecía imposible adivinar los pensamientos de Stella y ocuparme de ellos. Esa muchacha alta, bonita, un poco robusta era un cuerpo extraño en nuestra casa y seguro que ella sentía lo mismo. Era más reservada que tímida, apocada por los años de internado, y yo pensaba que allí también debía de haber dado la impresión de ser un poco rara. No era mona ni infantil o ingenua, como acostumbran a ser las muchachas jóvenes. En realidad, parecía una mujer que casualmente aún era una niña. Pero, a pesar de ser tan callada, no pasaba desapercibida. Con los horripilantes vestidos de color marrón que Luise le había comprado resultaba muy poco atractiva, pero en verdad no pasaba desapercibida».

¿Quién es Richard?

«Richard es traidor por naturaleza. Dotado de un cuerpo que lo capacita para el placer continuo, podría vivir en paz si además no estuviese dotado de una inteligencia deslumbrante. Esta inteligencia es lo que convierte en crímenes los regodeos de su cuerpo ávido de placeres. Richard es un monstruo: un padre de familia cariñoso, un abogado respetado, un amante apasionado, un traidor, un mentiroso y un asesino».

Richard nunca reconoce algo. «Este es su punto fuerte, así consigue que los crédulos confíen a ciegas en él y que los desconfiados reboten en el resbaladizo muro de sus refutaciones».

Richard evita, sin consideración alguna «todo contacto con las personas enfermas y desgraciadas».

Anna, narradora de la novela, aprovecha unos días de soledad en casa, para recordar lo que sucedió con Stella. Como llegaron a matar a la muchacha. Anna confiesa que calló todo por cobardía y comodidad.

«Mi ley era la intangibilidad de la vida y yo he sobrepasado el límite al permitir tranquila e irreflexivamente que aniquilasen la vida de Stella ante mis ojos».

«He llevado la vida de una mujer acomodada, me apoyé en la ventana y respiré el aroma de las estaciones del año mientras a mi alrededor se asesinaba y se hería», se lamenta Anna.

«Tendría que haber sabido que para Richard no existen límites, que no respeta nada y que una chiquilla grande e ingenua puede ser una novedad tentadora para un hombre que está sobresaturado de todo tipo de amores. No se debe poner el cordero en la boca del lobo, y eso es justo lo que yo he hecho».

Si Stella consiguiera un novio que se preocupara por proteger sus bienes, Luise no continuaría despilfarrando el dinero de la muchacha en vestidos, sombreros y amantes. Hacer bella a Stella sería vencer a la arpía de Luise. Todos estos pensamientos le asaltan a Anna que considera que Luise es «repugnante». Luise se ha enriquecido pero no le es suficiente. Se quiere casar con un hombre joven por el que tiene que pagar un alto precio. «Hay que admitir que se encontraba en una situación desesperada», reflexionará Anna. Por esa razón, la chica vive con ellos.

¿Quién es Anna?

«La vida con Richard me ha corrompido y convertido en algo irrecuperable», afirma.

Anna es una mujer aguantando a un marido sin escrúpulos, a un marido infiel, a un marido despótico. Aguantado a un marido diplomático, dominante, cruel.

«Tampoco se separaría nunca de mí. Soy la guardiana de su casa y de sus hijos, y, como toda persona cuya vida secreta se desarrolla en la más profunda anarquía, no hay nada que más aprecie que el orden aparente y el rigor superficial. Nadie protege la moral de manera más estricta que el propio infractor furtivo, pues este tiene claro que la humanidad naufragaría si todos los seres humanos tuviesen la posibilidad de vivir como él».

Anna es consciente de que no es amada realmente, que su esposo la ama como si de una propiedad se tratara. «Ya entonces había algo en mí que se rebelaba contra esta clase de amor, pero callé porque sabía que entre nosotros no era posible el diálogo».

Anna sueña que ha sido sepultada en un sótano. «Enormes muros carbonizados caían sobre mí y me aplastaban poco a poco».

«Lo de las manchas es una cosa muy extraña. Nunca en mi vida conseguí eliminar ninguna. Desconfío mucho de las mujeres que fingen que saben eliminar manchas. O mienten o ahí hay gato encerrado».

Stella y Richard mantienen una relación amorosa pero mientras que para la muchacha aquello es un refugio de ternura, la que nunca tuvo, para Richard es una experiencia más a la que no dará mayor importancia. Él es un hipócrita «un guardián de la doble moral burguesa y un maestro del olvido», se apunta en el epílogo.

Anna, al corriente de todo, siente compasión por la joven, pero no hará nada por impedir la tragedia. «Se siente extraña y presa en la casa de su marido, donde no es posible la comunicación. Su sumisión, su aceptación y su silencio garantizan la continuidad de ese orden», señala Gómez Pato. «Haushofer introduce con esta obra un aspecto muy innovador para su época: cuestiona el rol de víctima de la mujer, la descubre como cómplice de una cultura patriarcal y pone de manifiesto las dificultades para salir de ese sistema».

Stella representa, por tanto, lo contrario a Anna. Como recoge el epílogo, la muchacha, rebelde, joven e inocente no acepta someterse al rol que juega Anna «lo que provoca su exclusión y su soledad, y determina por último su decisión de suicidarse». Anna no toma decisiones, se ve incapaz de salir de una situación que la ahoga, su propia familia, su propia vida. La vida que ve pasar a través de la ventana.

 

 

16Mar/24

MAÑANA ME VOY. VICTOR COLDEN


«Más que una búsqueda, creo que todo viaje es una huida».

«También hace falta fe para seguir una senda durante horas».

«Mañana me voy, vuelvo a echarme al camino. Me gustaría decir que es sólo por el placer de la aventura («a ver qué pasa»). La verdad es que no podía no irme».

«¿Cómo será vivir así, despreocupado, yendo hacia el mar, siempre riendo?»

Un hombre decide emprender un viaje a Soria. Por delante, cinco días de excursión por caminos poco o nada transitados y bajo un tiempo que se avecina duro y frío. Le asaltan las dudas pero, de todas maneras, quiere hacerlo. «Habría preferido querer quedarme. Ver sin amargura cómo se van los otros y cómo regresan luego, o no».

Confiesa que le divierte cuando alguien elogia su supuesta fuerza de voluntad, su capacidad de emprender ciertos proyectos o de tomar determinadas decisiones porque según él lo que hace, a menudo, es rendirse y obedecer. «Obedecer a algo así como a un mandato, a una voz que ordena que camine. O que escriba».  Se pregunta, por tanto: «¿Qué libertad hay en andar si no puedo dejar de hacerlo?» Sin embargo, los caminos le llaman. «Me gusta pensar en la densidad histórica de los caminos, en los motivos por los que se trazaron y en los fines y propósitos de quienes los recorrieron».

Pero….

«¿Se alcanza  a ser libre andando por donde otros decidieron que se debía andar? Está la libertad de escoger sendero, la libertad de hacer un alto en el camino, la libertad de desandar lo andado y volver sobre nuestros pasos…, pero mientras marchemos por rutas marcadas, ¿no somos presa de una voluntad ajena?»

Elige Soria porque Soria «es un imán». «¿Por qué siempre que entro en Soria es como si se me ensanchara el pecho?»

«Yo lo tengo ya claro: no podemos movernos -ni hacer ninguna otra cosa- sin herir, sin romper, sin manchar. Sin molestar o humillar.

Cómo no estar harto de nosotros, de uno mismo.

Eso es lo que quiero, olvidarme de todo y salir».

El escritor Víctor Colden (Madrid, 1967) vuelve con este maravilloso libro, un diario de viaje titulado Mañana me voy, editado por Abada Editores. Después de su última novela, Tu sonrisa sin temblar, nos invita en esta ocasión a caminar con él por las tierras del norte de Soria.

Comienza la caminata y comienzan las reflexiones. Y eso es lo mágico de este preciosa obra que hoy les invito a abrir. Caminamos por los mismos caminos que atraviesa el autor. Sus reflexiones son las nuestras. Él se repasa, se cura sus heridas, evoca sus recuerdos y nosotros también. Él va apuntando en su cuaderno, nosotros también. Él se acuerda de la chica de los ojos color avellana, la muchacha que visitó enToulouse, la que tenía una sonrisa con el poder de calentarle el corazón. Nosotros… ¿en quién pensaremos? ¿A quién recordaremos?

«Hablar de los otros. Esa sería una buena manera de huir de mí. Hablar del dolor que he visto en los demás, o que he intuido. De sus pérdidas y sus búsquedas. De sus fantasías».

«Estoy cansado, quiero otras historias. Me encantaría ser capaz de conjugar los verbos en la primera persona del plural. Ni siquiera me siento cómodo usando la tercera del singular. Soy mi propia cruz: toda la vida aprendiendo a llevarla. He ahí un bonito desafío, el de no aburrir a los otros cuando se aburre uno a sí mismo».

«Lo más difícil es el silencio. Lo más costoso, lo más raro. Y lo más peligroso: las palabras van a oírse. Esa es la promesa implícita (¿o la amenaza?): la de que todo lo que se diga tendrá su peso, valdrá lo suyo. Y la de que alguien -incluso uno mismo- escuchará las palabras que se pronuncien».

«Hay una clase de cansancio que sólo se siente tras haber andado durante muchas horas. Ese cansancio se parece al cansancio que produce vivir. Querríamos tomarnos un descanso, pero no hay más remedio que tirar para adelante. Seguir caminando y seguir viviendo. ¡Nos gustan tanto, pese a todo, la vida y los caminos!»

El paseante y el escritor se funden. Le asaltan los miedos. «Haber escrito no tiene por qué significar seguir escribiendo. Pienso en todo esto con preocupación. No, con preocupación no: con miedo».

Le asalta el amor:

«Ya no creo que sea el amor lo que mueve el mundo. Alguna vez lo pensé, no recuerdo si bajo los efectos de dos o tres copas de vino. El egoísmo lo mueve. El miedo, la incomprensión, la pereza, la avaricia. Una estupidez sólida y correosa. ¿El mal?»

Le asalta la nostalgia:

«Esta nostalgia del silencio, de la belleza, de la sencillez, de cierto sentido de la austeridad. De la época en la que existía la espera, en que un viaje era un viaje y dar la palabra significaba una cosa precisa; de cuando se valoraba lo que se tenía y la ilusión por lo que no se tenía era real»

Las jornadas se suceden y el caminante sigue escribiendo sus pasos, dándoles forma, averiguando los secretos de esos senderos tan mágicos para él.

«Hay dos dulzuras hermanas, aunque distintas, la del amanecer y la del anochecer. En la calma del crepúsculo vespertino ya sabemos lo que viene luego -lo inevitable-, pero de madrugada, desde que la tiniebla empieza a desteñirse muy poco a poco, todo es posible y resulta difícil no acabar sintiendo algo parecido a la esperanza».

«Yo también soy trashumante. Voy buscando los pastos más frescos y una impresión duradera de verdad en mi vida».

Y de repente, la compañía del padre:

«Yo tampoco voy tan solo como podría pensar quien me viera. ¡Cuántas voces hay en mí! Incluida la de mi padre, con el que nunca hablé. O casi nunca. Él viene siempre conmigo. Esta mañana, al salir de San Pedro, creí percibir su olor. Fue una sensación fugaz -¿dos segundos?-, pero tan intensa que se me saltaron las lágrimas. Sigo de duelo treinta y cinco años después. También eso acompaña, a su manera».

«Y murió papá. Yo habría querido que el dolor no terminara. Me parecía una traición que se fuera haciendo soportable. No sabía que así era la vida».

Y de repente, la compañía de los amigos:

«¿Será inevitable que la vida nos vaya separando de las personas que nos quieren y a las que queremos? Nunca tuve muchos amigos. A lo mejor alguno de ellos piensa en mí justo ahora, en este instante en que yo, de pie en mitad de una dehesa cercana a Yanguas, pienso en ellos. Con eso bastaría, tal vez; con eso habría de bastar».

Y de repente, la compañía del camino a casa:

«Caminamos todo el rato en dirección a casa. Aunque nos alejemos de ella en el espacio, en realidad no nos vamos, sino que volvemos siempre. (…) Eso es lo que quiero, volver a casa».

Y de repente, la infancia feliz, los abuelos:

«Maldigo el día en que dejé de ser un niño y salí de la casa y el jardín de mis abuelos. Yo no sabía que aquel aburrimiento de las tardes de verano era divino».

Conmovedora reflexión la que hace Colden sobre el caminar, la vida y la escritura:

«Puede que andemos para darle un argumento a nuestras vidas, para tener algo que contar. La escritura, como el camino, sirve de hilo conductor de los días, que de otra forma se nos deshacen tantas veces en las manos: nos las miramos vacías después, sin saber muy bien qué ha ocurrido, buscando en vano algún resto. Por lo menos la escritura nos deja unos papeles llenos de signos. Un pálido reflejo de la vida, probablemente».

Conmovedora la que hace sobre la soledad:

«Ya sé: busco la soledad para experimentar la sensación de tener algún control sobre mi vida. ¡Los otros son tan impredecibles! No sabemos en qué momento van a decepcionarnos, incluso causarnos una herida, ni cuándo se sentirán ellos decepcionados con nosotros».

«A falta de un compañero de viaje, hablo conmigo mismo, aunque no lo haga en voz alta. Soy Sancho y Quijote a un tiempo. Yo digo los refranes y yo me los repruebo. Yo desvarío y yo me intento convencer de que no son gigantes. Yo me prometo las ínsulas y después fantaseo con ellas. Yo converso, en fin, con el otro que va conmigo, como si lo hiciera con alguien que se me hubiera juntado para un tramo de la ruta, quizá primero por interés y luego, a medida que fueran transcurriendo las jornadas, también por un vago afecto y algo semejante a la lealtad.

No voy tan solo como podría parecer».

Inevitablemente llega la pregunta, la pregunta imposible de responder. ¿Quién soy?

«POR FIN ME parece entenderlo: no soy el que mucho tiempo creí ser. No soy esa persona que yo había ido fabricando con retazos de sueños, de historias, de deseos, de rasgos tomados de aquí y de allá, de modelos muy diversos. Por encima o por debajo, queda el que a lo mejor fui una vez. ¿Podría tornar a serlo? He cambiado tanto que casi ni me acuerdo de cómo era antes. Antes: hace cuarenta años, digamos. Yo callaba entonces, y uno de mis mayores deseos era el de no ser visto, que nadie se fijara en mí. Desde que empecé a hablar, las cosas ya no volvieron a ser iguales.

A menudo echo de menos aquella época. Me echo de menos. ¿Por qué cambié? Siempre me ha producido estupor oír o leer lo que dicen algunos que no se arrepienten de nada y que si volvieran atrás lo harían todo de idéntica manera. (…) Yo cambiaría bastantes cosas. Me comportaría de otra forma, tomaría otras decisiones.

La sensación, a veces, de que han ardido los puentes, de que no hay marcha atrás. ¿Los he quemado yo? Seré otro, de acuerdo, pero sigo siendo aquel niño, aquel joven».

No crean que tienen un pequeño libro entre las manos por el número de hojas. Es inmenso. Le cabe todo: poesía, lirismo, amor, humor, amaneceres, búsquedas, libertad, soledad, esperanza e incluso, y cómo no teniendo en cuenta el amor del autor por la naturaleza, la tristeza del destrozo producido por los molinos de viento en el paisaje y la desolación al contemplar los pueblos abandonados, silenciosos, a la espera acaso de nada.

«En la ruta de hoy no se ven los atroces «molinos» que plagan algunos de los paisajes más hermosos de la provincia. De muchas partes del país. «Energía limpia», la llaman. No sé. Cuando pienso en los años…, no, en los siglos que tendrán que pasar antes de que se desmantelen estos engendros de cemento y de metal, y la tierra y el cielo – los horizontes- recuperen su belleza… ¿Pero a quién le importa eso?»

«Belleza agreste, belleza humillada. Herida -¿de muerte?- por los gigantes eólicos que coronan los montes y por la fealdad de los bosques de repoblación. Cuánta razón tenía Unamuno: «Los españoles no están a la altura de sus paisajes».

«No creo en nuestra especie, no. El humanismo es una falacia, un delirio. Por cada gramo de bondad, de belleza o inteligencia, ¡cuántas carretadas de ruido, de grosería, de estupidez, de crueldad, de arrogancia, de destrucción!»

«Estos pueblos abandonados… En ellos intuimos lo que puede renacer, por eso nos llaman con tanta fuerza. Ah, si fuera posible volver a empezar de una manera distinta. Si fueran posibles el retorno, el renacimiento, la reconstrucción».

Maravilloso es también el uso del vocabulario que utiliza Colden. Esas palabras tan poco usadas a diario que están esperando ahí, en algún momento para ser aireadas. Pero para eso hay que caminar, salir al campo, subir montañas, perderse en parajes solitarios. Colden, amante de estos vocablos los homenajea de esta forma tan bella:

«En ellas está la impronta de las miles de historias de quienes viajaron por los caminos de la vieja España. Historia de arrieros y feriantes, de pastores y postillones, de soldados, chalanes y recoveros. De ventas, posadas, mesones, casas de postas y estafetas. Señera entre esas historias, por supuesto, la del magro caballero y su escudero leal, fatigando carrenderas».

Y también hace Colden un homenaje a su infancia, a sus autores queridos, a las citas que recuerda, a cantantes y canciones que forman parte de su vida. Todo el camino está salpicado de ternura infantil, de nostalgia por la juventud, de realidad del presente. Todo el camino, empedrado de grandes nombres: Blyton, Machado, Ciro Bayo, Azorín, Cirlot, Serrat, Brassens, Modugno, Villa, Suero, Marías, Faulkner, Bassani, Casares, Stevenson, Abel Hernández, Avelino Hernández, Ursula Wölfel, Enrique Andrés Ruiz, Lispector, Leonard Cohen, Bukowski, Beatles…

«MIRLOS, GORRIONES, lavanderas, verdecillos: yo también silbo como si no hubiera un mañana. Que no lo hay».

«Algo le falta a la belleza cuando se disfruta a solas».

09Mar/24

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA. JOSÉ SARAMAGO


«(…) el ojo que está ciego, transmite la ceguera al ciego que ve (…)».

«Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás».

«El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos».

«(…) qué frágil es la vida si la abandonan».

Un hombre de 38 años se da cuenta de que se ha quedado ciego cuando está dentro de su coche parado en un semáforo. «Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche», dirá más tarde, completamente ya consciente de su nueva situación. Este hecho crea un pequeño caos en la circulación que, pronto, alguien haciéndose pasar por un buen samaritano, resolverá al ofrecerse para llevar al nuevo ciego a casa. Cuando la mujer del hombre invidente llega a casa después del trabajo asustada por lo sucedido pero esperanzada, porque tiene claro que nadie se queda ciego de repente, decide llamar a un médico.

Así comienza una de las obras más inquietantes del gran escritor, Premio Nobel de Literatura en 1998, José Saramago (Azinhaga, Portugal,1922- Tías, España, 2010). Es la obra, quizás, una llamada de atención para aquellos que aún pueden ver. Quizás, una advertencia a las fatales consecuencias que traería el taparse los ojos ante la realidad que nos rodea, y la necesidad de adoptar la responsabilidad necesaria que todo individuo debe tener. Pero también nos lanza una pregunta, una reflexión, tal vez antes de poder llegar a perder la vista ya estábamos ciegos y no lo sabíamos, el porqué es sencillo, porque el miedo ciega.

El médico, después de hacerle un exhaustivo reconocimiento, le explica que no ha encontrado ninguna lesión en los ojos. La ceguera le resulta inexplicable. Dice no haber visto nunca algo así y añade que se atreve a pensar que, incluso, «no se ha visto en toda la historia de la oftalmología».

Pero, pronto, un curioso fenómeno se desata. Todos los que han tenido contacto con el hombre que se ha quedado ciego comienzan a perder la vista: el ladrón samaritano, el médico que le ha atendido, una paciente de la consulta que únicamente padecía de una simple conjuntivitis y que ejerce la prostitución y un niño estrábico, que también estaba en el consultorio acompañado de su madre.

El oftalmólogo cree que debe informar a las autoridades sanitarias de lo que podría estar convirtiéndose en una «catástrofe nacional». «(…) nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que  de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida».

El ministerio del Gobierno se hace cargo de una situación cada vez más catastrófica.

«Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. (…) En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver».

Deciden aislar a todos los afectados en un manicomio vacío. La mujer del médico se hace pasar por afectada para no tener que separarse de su marido.

El gobierno les advierte de que abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente. A partir de ese momento, los ciegos inician una nueva vida juntos y aislado del exterior. Con el tiempo, se darán cuenta de que allí, como en cualquier otro lugar, se necesita una organización, establecer una reglas de convivencia, una limpieza básica si no quieren que todo vuele por los aires. Los roces serán inevitables y se hace evidente la necesidad de tener un orden para que las cosas fluyan.

«(…) tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quién somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué,  ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por el se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera (…)».

Llegan más afectados: la  mujer del primer ciego y el taxista que le llevó al médico, el dependiente de la farmacia que vendió el colirio a la chica de las gafas, el policía que encontró al ladrón y la camarera del hotel, la primera que entró en el cuarto, donde la chica con conjuntivitis atendía a su cliente. Más tarde, el manicomio acoge a la empleada del consultorio, al hombre que había estado con la chica de las gafas y al policía grosero que la llevó a casa. Pero, pronto, el recinto comienza a llenarse de afectados.

El médico reflexiona sobre lo que está ocurriendo:

«(…) Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, la que tenga luz no me pertenece».

Como habían advertido, uno de los sargentos se cobra la primera vida cuando el ladrón sale a pedir ayuda médica. El sargento se queda ciego.

Los soldados temen a los ciegos y los ciegos a los soldados. Unos al contagio, los otros a la muerte. En la hora de la recogida de comida se hace más evidente, aún, el sentimiento de miedo.

«Atención, atención, los internos tienen autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala».

Los internos saben que el deseo de los soldados sería acabar con ellos de una vez.

«Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo, la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por naturaleza».

Los ciegos reflexionan. Uno de ellos piensa que las cosas no están tan mal.

«Mientras no falte la comida, que sin ella no se puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar ciego allá afuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele, amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí, me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor».

Va más allá, afirmando que las autoridades han resuelto muy bien el problema aislándoles.

«Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos (…)».

«Lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos, evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea, imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria, repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí», reflexiona un ciego.

La necesidad de historias, de comunicación entre semejantes, de fe, de ilusión, de esperanza, de alegría, de fantasía, es lo que este hombre echa de menos. Eso tan cotidiano, eso que pasa tan desapercibido y que tanto nos alimenta. Es un fragmento conmovedor porque refleja que, sobre todo, necesitamos seguir creyendo en algo y en alguien para que nuestra vida sea soportable.

Llegan doscientas personas más entre contaminados y ciegos. Las autoridades, antes el temor de que se desencadene una revuelta, comienzan a distribuir la comida a tiempo.

Ante tal cantidad de gente, se ponen en consideración las palabras de la mujer del médico: «Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales».

Uno de los recién llegados, antiguo paciente del médico, trae consigo una radio. Todos quieren saber lo que ocurre fuera. El ciego les dice que los médicos se reúnen en congresos, los medios de comunicación buscan el sensacionalismo y que se ha ordenado la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, pabellones deportivos y almacenes vacíos ante la creciente subida de enfermos. Los accidentes de tráfico y aéreos son algo habitual, ya que los conductores, los pilotos se quedan ciegos en el momento más inesperado.

«(…) ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí».

Estas palabras de la mujer del médico son, a mi parecer, una metáfora de la necesidad abrumadora ante una situación insostenible de tener un líder con ojos que vean con claridad, unos ojos que nos lleven por el buen camino. Un líder que sea el pastor, el guía que vea por nosotros, que nos haga ver lo que ignoramos, lo que no vemos, lo que no queremos ver, lo que otros no están capacitados para ver porque no llegan a entender.

La mujer del médico se siente moralmente mal por estar fingiendo la ceguera pero tiene miedo a lo que sucedería si desvelara la verdad a los otros. Su marido le advierte:

«Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir. (…) Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores».

Ella le responde:

«Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar».

Un grupo de ciegos, con un líder a la cabeza que posee una pistola y respaldado por un ciego anterior a la catástrofe y por tanto entrenado, han decidido amenazar al resto. Ellos serán los encargados de repartir la comida, se harán con la posesión de los víveres. Si los demás quieren comer será a cambio de los enseres de valor que posean. Se establecieron, por tanto, dos grupos: el de los ciegos buenos y el de los ciegos malos. Cuando se acabaron los relojes, los anillos,… los malos se atrevieron a pedir mujeres. Enseguida surgen los debates morales.

Un encuentro sexual inesperado, desata la oportunidad de la mujer del médico de decirle a la chica de las gafas oscuras que ella si puede ver. La muchacha promete guardar el secreto.

Finalmente las mujeres sucumben.

«Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro de la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas, porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar».

«O chupas, o tu sala no verá más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola. Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar».

El jefe de los malvados muere apuñalado. Lo asesina la mujer del médico con unas tijeras que había traído, de casualidad, en su bolso. Su marido, asustado le dice que va a haber lucha, guerra. «Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar». «Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré», responde ella.

Resuenan las primeras voces alabando el papel de la asesina.

«Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros».

Un fuego intencionado en el manicomio provoca la huida. «Los locos salen».

«Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separa del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben a dónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar».

La vida fuera es desoladora. La mujer del médico decide ir a buscar comida para el grupo y lo que iba encontrando resultaba conmovedor: ciegos tropezando unos con otros, ciegos con la boca abierta y la cabeza en dirección al cielo para saciar la sed, ciegos gateando buscando sobras por el inmundo suelo, supermercados con estanterías vacías, grupos de perros callejeros que parecen hienas…  Toda la población ha quedado ciega. Los métodos gubernamentales han fracasado. Al fin consigue los víveres, después ropa. El objetivo ahora es llevar a cada uno de ellos a sus casas. Pero las casas no están en las condiciones que ellos esperan, algunos de ellos no quieren ir hasta ellas. Finalmente, van a la casa del médico.

La mujer del médico piensa que todos deben permanecer juntos. Será la única manera, cree, de sobrevivir. Los demás se sienten culpables, de alguna manera, pero ella insiste en que ella será los ojos que sus acompañantes dejaron de tener. «Dejaos guiar por mis ojos mientras duren», insiste.

Se acomodan todos en la casa del médico. Este hace una bonita reflexión delante de todos:

«Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma».

Su mujer le dice en una ocasión al médico:

«Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quién me vea».

¿Qué sucederá al final? ¿Cómo se irán sucediendo las cosas? Les invito a que abran este maravilloso libro.

«Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven».

La periodista y traductora Pilar del Río, comentó en una entrevista que Saramago sufrió escribiendo Ensayo sobre la ceguera. Al ser preguntada por el porqué, aclaró que es duro tener que reconocer que somos ciegos que viendo no vemos, que somos capaces de destruir a nuestros semejantes o dejarlos solos y abandonados a la suerte porque tenemos que salvar la vida. «Es un libro de una violencia extrema», puntualizó.

Pilar del Río, en su bello e interesante libro La intuición de una isla dedica un capítulo a esta obra. En él la escritora relata que no fue fácil la escritura del libro. «El 29 de abril de 1994, dejaba dicho en sus Cuadernos: «Me senté a trabajar en Ensayo sobre la ceguera, ensayo que no es ensayo, novela que tal vez no lo sea, una alegoría, un cuento «filosófico», si este fin de siglo necesitara tales cosas. Pasadas dos horas, entendí que debería parar: los ciegos del relato se resistían a dejarse guiar por donde a mí más me convenía».

Continúa relatando la mujer de Saramago: «El 8 de agosto de 1995, tras casi tres años de trabajo, acabó la novela. Por medio hubo pausas voluntarias y otras en las que simplemente sentía que el camino que llevaba no era el indicado. Por fin lo encontró, supo que era ese cuando un personaje se impuso con la fuerza de la naturalidad. «Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega», dijo la mujer del médico, subiéndose a la ambulancia que se iba a llevar a su marido. Esa frase, no pensada antes de escribirla en papel, le dio la clave, fue la epifanía que buscaba para escribir el Ensayo sobre la ceguera que los lectores conocen. José Saramago recibió la frase con emoción. Un personaje conservaría la vista por haber sido capaz de compasión. Entonces el libro adquirió forma y ritmo y fue siendo, día a día, el relato de ciegos que bien podría ser un fresco sobre la humanidad contemporánea».

«Escribió el autor el 7 de octubre en sus Cuadernos: «En mi novela Ensayo sobre la ceguera intenté, recurriendo a la alegoría, decirle al lector que la vida que vivimos no se rige por la racionalidad, que estamos usando la razón contra la razón, contra la propia vida. Intenté decir que la razón no debe separarse nunca del respeto, que la solidaridad no debe ser la excepción sino la regla. Intenté decir que nuestra razón se está comportando como una razón ciega que no sabe dónde va ni quiere saberlo. Intenté decir que todavía nos falta mucho camino para llegar a ser auténticamente humanos y que no creo que sea buena la dirección que llevamos», añade la periodista en el capítulo.

Pilar relata que esta obra es para muchos lectores «el diagnóstico de un mal que puede curarse». Es el libro más traducido de Saramago. «El epígrafe del libro da un respiro y propone: «Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara», puntualiza.

Cuenta la traductora y presidenta de la Fundación José Saramago que hubo momentos en la escritura de este libro en que el escritor se rompió. «Luché, luché mucho, solo yo sé cuánto, contra las dudas, las perplejidades, los equívocos que continuamente se me cruzaban en la historia y me paralizaban. Y como si esto no fuera suficiente, me desesperaba el propio horror de lo que iba narrando», escribió el autor en los Cuadernos de Lanzarote.

Del Río revela que los episodios de crueldad absoluta, como la violación colectiva que sufrieron las mujeres ciegas por parte de los ciegos que se hacen con el poder, el escritor «no quiso leerlos nunca más».

La intuición de la isla, editado por Itineraria, es un libro fascinante, lleno de recuerdos, anécdotas y fotografías, que les recomiendo leer. Si conocen la obra de Saramago les rellenará y aclarará dudas. Les revelará preciosos secretos. Si aún no conocen las novelas de este excelente autor, será una puerta, la mejor, para sumergirse en el placer de su escritura.

 

 

25Feb/24

LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 1) DAVID

«La gracia es engañosa y la belleza vana, y sólo por sus virtudes será alabada» Proverbios 31,30.

«Quien escatima la vara odia a su hijo, y quien lo ama lo castiga a tiempo».

Proverbios 13,24.

«Escucha la instrucción de tu padre, hijo mío, y tampoco abandones la enseñanza de tu madre, porque ellas serán una corona sobre tu cabeza y un collar en tu cuello».

Proverbios 1, 8-9.

«He puesto ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal. Escoge, pues, la vida».

Deuteronomio 30,19.

«El temor a Dios es el origen del conocimiento; los necios desprecian la sabiduría y la disciplina».

Proverbios 1, 7.

«Los pequeños raposos arrasan las viñas».

Cantar de los cantares 2,15.

«El que cuidare de la higuera comerá de sus frutos».

Proverbios 27,18.

«Honrará al anciano».

Levítico 19,32.

«Preeminencia del hombre sobre el animal no hay».

Eclesiastés 3,19.

«Y engordó Yeshurún (Israel) y coceó (a quien le había dado de comer)…».

Deuteronomio 32,15.

La familia Karnowsky, es la fascinante novela, escrita por Israel Yehoshua Singer (Bilgoraj, Polonia, 1893- Nueva York, 1944) y publicada en 1943, que les invito a abrir hoy. Editada por Acantilado nos lleva, a través de la historia de tres generaciones de una familia judía, a la primera mitad del siglo XX. Dividida en tres partes, con títulos que corresponden, por orden, a los nombres del abuelo, hijo y nieto de la saga familiar, es un libro de una gran belleza y gran sabiduría que nos hace reflexionar sobre cuestiones, tan de actualidad, como el de emigrar a otro país y las consecuencias que tiene una decisión de tal calado. El comportamiento que uno debe adoptar en ciudad ajena para ser y sentirse uno más y ser aceptado por los oriundos, se trata aquí con especial énfasis. El autor nos hace ver qué difícil resulta ir tomando las decisiones acertadas para agradar a los demás, el precio tan grande que hay que pagar para llegar a ser otro sin olvidar ser uno mismo y si esto, finalmente, merece la pena. En definitiva, nos hacemos estas preguntas: «¿Llegamos a ser aceptados en una sociedad que no es la nuestra en origen? ¿Qué grado de aceptación alcanzamos? ¿Qué entendemos por aceptación? ¿Se recibe la misma cantidad de lealtad que nosotros pusimos en el sueño de alcanzar algo mejor? ¿Llegamos a integrarnos? ¿Cuántas generaciones hacen falta para conseguirlo? ¿Se consigue realmente?

David, el abuelo, maderero y estudioso, joven decidido y de fuerte carácter, decide dejar Polonia a principios de siglo, donde nació, para irse a Berlín e instalarse allí con su mujer, Lea Milner, perteneciente a una acaudalada familia de Melnitz. David desea ir a Berlín porque según él es de esta ciudad de donde procede «todo lo bueno, lo luminoso, lo inteligente».

En Berlín, David se convierte en un gran empresario del sector maderero. Estudia bachillerato y se esmera en alcanzar un perfecto alemán porque además de un gran empresario quiere ser un hombre ilustrado. Se relaciona con los más influyentes maestros de la nueva sinagoga que no eran judíos inmigrantes de Europa, como los Karnowsky, sino respetables descendientes del judaísmo germano. Entre sus amistades se encuentran el doctor Speier, el erudito y librero Efraim Walder y el profesor Breslauer.

Lea y David tienen un primer hijo, al que ponen de nombre Moisés Georg y al que dejan claro, desde bebé y recién circuncidado que deberá ser judío en su hogar «y un hombre más en la calle». David se mueve como pez en el agua en ese ambiente germano erudito pero Lea no acaba de adaptarse. «Pese a ser sociable, de buen carácter y risueña, Lea no era capaz de trabar amistad con las respetables señoronas de la sinagoga. Entre ellas se veía insegura de su alemán y de sus conocimientos. Se sentía extraña y asustada. Extrañas le resultaban también las plegarias del cantor de la sinagoga, que, aunque entonadas en hebreo, le sonaban como si las pronunciara un cura. No menos extraños, por escasamente judíos, le resultaban el canto del coro y la prédica del rabino, el doctor Speier. (…) Y además, hablaba en un alemán grandilocuente, lleno de florituras, salpicado de citas de poetas y filósofos alemanes, y sazonado con versículos de las Escrituras y extractos de los libros sacros». Lea busca el amor de su rudo marido ante el mundo que le rodea:

«-David, quiéreme, le rogaba. ¿A quién tengo yo, fuera de ti y el niño?

Impulsado por su amor, Karnowsky se olvidaba de su respetabilidad y de la ciencia del judaísmo. Lo único que no olvidaba era su alemán. Incluso en los momentos de mayor éxtasis, sus palabras de cariño las pronunciaba en alemán. Lea las escuchaba ofendida; en esa lengua extranjera y gutural, las palabras no le llegaban al corazón. No le permitían paladear el auténtico sabor del amor».

Lea consigue entablar amistad con el exitoso comerciante Salmón Burak, que al igual que ella proviene de Melnitz. A David no le gusta el trato con otros inmigrantes como él. «Dado que él mismo era inmigrante, prefería alejarse de los inmigrantes. Deseaba olvidar los años que había pasado al otro lado de la frontera, borrarlos de su memoria».

Pasan los años, cuando su hijo Georg tiene quince queda de nuevo embarazada. Nacerá su hija Rebeca. Sigue su amistad con los Burak, quien tienen una hija, Ruth, de igual edad que su primogénito. Georg pasa su adolescencia sabiéndose querido en exceso por su madre, ignorado por su padre, al que sólo le importa el rendimiento académico del hijo, cortejado por Ruth, a la que no corresponde, y teniendo su primera experiencia sexual con Emma, la criada de la casa.

Georg acaba el instituto con honores dejando claro que no seguirá el camino trazado por el padre. Quiere estudiar filosofía y no tiene ningún interés por los negocios de éste. Sin embargo aceptará encargarse de administrar un propiedad de su padre, un edificio de apartamentos situado en el distrito obrero de Neukölln. Esto hará que la vida del joven de un gran cambio. Allí, Georg se enamora por primera vez. Elsa, es la hija del doctor Landau, que renta uno de los apartamentos que también hace las veces de consulta médica. El chico, debido al amor que profesa a Elsa, decide cambiar los estudios de filosofía por los de medicina. Llega a convertirse en médico. Pero el mundo está cambiando y en Berlín comienzan a escucharse los gritos de abajo Francia y Rusia y los vítores hacia el káiser y la patria son constantes. Entre los primeros movilizados por el ejército alemán figura el doctor Karnowsky, que será destinado al centro hospitalario del frente oriental. Días antes, había hablado con el doctor Landau de su poca entereza para ejercer la profesión. Creía haberse equivocado de profesión.

«-Tonterías, replicó el doctor Landau. Un médico sin corazón es un carnicero con diploma de medicina. Sólo una persona con corazón puede ser un gran médico».

El gobierno acosa a los judíos rusos y polacos con órdenes de arresto. Los trasladan a campos de internamiento. Herr Burak elude el campo gracias a su dinero y practicando sobornos. A David Karnowsky se le cae el mundo encima. No entiende por qué a él se lo quieren llevar.

«A él, que había huído de la ignorancia y las tinieblas de oriente a la cultura y la luz de occidente; a él, que hablaba alemán respetando todas las normas de la gramática; a él, miembro distinguido de la más prestigiosa sinagoga, experto en los escritos de Moses Medelssohn, Lessing y Schiller; a él, comerciante honorable, con títulos de propiedad y padre de hijos criados en el país; ¿a él lo iban a encerrar junto con el populacho oriundo de Polonia y de Rusia?»

¿Le ayudarán esos que creía, eran sus amigos alemanes? ¿Quién le salvará finalmente? El que menos se espera.

David va a visitar al librero y erudito, Efraim Walder para confiarle toda su tristeza y la decepción que sentía hacia los amigos que lo habían rechazado «de modo tan indigno». (…) Walder no se sorprendió. Con su larga experiencia de muchos años ya lo había visto y oído todo, y todo lo contemplaba con filosofía: las debilidades de los seres humanos, la ingratitud e incluso la guerra».

«Como discípulo incondicional de Maimónides, estaba convencido de que el camino al Creador no consistía en unirse a un quórum compuesto de porteadores y buhoneros, sino en una inteligente comprensión de la divinidad. Las masas que, por lo común, se enfervorizan durante la oración, y a gritos llaman «padre, dulce padre» al Creador, al estilo de los idólatras, alejan de la pura divinidad a cualquier persona inteligente. Tampoco sus rabinos eran mejores, también se identificaban con la masa, de tal modo que un hombre sensato no mantendría trato con ellos».

Elsa, que ama a David pero a la vez no quiere ningún compromiso con él, sigue al lado de su padre, que hace una reflexión muy bella, desde su posición de médico, sobre la guerra.

«Si supieran qué maravillosa máquina es el cuerpo humano, con qué delicado material está modelado, con qué perfección está diseñado cada uno de sus miembros, con qué racionalidad se une cada nervio a los tejidos, y qué funcionamiento tan asombroso tiene el corazón y los pulmones, los ojos y cada uno de los órganos del cuerpo, no habrían podido apoyar con tanta ligereza el asesinato y hasta la muerte propia. Eran unos incultos patanes que no conocían otra cosa más que la sucia política y la reverencia ante las coronas y las charreteras. Por esta razón se convertían tan fácilmente en asesinos y carniceros».

25Feb/24

LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 2) GEORG

«Hijos crié y los eduqué, y se rebelaron contra mí».

Isaías 1,2.

«Feliz el hombre que teme siempre (las consecuencias de sus actos)».

Proverbios 28,14.

Georg vuelve del frente. Su hermana tiene ya quince años. Elsa vuelve a rechazar a Georg. Anda metida en política. Su partido quiere verla como diputada de la Cámara de Representantes. El hombre le recrimina su frialdad. «Primero amaste las bacterias y ahora las manifestaciones».

Una nueva familia va a cambiar el rumbo de la vida de Georg. La familia Holbeck. El patriarca no tiene gran simpatía por los judíos. Es propietario de unas viviendas y está acostumbrado a tratar con ellos. Su mujer es más prudente en estas cuestiones. Tienen dos hijos, Teresa y Hugo. Recomendado por el doctor Landau, padre de Elsa, Georg comienza a trabajar en una prestigiosa clínica de maternidad con el estimado profesor Halevy. A la par que el joven Karnowsky se convierte en un respetable médico berlinés, consiguiendo así el éxito social y la integración de la familia en la sociedad alemana, Elsa comienza a dar brillantes discursos en el Reichstag que ocupan los titulares de los periódicos. Teresa, la hija de los Holbeck, trabaja de enfermera en la clínica. Georg, al ser rechazado por Elsa una y otra vez, comienza a salir con Teresa porque con ella puede mostrar su superioridad. Ve en Teresa la sumisión que Elsa no tiene. David, entra en cólera porque a su hijo se le ha ocurrido salir con una chica que no es judía.

«Pese a que David Karnowsky procedía de Polonia, y eso era un evidente defecto a ojos de los judíos de Berlín occidental, éstos aspiraban a casar a sus hijas con su vástago, por ser alemán de nacimiento y destacado ayudante del famoso profesor Halevy. Estaban dispuestos a concederle las más cuantiosas dotes, instalarle una consulta en la propia Kurfürstendamm, y olvidar por completo su origen extranjero. Su ascenso a capitán en el ejército, su porte varonil, su solidez y su buen comportamiento hacían que las pretenciosas hijas judías de Berlín occidental aceptaran incluso pasar por alto su aspecto demasiado judío, así como sus muy oscuros cabellos y sus negros ojos, algo que para ellas no era ninguna virtud».

«David Karnowsky, como inmigrante que era, se sentía encumbrado por la oportunidad de poner el pie en el círculo de las antiguas familias de la comunidad de Berlín. Aparte de desear lo mejor para su hijo, en las presentes circunstancias también pensaba en sí mismo. Sus negocios habían disminuido después de la guerra. (…) se ganaba la vida con dificultad. Por si fuera poco, su hija Rebeca era una jovencita casadera, y David esperaba que su hijo ascendiera al nivel de la alta sociedad, para que, además de las ventajas que supondría para ambos, eso le ayudara a encontrar un pretendiente adecuado para su hija».

A pesar de todo, el médico se casa. Gentiles se unen con judíos. David está contrariado, otras decepciones vienen a su cabeza según va pasando el tiempo.

«Ahora bien, por mucho que se sintiera decepcionado por los judíos «ilustrados» de Berlín, aún más le habían defraudado los gentiles con quienes convivía. En los días de la guerra y ahora, después de que terminara,  más de una vez lo habían injuriado y despreciado. Pese a que su idioma era alemán de pura cepa y su comportamiento impecable, se burlaban groseramente de él y de su judaísmo, en especial cuando iba a cobrar el alquiler a los inquilinos del edificio de su propiedad en Neukölln».

«David Karnowsky se sentía engañado en la ciudad de su maestro Moses Mendelssohn. No es que pensara, como el rabino de Melnitz, que el maestro fuera un renegado y una vergüenza para el pueblo de Israel, pero reconocía que el camino del filósofo conducía hacia el mal. Comenzaba con la Haskalá o Ilustración judía, y continuaba con la asimilación de los gentiles, para finalizar en la apostasía de generaciones enteras. Y lo mismo que a Mendelssohn le sucedió con sus hijos, le sucedería a él, a David Karnowsky, con el suyo. Aunque el propio Georg no renegara de su fe, sus hijos lo harían. E incluso tal vez serían enemigos de Israel, como había ocurrido con muchos descendientes de judíos conversos».

Una vez más las reflexiones del erudito librero Efraim Walder, del viejo barrio judío de Dragonstrasse, va a ser la calma que necesite David para calmarse.

«-Jamás los padres han estado contentos con sus hijos. Ha transcurrido mucho tiempo desde que yo era un muchacho y recuerdo cómo mi padre, en paz descanse, decía de mí que no sabia comportarme ni mostrar respeto como era debido, y cuán diferentes habían sido las cosas en su tiempo. Hasta el profeta  Isaías se lamentó: «Hijos crié y los eduqué, y se rebelaron contra mí».

De los hijos rebeldes pasó Karnowsky al tema de los malos tiempos, la escasez, la carestía y el hambre, de las revueltas en el país y del odio, y más en concreto del odio creciente a los judíos. Reb Efraim no se asombró. Ya había visto antes cosas parecidas. Así fue, así era y seguramente así sería en el mundo. Tenía razón el gran sabio en el Eclesiastés: nada nuevo hay bajo el sol.»

Efraim continúa con sus enseñanzas:

«-La vida es como un bromista, rabí Karnowsky; disfruta jugando malas pasadas. Los judíos querían ser judíos en sus casas y gentiles fuera de ellas. Llegó la vida y volvió las tornas: somos gentiles en nuestras casas y judíos fuera de ellas».

«La mas tiende a orientar las palabras del sabio de acuerdo con sus vanidades, debido a que su entendimiento no alcanza a captar las ideas elevadas.»

Pero David cree que el librero, siempre encerrado en su estudio, no llega a ver lo que él ve en la calle. Con las siguientes palabras, lo que hace el judío polaco es adelantarse a ver más allá, lo que después derivaría en el Nazismo.

«Él conocía la realidad mejor que reb Efraim, siempre encerrado tras la puerta de su casa. Él los veía, a los gentiles, tanto en la guerra como en la paz, en toda su crueldad y su barbarie, en toda su sed de sangre, y especialmente de sangre judía. Y no sólo las clases inferiores, la plebe, sino también los estudiantes y lo más cultos».

Efraim le contestó:

«No obstante, una persona juiciosa no debe rendirse, porque nada es nuevo. Cuando Moisés bajó con los Diez Mandamientos, los ignorantes bailaban alrededor del becerro de oro. Cuando Sócrates y Platón enseñaban su sabiduría, sólo tenían un puñado de discípulos, mientras la chusma se dedicaba al asesinato y la prostitución. También Maimónides fue único en su generación. Sin embargo, no se rindieron, sino que hicieron cada uno lo suyo. ¿Y qué perduró al final? No lo que hicieron los ignorantes, sino lo que enseñaron los sabios. (…) Todo lo que se siembra, antes o después germina.»

La situación cada vez es más complicada. Tanto David, como la suegra de Georg, se ven obligados a vender sus inmuebles. Las familias comienzan a sentir estrecheces económicas en su hogar. Georg sigue lustrando su nombre en la profesión médica mientras Ruth, la hija de los Burak se ha casado y es infeliz «Vivía como en una nebulosa, como quien se encuentra en una estación de ferrocarril de una ciudad desconocida y espera volver a casa». Por su parte, Elsa vuelve a la vida del médico.

La tercera generación de Karnowsky ya ha nacido. Se llama Joachim Georg, es hijo de Teresa y Georg. Se cría en casa de sus padres, en Grunewald, rodeado de naturaleza. Sin embargo, es un niño enfermizo, miedoso y retraído. Los Holbeck lo achacan a la familia Karnowsky y estos a los Holbeck.

«Por todos los demonios, meditaba irritado Georg, ¡era increíble cómo uno no se sentía libre, incluso cuando deseaba serlo! Cualquier individuo estaba siempre rodeado de obstáculos y sujetos a relaciones, a supersticiones, a costumbres, a convencionalismos y a tradiciones. Uno arrastraba una herencia de generaciones, como andrajos de los que no era posible desprenderse. No hay padre que sea dueño de su propio hijo. No puede protegerlo de la familia, del entorno ni de la educación. Por mucho que destierres de la casa la insensatez y los tabúes, retornan y penetran por puertas y ventanas, y hasta por la chimenea».

«La fuerza de la herencia genética era poderosa, eso lo sabía Georg. Hay características que aparecen y se descubren después de varias generaciones. (…) La simiente del hombre está cargada de fuerzas insondables y ocultas, cualidades buenas y cualidades malas, inteligencia y estupidez, crueldad y compasión, agilidad y torpeza, salud y enfermedades, alegría y angustia, genialidad y locura, belleza y fealdad, bondad y maldad, y un sinfín de otros rasgos, que son transportados por una minúscula gota impulsada por un poder misterioso; el impulso de fructificarse y traer nuevas generaciones».

Hugo, el cuñado de Georg, que no siente ninguna estima hacia el médico, no entendía como «un medicucho de prominente nariz, que se ocupaba de recetar enemas, se encontraba allá arriba, mientras él, un lugarteniente alemán, se revolcaba abajo en el polvo».

Sin duda, Hugo había heredado de su padre, Herr Holbeck, la antipatía por los judíos. Pero Yegor, el hijo de su hermana siente verdadera adoración por su tío. Desea ser un soldado como su tío lo fue y desfilar. A él le cuenta todas sus preocupaciones. Cuando comienza a tener conflictos de identidad y se pregunta qué era él en realidad, Hugo le deja las cosas claras. «Tú eres alemán puro, un Holbeck en todos los sentidos», le insiste. Pero Yegor se sabe diferente.

«(…) sabía que esa diferencia no era ninguna virtud, nada de lo que enorgullecerse. El maestro de religión no lo trataba como a los demás alumnos; a veces lo mandaba quedarse sentado en la clase, y otras le hacía salir. Algo parecido le ocurría con los niños. Por lo general, jugaban con él como uno más, pero cuando peleaba con otro niño, a él lo llamaban «judío»

Hugo le explica a su sobrino que, simplemente, judío es alguien que no va a la iglesia sino a una sinagoga, aunque tiene sus propias opiniones al respecto que no se atreve a confesar al muchacho.

«Judío era un ser ridículo, moreno y de nariz ganchuda. Además, era rico y entrometido. Por los discursos que escuchaba en la cervecería sabía que los malditos judíos habían traicionado a la patria en la guerra y habían apuñalado por la espalda al ejército. Si no fuera por eso, el ejército alemán no se habría dejado vencer por esos condenados franceses».

Rebeca, hermana de su cuñado Georg, está enamorada de él y a él también le gusta ella, pero sabrá refrenar sus impulsos, esa extraña atracción que siente hacia ella.

«No era un joven simple y abierta como sus amigas rubias y delgadas; había en ella cierto misterio femenino. Nunca había tenido relación con mujeres judías, pero de algunos amigos había oído que en ellas habitaban mil demonios. (…) sentía cierta aversión hacia esa exótica muchacha que le demostraba su superioridad, mientras que él la consideraba inferior».

Hugo tiene cubiertos todos sus vicios gracias a la generosidad de su cuñado, sin embargo lo único que hace es ir a la cervecería bávara, en el Postdamer Brücke a escuchar lo malos que son los judíos.

«Los invitados de la cervecería bávara de Schmidt pertenecían en su gran mayoría a las vanguardias. Hablaban acerca de la lucha por el despertar de Alemania, de la venganza contra Francia y de los malditos traidores residentes en el Berlín occidental, esos judíos dueños del capital que habían clavado un puñal en la espalda del ejército de los héroes».

Durante toda esta segunda parte, es asombroso y magistral cómo Singer va trazando la trama del ambiente, como describe el caldo de cultivo que luego desembocaría en el Nazismo, con diálogos y reflexiones sorprendentes, instructivas y turbadoras. El escritor te va arrastrando con suma elegancia a la tristeza, a la desolación, a la sinrazón, a la par que lo hace con sus personajes. Uno no puede dejar de seguirlos, de acompañarlos, de empatizar con ellos ante la barbarie alemana. Aunque Singer, no da lugar a la lamentación ni describe a los judíos como seres impolutos.

Por su parte, Elsa Landau comienza a ser rechazada.

«-Márchate a Jerusalén. No necesitamos judíos en el Reichstag alemán.»

«(…) veía horrorizada el creciente poder del Nuevo Orden, al que se adherían no sólo la pequeña burguesía de las aldeas y los campesinos, sino también multitud de obreros».

Este era el clima que se respiraba:

«Un tenso clima de anarquía, una mezcla de expectación, aprensión e indefinible esperanza invadió la capital el día en que los hombres de las botas altas se apoderaron de sus calles y plazas. (…) Nadie sabía en realidad qué iba a traer el Nuevo Orden, dicha o desdicha, grandes esperanzas o terribles decepciones, como quien lo arriesga todo en una apuesta, o quien comete algo estrictamente prohibido y, aún sin saber si traerá premio o castigo, se abandona al desenfreno y la excitación. Algo nuevo estaba ocurriendo, algo diferente, festivo, inquietante y descontrolado a la vez. (…) Los hombres de las botas voceaban hasta desgañitarse la cancioncilla «Wenn von Judenblut des Messer spritzt dann geht s noch mal so gut, so gut» (Cuando de los cuchillos gotea sangre judía, de nuevo va todo tan bien, tan bien), como si quisieran asegurarse de que las palabras, rompiendo y penetrando las paredes de los edificios serían oídas. (…) Nadie pensaba que todo eso cambiaría. Nadie quería creerlo. Además, en caso de que llegara a suceder algo malo, les sucedería a los demás; es así como suelen pensar los humanos en tiempos de plagas».

Los judíos comienzan a tener miedo y hacen sus propias reflexiones como para justificar el espacio que ocupan en ese lugar en el mundo, ese donde empiezan a ser personas no deseadas:

«Es cierto que pertenecían a la comunidad judía, pero sólo a efectos formales. Fuera de eso, ningún vínculo les unía al judaísmo. Su lealtad pertenecía por completo y únicamente a Alemania, y se sentían arraigados en la vida y la cultura de su amada patria. ¿Acaso no habían contribuido a ella?»

David y Georg no pueden imaginar que puedan ser expulsados del país donde residen, donde trabajan con éxito durante tantos años. Georg se agarra al haber nacido en Alemania, al haber estudiado en una universidad alemana, a tener fama en el país por su importante labor médica, a su condecoración recibida por sus servicios en el frente, a que su mujer es cristiana y de una honorable familia alemana. «Si algo le preocupaba era sólo que sus padres, por ser extranjeros, todavía sin la ciudadanía alemana, pudieran sufrir algún daño a manos del nuevo régimen».

Por su parte David pensaba:

«(…) ¿no se había adaptado por completo al país, se había esmerado en aprender a la perfección su idioma y sus costumbres, y se había deshecho de todo vestigio de su origen europeo-oriental?»

Siente desprecio por los judíos que habían inmigrado después de la guerra. Cree que estos han traído los problemas. Es decir, le hacen pensar que el problema reside en los de su propia estirpe. «(…) habían llegado acompañados de numerosos judíos con tirabuzones y con gabanes negros, y todo tipo de empleados de sinagogas, gentes de otros tiempos. David Karnowsky se avergonzaba cuando se los encontraba en los tranvías y en el metropolitano. Algunos de ellos incluso invadían las calles del Berlín oeste en su sempiterna búsqueda de donativos. No hacían ningún favor a los judíos de la ciudad. ¿Por qué había de extrañarle que resultaran odiosos a los ojos de los gentiles, si incluso él mismo, un inmigrante también, no los soportaba, ni tampoco sus modales?»

Esta gran novela, cargada de argumentos, nos hace reflexionar sobre temas muy interesantes. Cómo el Nuevo Orden que se ha establecido ha sido capaz de hacer dudar a los judíos, de la buena ciudadanía de los otros judíos, judíos como ellos mismos. Cómo se golpean la cabeza pensando en qué les ha faltado para ser aceptados por los alemanes, en qué han podido fallar. Repasan el perfecto idioma aprendido, los logros alcanzados, la reputación avalada, incluso su «invisibilidad» o su simbiosis y el resultado de la ecuación no les cuadra. Por tanto, se lanza en esta obra otra cuestión al aire y tremendamente importante, a mi parecer. ¿Es mejor no obligarte a perder tu identidad, aquello que te hace único en una sociedad que no es la tuya, a sabiendas de que encajar en ella con esa carta de presentación va a ser más difícil, o hay que difuminarla, ocultarla, disfrazarla y hacer esfuerzos inútiles para llegar a ser uno de ellos angustiados en todo momento por encajar en el engranaje de una comunidad que, desde el principio, y sin uno sospecharlo, le han recibido con los brazos abiertos, le han acogido teniendo muy en cuenta que son inferiores a los que ya estaban allí porque se concluye que toda comunidad que huye de un país por cualquier razón y se establece en otro es inferior, por ninguna razón y por todas las que se puedan llegar inventar o porque las debilidades internas de sus países de origen son las debilidades también de sus ciudadanos y por tanto eso les posiciona en lugares inferiores en una sociedad firme y sin fisuras y por tanto superior? ¿Hay que rendir pleitesía infinita al país que a uno le acoge, hay que agradecerlo eternamente con la aceptación de una inferioridad que uno siente por imposición de los otros?

Otro personaje judío Ludwig Kadish, eterno competidor de Salomón Burak se hace estas reflexiones:

«Ellos, los alemanes de fe mosaica, como él, habían vivido siempre en paz y fraternidad con sus vecinos cristianos. Y así podrían haber seguido las cosas si no hubieran invadido el país los judíos de Rusia y de Polonia. Había sido esta gente, con la ostentación de su judaísmo, con su cháchara, con su bufonadas y sus malos modales, la que había despertado el antiguo odio a los judíos, avivando el fuego apagado desde hacía mucho tiempo. (…) ¡Si al menos se quedaran dentro del viejo barrio de Scheunenviertel! ¡Pero no! ¡Tenían que meterse en las genuinas calles alemanas, como la Landsberger Allee! Ahora todo eso iba a acabar. Serían devueltos al otro lado de la frontera de donde habían venido, con los polacos, y en Alemania sólo quedarían los auténticos, los asentados en el país desde generaciones atrás».

Otro tema de rigurosa actualidad se refleja en este último párrafo. Europa vive el problema de los barrios marginales donde, desde hace décadas, se han asentado  los emigrantes. Es decir, se acoge a un pueblo pero cuanto más lejos permanezca de los sitios ordinarios y clásicos de la ciudad, mejor. Cuanto menos se mezcle con el oriundo, mejor. Cuando todo eso estalla, como no puede ser de otra manera, cuando te das cuenta de que no eres más que un marginado y no un ciudadano más, surgen los problemas que ya no tienen vuelta atrás. El odio, el rechazo, el desprecio da la cara en la otra dirección. Esta vez se manifiesta de forma más violenta. El rechazo de los oriundos se ha perpetrado de forma sibilina, silenciosa, sutil. El rechazo de los que han venido de fuera es más brutal, más salvaje, más evidente. Dos formas violentas de rechazo.

En todo este ambiente, Yegor se está haciendo mayor, despreciando a su padre, a sus orígenes, a la enfermiza protección que le profesan sus progenitores. Tiene ansia de involucrarse en las nuevas doctrinas. Descuida sus estudios y se deja llevar por «el febril movimiento que sacudía la ciudad.» «Quería realizar grandes hazañas, excepcionales y heroicas. Se encontró a sí mismo alzando el brazo, vociferando y repitiendo consignas, al unísono con los miles de entusiastas.

Por primera vez sintió que la vida tenía sabor y sentido, un gran sentido».

«Ansiaba moverse sin finalidad y sin final, con tal de mantener el ritmo, desfilar, desfilar, desfilar. (…) No veía, él menos que nadie, la más mínima relación entre la sangre judía cuyo derramamiento pregonaban en sus cánticos las cuadrillas que desfilaban, y la sangre judía que corría por sus venas. Al igual que la letra de cualquier himno, no era para él más que el acompañamiento de la música. Y segundo, ¿qué tenía que ver todo eso con él? ¿Acaso no era un Holbeck auténtico, alemán de muchas generaciones, uno más entre los millones que se echaban a las calles, que desfilaban y cantaban e iban a la lucha, la victoria y la liberación?»

Al doctor Landau sólo le estaba permitido tratar a sus correligionarios. A su hija la buscaban por toda la ciudad. Comenzaron a aparecer pinturas con las letras «Jude» en la librería de Walder, en el establecimiento de Burak y en todos los demás comercios de judíos. Al doctor Karnowsky no se le arrestó pero como a todos los médicos judíos se le prohibió tratar a mujeres arias. Se ve obligado a vender la clínica por un precio ridículo. Hugo, por su parte, se convierte en miembro distinguido del Nuevo Orden. Todo se complica pero hay algo que cambia para bien, se produce la reconciliación entre Georg y su padre, David.

«-Has de ser fuerte y resistir, hijo mío, como debemos hacerlo yo y todos los judíos de la vieja generación, dijo. Desde hace muchas generaciones estamos acostumbrados a esto, y como judíos lo hemos venido superando».

Yegor comienza a sufrir desprecios en el privado Instituto Goethe. Comienzan a separarle de los demás alumnos hasta acabar haciendo con él las más aberrantes humillaciones. Las palabras de Georg a su hijo son las siguientes:

«Se burló de los idiotas y locos que gobernaban el país y de sus ridículas doctrinas, y aconsejó a Yegor que prescindiera de ellos y de sus lacayos, que en su corazón se riera y escupiera sobre ellos, como él mismo hacía. En vez de pensar en sus desfiles y sus entrenamientos, era preferible que leyera libros de provecho o que se sentara a estudiar».

Pero el doctor Kirchenmeier, profesor de Yegor, ya tenía trazado un plan para humillarle ante los demás.

«Por sus conocimientos de psicología sabía que nada enaltece más a un individuo que hacerle sentirse superior a otro, y nada produce mayor placer a una muchedumbre que compartir una víctima».

«En primer lugar, el doctor Kirchenmeier midió con compás y calibre el largo y el ancho del cráneo de Yegor Karnowsky, y anotó los datos en la pizarra. Con precisión científica midió la distancia de una oreja a la otra, y de la coronilla al mentón, así como la distancia entre los ojos, el largo de la nariz, y cualquier otra dimensión lineal en el rostro del muchacho».

«-Por los números que los aquí presentes, camaradas y alumnos, podrán ver escritos en la pizarra, comprobarán la diferencia entre la estructura craneal dolicocéfala nórdica (hermosa cabeza alargada, que expresa belleza y superioridad racial) y la estructura craneal negroide-semítica, braquicéfala (cabeza corta redondeada parecida a la del simio), uno de los signos de deformación, fealdad e inferioridad racial. Ahora bien, en el objeto que tenemos delante es especialmente interesante notar el pésimo efecto del lado negroide- semítico sobre el nórdico, cuando se juntan como en este caso. Pueden observar claramente que esta mezcla produjo una criatura extraña. A primera vista se diría que el objeto que tenemos delante se parece al tipo nórdico, pero se trata sólo de una ilusión, un engaño de los sentidos. Mediante un examen antropológico, y con precisas mediciones, se deduce rápidamente que el lado negroide- semítico, siempre dominante en los casos de mestizaje a fin de enmascarar su propia anidación dentro del cuerpo y su influencia oculta, permitió, con un especia de astucia muy sutil, que el lado nórdico se impusiera en la apariencia externa. Afortunadamente, esto lo podemos contrarrestar si observamos los ojos del sujeto que, aunque son supuestamente azules, no tienen la pureza ni la diafanidad del ojo nórdico clásico, sino la turbiedad y la oscuridad de las junglas africanas y la sequedad del desierto asiático. Y también pueden ver que el cabello, aparentemente lacio, tiene algo de negrura etíope y, en alguna medida, cierta lanosidad. Finalmente, la excesiva prominencia de las orejas, de la nariz y de los labios denota manifiestamente la influencia negroide- semítica y la inferioridad racial».

A Yegor, el objeto, le obliga el doctor a desnudarse y lo presenta así para humillarle, de nuevo, delante de la clase, de sus compañeros.

«El doctor Kirchenmeier mostró los indicios de raza inferior del «objeto» en la curva del hombro, en la estructura de las costillas y en la articulación de los codos. Incluso dirigió la atención hacia la parte más baja del cuerpo y señaló los genitales, cuyo prematuro desarrollo era signo de sexualidad degenerada de la raza semítica, que el «objeto» representaba».

Yegor se ve sumido en un lucha de aceptación e insatisfacción que le hace no saber a qué atenerse, en qué creer. Su tío Hugo también lo rechaza.

«En las caricaturas, lo Itziks siempre aparecían como seres débiles, con la cabeza grande de cabello rizado, la nariz gigantesca, pero endebles, torpes y deformes, y mucho más lo parecían al lado de los musculosos y erguidos alemanes. ¿Acaso no lo había demostrado el doctor Kirchenmeier utilizando los instrumentos de medida? No, no era posible que todo fuera inventado, como argumentaba su padre. No era razonable pensar que todo un país se hubiera puesto de acuerdo para cultivar una mentira e inventar una calumnia, simplemente por hacer el mal. Era su padres quien mentía; lo veía en sí mismo. Hasta tal punto le asqueaba su propio aspecto que a menudo escupía a su imagen en el espejo».

Georg quiere salir con su familia del país antes de que sea demasiado tarde. Mientras tanto, Rebeca a olvidado a Hugo, se ha casado con un violinista judío, ha tenido un hijo y no quiere marcharse. El violinista es un conformista. «(…) se adaptó a la nueva y nada agradable situación, como se acostumbra uno a cualquier mal. Ni siquiera notó la degradación que había en su acomodación. Le parecía perfectamente natural evitar salir a la calle si no era por absoluta necesidad, así como no sentarse nunca a descansar en el banco de un parque. Lo mismo que bajar la mirada automáticamente al suelo cuando pasaba una mujer rubia, no fuera a levantar sospechas de «profanación de la raza».

Pasados unos años, la familia logra abandonar Alemania. El destino es Nueva York.

David Karnowsky desea sacar del país a su gran y anciano amigo, el librero Efraim. Sin duda, el erudito es uno de los personajes más emotivos de la novela. Le promete que no descansará hasta que logre sacarlo del país. Le relataba las persecuciones que estaban sufriendo los judíos en todo el país, así como «la quema de libros sacros y profanos».

Walder le responde:

«Son cosas sabidas desde tiempos pasados. Así fue antaño, en Espira y en Praga, en Cracovia y en París, en Roma y en Padua. Desde que los judíos son judíos, la chusma ha quemado sus libros, les ha obligado a llevar un parche de tela en la ropa, les ha expulsado de sus comunidades, ha torturado a sus estudiosos de la Torá. A rabí Akiva lo desollaron con un peine de hierro. Y pese a todo, los judíos siguieron siendo judíos. Dicho sea de paso, la chusma perpetró esas atrocidades, no sólo contra los sabios judíos, sino también contra todos los sabios del resto del mundo, pues odiaba sus enseñanzas y su sabiduría. A rabí Sócrates le hicieron tragar un vaso de veneno. A rabí Galileo lo condenaron a la hoguera. Y lo que ha perdurado no ha sido la chusma, sino rabí Sócrates y rabí Akiva y rabí Galileo. Ya que el espíritu, como a la divinidad, no hay mano humana que lo destruya, rabí Karnowsky».

«Sólo los ignorantes y los estúpidos culpan a Dios por las cosas malas, y lo alaban y ensalzan por las buenas. Pero cualquier persona juiciosa sabe que no puede pensarse de esa forma sobre Dios, ya que todo lo existente constituye parte inseparable de la divinidad, todo sin excepción: los animales, las plantas, el hombres y las estrellas, lo que ha existido, lo que existe y lo que existirá, y también lo que entendemos por el bien y el mal, la felicidad y el sufrimiento. Así, sin principio ni fin, todo está incluido en el conjunto de ese gran plan divino».

 

25Feb/24

LA FAMILIA KARNOWSKY. ISRAEL YEHOSHUA SINGER (PARTE 3) YEGOR


«Las palabras sabias, con sosiego deber ser pronunciadas».

Eclesiastés 9,17.

«Una montaña con otra montaña nunca se encontrarán; un hombre con otro hombre sí se encontrarán».

Refrán de la Guemará

«Si una palabra vale una moneda, el silencio vale dos».

Refrán de la Guemará

«Hay un tiempo para callar y otro para hablar».

Eclesiastés 3,7.

«El vino alegra el corazón de los seres humanos».

Salmos 104, 15.

La sinagoga del Uper West Side de Manhattan comienza a cobrar vida de nuevo gracias a los judíos fugitivos de Alemania que empezaban a establecerse allí. Esto trae rencillas entre los judíos que viven allí y los que acaban de llegar. Estos últimos exhiben una arrogancia extrema que nada les gusta a los viejos habitantes.

«Igual que «en el otro lado» no mantenían relación alguna con los judíos de la Europa del Este, tampoco aquí tenían nada que ver con ellos. Se aislaron entre los suyos, recluidos dentro de su propio Reich».

En la sinagoga comienzan a producirse tiranteces. Los viejos residentes les preguntan sobre qué es lo que les había ocurrido en Alemania, no obtenían respuesta y esto les enojaba, pues lejos de crear una armonía racial, su hermetismo les distanciaba.

«Cuando éstos les preguntaban, buscando aproximarse en su común condición de judíos, por su situación y por sus vida, ellos callaban y no abrían la boca. Aún más mudos se volvían cuando los antiguos feligreses se enfurecían indignados contra los malvados tiranos del otro lado. Los nuevos consideraban que ése era un asunto para debatir sólo entre ellos y en voz baja. Los antiguos residentes, sintiéndose ofendidos, se veían a sí mismos como extraños en su propia sinagoga, y pronto empezaron a evitar el contacto con los recién llegados y a abandonar el templo».

¿Qué les hacía callar? ¿Era miedo? ¿Era, quizás, un extraño e inexplicable respeto por los ciudadanos y el país que les había acogido y en el que habían podido prosperar que, si bien es cierto que ahora los humillaba y los rechazaba no siempre fue así y eso era de agradecer?

Los que llegan tienen que empezar de cero. No le temen a esto. Uno de ellos, es el viejo y próspero comerciante Burak, todo un ejemplo de superación, de perspicacia, inteligencia para los negocios, seducción y capacidad de sacrificio. Con su lema siempre por bandera, que engatusaba a todos. «Ducado va, ducado viene;  vivir y dejar vivir.» «Como antes, su mano estaba siempre tendida a quien lo solicitara, y él dispuesto a hacer favores(…)» Concedía préstamos sin interés, firmaba avales, prolongaba los plazos de los créditos y «les ayudaba con los papeles para traer a sus familiares al país».

«Después de que, tras varias generaciones en Alemania, llegaran a poseer grandes comercios y olvidaran la vergüenza de sus mayores, tenían que volverse a ganarse la vida como ellos. Con maletines en lugar de mochilas, también ahora iban de casa en casa, y también ahora les cerraban las puertas en las narices y los echaban como hicieran antaño con sus tatarabuelos. Después de años de orgullo y éxito, durante los cuales despreciaron a los Burak y familias similares del viejo barrio de Scheunenviertel en Berlín, porque sacaban a relucir su judeidad que los ilustres berlineses habían logrado ocultar, ahora en el nuevo país necesitaron recurrir a los favores del mismo Burak y congraciarse con él, hasta el punto de llegar a nombrarle presidente de su propia sinagoga».

La familia Karnowsky también llega al país «después de soportar diez días el frío aire del océano». Desembarcan en el puerto de Nueva York. A Yegor, desde el principio le cae «antipática» la ciudad. Lea, su madre, tiene un hermano, tío Harry, viviendo desde hace años allí. Yegor se encuentra con la imagen opuesta a su idolatrado tío Hugo y con dos primos y una prima, que no le hacen ninguna gracia. Sus primos son altos, sanos, fuertes y deportistas. La alegría de vivir que tienen los muchachos le hace sentirse incómodo con ellos.

«Procuraba  mirarlos con indiferencia y desdén, como un extraño que se siente superior a sus inferiores, pero no lo lograba. Se enervaba al verles, como se enfurece quien ve a parientes próximos hacer una canallada. El escarnio de ellos era su escarnio, la tara de ellos era su tara, la inferioridad de ellos era su inferioridad. Ese solo hecho de que lo que no debería importarle le importaba hacía crecer su aversión hacia ellos, y, por extensión, hacia sí mismo».

Georg respira la deseada y lograda, al fin, libertad y ansía que su hijo se desprenda del veneno «que le habían inyectado».

«(…) al cabo de tantos años de vigilar sus palabras, de disimular su aspecto como si fuera una lacra y de temer a la propia sombra, su espíritu se reanimaba viendo lo libre y confiadamente que las personas de cabello oscuro hablaban en voz alta, reían y se paseaban sin miedo ni vergüenza».

David y Salomón se encuentran y entierran todos sus rencores de antaño en un pasaje muy bello de la novela, realmente conmovedor.

«El comportamiento de David Karnowsky fue muy diferente al de los últimos inmigrantes llegados a la sinagoga Shearéi Tsédek. En primer lugar, al subir al estrado pronunció la bendición de agradecimiento a Dios por haberlo salvado de manos de los asesinos, a él y a su familia. Y más tarde, al acabar las oraciones, disertó apasionadamente contra la barbarie de los gentiles que, al otro lado del océano, como nuevos seguidores de Amalek, deseaban aniquilar al pueblo de Israel. El gélido rostro del doctor Speier se tensó; escuchaba con ceño fruncido unas frases que nunca habían sido escuchadas en ese lugar, articuladas con absoluta claridad y libertad por su antiguo amigo».

El doctor Speier quiere callar a su viejo amigo. No le gusta el deseo que tiene de traer hasta América al viejo Efrain Walder.

«(…) hacer saber a Karnowsky que, aunque él no procediera exactamente del mismo origen, el doctor Speier estaba dispuesto a recibirlo en su comunidad como alemán auténtico, a condición de que se adaptara a las costumbres del lugar y no hablara de lo que sucedía al otro lado del océano, del mismo modo que se entierra una vergüenza en la familia».

Pero David no se deja aplacar.

«-¡Aquí todos somos judíos, tanto si venimos de Fráncfort como de Tarnopol! ¡Cada judío, judío es, y no hay de qué avergonzarse!, exclamó, con la misma pasión que había mostrado en su juventud, cuando vertió su ira contra el rabino de la sinagoga de Melnitz en defensa de Moses Mendelssohn».

Lea y David pronto se adaptan a su nueva situación. A Georg y Teresa les costará un poco más.

«De nuevo podía hablar libremente en su idioma, y entenderse con sus iguales sin temor a que se le trabase la lengua o a decir tonterías. De nuevo podía acariciar niños desconocidos, besarlos y abrazarlos, y las jóvenes madres sólo se sentían felices por ello».

«También David encontró el ambiente apropiado para su ocupación como estudioso. El tiempo libre que le dejaba su puesto en la sinagoga alemana lo pasaba en otras sinagogas y yeshivot de su estilo, donde conversaba y debatía con eruditos y profundos conocedores de la Torá, rabinos y profesores de seminarios».

Georg obstinado y entusiasta hacía suyo el axioma alemán «Gelt verloren, nichts verloren, Mut verloren, alles verloren» (Dinero perdido, nada se ha perdido. Coraje perdido, todo se ha perdido). «Procuraba con todas sus fuerzas no rendirse».

«En el fondo, había comprendido enseguida a la nueva y pétrea gran urbe, libre pero dura, que retaba a la perseverancia, la fuerza y el valor de la persona para abrirse camino. Y él se había empeñado en recuperar la fuerza y el coraje para enfrentarse a ella y conquistarla».

«Cuando notaba que le acechaba la congoja, hacía lo posible para sacudírsela de encima. Todo menos rendirse, se decía librando una guerra consigo mismo, todo menos desfallecer. Sin duda, era eso lo que deseaban sus enemigos: que se rindiera y abandonara la lucha. Pero no les daría esa satisfacción».

Yegor, por su parte, tiene miedo a la ciudad, a la nueva vida que ante él se abre. Se muestra contrariado y arisco.

«No podía arrancar de su interior el viejo temor a que los muchachos se burlaran de él y lo abochornaran. Bastaba que alguien se riera a su lado para que a Yegor le pareciera que se reía de él.

Yegor actúa igual que el despreciable profesor que en Alemania le humilló.

«En cuanto a los compañeros de la clase, para él se dividían, como las demás personas, en dos grandes grupos: por un lado, rubios de ojos azules, a quienes valoraba y deseaba acercarse, pero los temía por si lo rechazaban debido a su parte judía; y por otro lado, los de piel morena y ojos negros, a quienes no temía sino que despreciaba y con quienes no deseaba integrarse. Hacia los primeros mostraba su exagerado sentimiento de inferioridad, y hacia los segundos una acentuada altivez».

Ruth y su marido, Georg y Teresa vuelven a reencontrarse gracias a Lea, a la que le preocupa el comportamiento tan absurdo y peligros de su nieto Yegor. Marcus, hijo de Ruth, es un chico aplicado y brillante estudiante. Lea piensa que puede ser una buen influencia para el chico para motivarle en llevar una vida mejor. Pero el encuentro acaba en una gran decepción.  El muchacho despotrica «contra los los pensadores y eruditos, contra las ratas de biblioteca, y contra la intelectualidad judía, de la que era imposible desembarazarse, como de una joroba sobre la espalda».

También el doctor Landau y su hija Elsa han tomado el barco trasatlántico que les llevará hasta Nueva York. Llevan, después de vender parte de sus pertenencias, cuarenta marcos en los bolsillos. «(…) todo lo que la gente de las botas altas autorizaban sacar del país». Se instalan en una zona humilde de Manhattan, cerca de Harlem. Durante su forzado internamiento, la chica se ha esforzado y ha estudiado inglés. Gracias a sus capacidades, enseguida destaca en la ciudad como una reputada combatiente, siendo el quebradero de cabeza del cónsul alemán. Ya que con su activismo de propaganda contra el régimen, verbal y escrito, «vilipendiaba a los nuevos líderes de Alemania en auditorios repletos». Difundía escritos donde se «enfangaba» la figura personal del doctor Zerbe, el cónsul, hundiendo así su reputación y creando una mala imagen de él entre la opinión pública estadounidense».

«Temblaba de indignación cuando la doctora Landau lo ponía al descubierto, con una pluma tan cortante, y con un lógica y un humor que el doctor Zerbe nunca habría imaginado precisamente en una mujer».

«Con voz resonante, clara y firme exhortaba a no abandonar la lucha, sino a llevarla adelante hasta la victoria final».

El gran ejemplo lo da su padre. Ansioso por integrarse, por seguir siendo útil, consigue un puesto de trabajo en una granja avícola, donde puede poner en práctica sus conocimientos médicos. Esta vez con animales. Se siente feliz al sentirse útil y, como antaño, se entrega al trabajo y al estudio con ánimos renovados.

Yegor continúa escalando una montaña que le llevará a la cima de terribles consecuencias. Se enfrenta a su profesor y este, que ha intentado ayudarle no puede más. «(…) precisamente porque lo odias tanto, hijito, quiero que continúes con él hasta que te cures de los estúpidos prejuicios racistas con que te han llenado la cabeza», le contesta el director del instituto cuando Yegor solicita que se le cambie de profesor. Pero el chico odia todo lo que le rodea. A su padre le insulta con la palabra «judío». Llega a tener ideas suicidas, sólo para que, en caso de llevar a cabo su propia muerte, su padre tuviera que cargar con la culpa el resto de sus días.

«No veía ningún indicio de esperanza para él en el mundo. Extranjero en un país que le era hostil; humillado, debilucho y torpe, además tartamudeaba y nadie le comprendía. Ni soportaba a las personas a su alrededor ni ellos lo soportaban a él. Desde que nació, su suerte estaba echada. Fruto de la desdichada mezcla de dos razas enfrentadas, de dos sangres, estaba destinado a sufrir, primero al otro lado del océano, ahora en Estados Unidos, y en su vida entera. Una persona tan perseguida no tiene derecho a vivir, no puede esperar de la vida más que dolor y exasperación, fracasos y frustraciones. Poner fin a sí mismo era lo mejor. Y la mejor forma también de castigar a su padres. Toda su vida recordaría que él fue la causa de la muerte de Yegor y sufriría por ello».

Decide, sin embargo, marcharse de casa. Escribe al consulado alemán pidiendo a Su Excelencia, el cónsul que le autorice a «regresar a su patria». El doctor Zerbe ve en esta carta la solución a todos sus males. Ser egoísta, con ideas muy asentadas y despiadado sólo le interesa una cosa en el mundo, él mismo.

«El resto de los individuos sólo suscitaba su interés en la medida en que eran fuente de placer o de disgusto propio. Filósofo de vocación y avezado en historia y en ciencias naturales, sabía que las masacres, el sufrimiento, el robo y el asesinato eran tan antiguos como el hombre y seguirán existiendo mientras el mundo exista. El fuerte siempre oprimirá al débil, el lobo siempre devorará al cordero. No creía en los profetas judíos, según los cuales un día el león y el cordero morarán juntos. Pensaba, como los romanos, que el hombre es un lobo para el hombre. Sin duda, el cordero siempre protestará con gritos y balidos cuando el lobo se abalance sobre él con uñas y dientes, pero sería estúpido que el filósofo pretenda cambiar la naturaleza del lobo. El mundo pertenecía a los fuertes: se trataba de un axioma. La ley de la selección natural era un hecho científico, y sólo los ingenuos moralistas y predicadores derramaban lágrimas por ello; el filósofo sólo podía reflexionar acerca de la realidad tal cual era, y no deplorarla. Juzgando a los demás por su propia vara de medir, el doctor Zerbe estaba convencido de que su suerte no importaba al resto más de lo que la suerte de los demás le importaba a él. Cuando, dando vueltas en la cama, no lograba conciliar el sueño, nadie participaba de su tormento. Y tampoco le importaba a nadie cuándo caía enfermo, ni se preocupaban de sus dolores ni de su soledad».

Ve en la carta de Yegor a un fanático dispuesto a morir por una idea. Alguien al que poder manejar en beneficio de sus intereses. «Llevaba algún tiempo buscando a una persona del campo contrario, precisamente un judío, con intención de reclutarlo para su red».

«(…) parte de su función en el extranjero consistía en conocer qué ocurría en el restringido mundo de los inmigrantes y exiliados. Aunque en su mayoría eran personas amedrentadas que, asustadas, cumplían el compromiso de no hablar sobre el régimen que los había expulsado, ésta era una de las condiciones para recibir el permiso de salida, siempre había rebeldes que desobedecían. Y valía la pena averiguar quiénes eran, a fin de proceder a castigar a sus familias en el otro lado del océano».

«El doctor Zerbe necesitaba urgentemente a alguien de dentro, un refugiado y judío como ellos, una persona en quien confiaran, y que les sirviera a él de ojos y oídos en el campo enemigo. Examinó de nuevo la firma: Joachim Georg Holbeck, e intuyó que podría ser la persona enviada por el cielo».

«En el fondo de su corazón comprendía el sentimiento de un muchacho que, como una flor, había sido arrancado de la tierra donde creció y trasplantado a una tierra extraña, donde languidecía y se marchitaba».

«Así como en calidad de poeta podía simpatizar con el dolor de una flor arrancada de su tierra, en calidad de científico sabía que hay épocas en la historia de los pueblos en las que, en beneficio de la huerta, es necesario arrancar sin reparos algunas plantas, aquellas que la perjudican, dificultan el orden y la armonía del conjunto e incluso dañan el fruto. Ni por un instante ponía en duda la virtud y pureza de su corazón del noble joven que había venido a confesarse a él. Por supuesto que estaba totalmente de su parte. Pero existe algo que se llama justicia histórica, según la cual el pecado de los padres es transmitido a los hijos. Como hijo de un médico cirujano, seguro que comprendería que para salvar el cuerpo hay que sajar el tumor. (…) Él lo situaba en un escalón mucho más elevado: el plano de la necesidad histórica, del despertar del espíritu y del genio de un pueblo, lo que exigía mantener la conservación nacional y la pureza racial. La justicia histórica, sin embargo, no debe aplicarse a cada caso particular, sino que corresponde a las leyes generales. Y es aquí donde nace, como es natural, la tragedia del individuo libre de culpa, que se ve apresado como víctima de una necesidad histórica superior. Pero así es la vida: e el individuo se convierte en víctima de la colectividad, el hijo paga los pecados de los padres. En el caso de él, de Yegor, desafortunadamente, no había elección: siendo un claro descendiente de padre judío, encajaba en la categoría de judío cien por cien, de acuerdo con las normas fijadas por el Nuevo Orden, del predominio de la sangre del padre sobre la de la madre. Sin duda sabía lo rigurosas que eran las leyes en el renaciente país para posibilitar la legalización de alguien como él».

El doctor le engatusa, le dice que, por supuesto, él tiene salvación, salida pero exige «abnegación, esfuerzo y trabajo, paciencia infinita y obediencia absoluta».

«-Herr doctor, ¡yo estoy dispuesto a entregar mi vida en defensa de mi patria y a derramar mi sangre en la lucha contra sus enemigos, con tal de poder volver a casa!»

Pero Yegor espera que se le encomiende un papel heroico y militar, no el ser un simple espía.

«Ese oficio de espiar y transmitir secretos, de denunciar a las personas, siempre le había parecido ajeno.  Ni siquiera a sus padres había denunciado cómo lo había humillado el doctor Kirchenmeier en el instituto».

Nuevamente, Zerbe lo lleva a su terreno valiéndose de la debilidad emocional del muchacho.

«Deseaba ofrecerle una oportunidad, una rara oportunidad para redimir, por medio del fiel servicio, el pecado cometido por su madre al haber introducido sangre extranjera en sus venas. Si realizaba su trabajo cumplidamente, la patria agradecida le reconocería como ario en honor a sus servicios y, con el tiempo, le conferiría el privilegio de retornar a la tierra de sus antepasados. Era un privilegio que no se otorgaba a cualquiera. Ahora bien, la decisión era suya, podía comenzar un nuevo capítulo en su vida o permanecer en el antiguo».

Él no quiere ser un espía, introducirse, justamente, en los círculos por los que siente tanta repulsión, pero acepta.

Es fascinante con qué prosa Singer nos ha contado todo esta trampa, toda esta argucia. Como una araña, lentamente enreda a su presa en los hilos de su tela hasta matarla. En nombre de la patria, esa palabra que se convierte en casi una mujer protectora, salvadora, a la que hay que volver. Le hace ver, como buen nacionalista, que la patria es la madre, el refugio, a la que hay que querer ciegamente porque ésta le recompensará.

Hasta en el colectivo médico comienzan a producirse fisuras. La grieta que se abre es cada vez mayor ya que los locales están cansados de que los médicos que llegan de Alemania se crean con más conocimientos que ellos y mejores en la práctica de su profesión. Consideran que los recién llegados son presuntuosos y altaneros.

Georg suspende el examen. Se siente decepcionado porque ha invertido mucho esfuerzo y tiempo en la prueba. A todo esto se suma que la familia empieza a consumir sus ahorros hasta tal punto que tienen que empezar a empeñar objetos como un reloj de oro o el anillo con una piedra preciosa engastada que le había regalado Teresa. A esto le siguieron las joyas de Teresa, «artículos de cristal, jarrones, objetos de cerámica, copas de colores, encajes de Bruselas, porcelana de Dresde y otros diversos tesoros».

«Cuando ya no tenían nada más que empeñar o vender y necesitaban dinero para los gastos cotidianos, el doctor Karnoswky comenzó a buscar comprador para sus máquinas de rayos x».

Teresa le pide que no las venda, se ofrece a trabajar ella en lo que sea menester pero él no está dispuesto a pasar por eso aunque cuando sacan las máquinas de la casa siente un gran vacío en su corazón «como si sacaran el cuerpo muerto de un ser querido».

Malvendían todo y la incertidumbre por aprobar el examen en una segunda convocatoria era más que justificada debido a que no era cuestión de conocimientos, sino de suerte.

«Sin que mediara realmente conspiración alguna, muchos de sus colegas también comenzaron a suspender a los médicos inmigrantes, ante la eventualidad de que pusieran en peligro su medio de vida. Sólo unos pocos, entre los miles que se examinaban, conseguían aprobar. Aunque los candidatos no fueran identificables para los examinadores, éstos reconocían a los inmigrantes recientes por sus respuestas escritas, por su grafía, diferente de la estadounidense, o por el inglés, que no era su lengua materna y a menudo eso se notaba. Les suspendían por cualquier mínimo error o negligencia».

Georg decide ir a pedir trabajo en la construcción al tio Harry. Éste muy cabalmente le asegura que si diera trabajo a un extraño sin un permiso los sindicatos se le tirarían al cuello. Tragándose su orgullo decide pedir una oportunidad a Burak para hacerse buhonero como él. A pesar de que el viejo comerciante aún siente rencor por lo que le hizo en su día a su hija Ruth el arrogante muchacho que el joven era por aquel entonces, le persuade para que se olvide de ese oficio, le recuerda que es médico e incluso insiste en entregarle un préstamo para que vayan tirando porque ese no es trabajo para él.

«-Éste ha sido el oficio de nuestro pueblo durante generaciones, Herr Burak, es nuestro destino, respondió el doctor Karnowsky con una amarga sonrisa, y el hombre no puede escapar de su destino».

Yegor está comenzando lo que el cree una nueva y dulce vida. Ha conocido a Lotte y al hijo de su portera, Ernst y con ellos frecuenta el Club de la Joven Alemania, donde el chico se siente como en casa. Yegor no tiene habilidad para el trabajo que el doctor Zerbe le ha encomendado pero siente fascinación por el dinero que se le da y con el que se permite juerga a raudales. Ante esta situación, Yegor decide mentir y darle al doctor informaciones falsas que éste cree. El muchacho comienza a mentir a todos los que le rodean, incluso a su madre, pero esta sabe que las cosas no marchan bien y le insiste en que vuelva a casa. Georg cree que el mal se cierne sobre su hijo «como una pesada nube»

«La experiencia había enseñado al doctor Karnowsky que en el hombre, junto al instinto de conservación, coexiste el instinto masoquista y de autodestrucción. En el frente de guerra presenció cómo los soldados corrían hacia la muerte, movidos, no por el patriotismo o valor personal tal como afirmaban los sacerdotes castrenses y los generales, sino por un instinto de autoaniquilación».

El doctor Zerbe, cada vez más insatisfecho con el trabajo del joven judío, pero muy consciente de que ya le tiene atrapado, comienza a darle menos dinero por su trabajo. Sabe bien que el chico ya, echado a perder en el vicio y la fiesta, no va a despreciar el dinero por muy recortado que esté el sueldo porque lo necesita. Se conformará con lo que sea.

«El doctor Zerbe sabía, por sus conocimientos de historia, que desde siempre los judíos habían servido con lealtad a sus poderosos señores. Tanto si se trataba de un barbudo Itzik con su gabán, o de un Moritz afeitado y con levita, de un consejero de comercio de la corte, o de un converso director de teatro, abogado o agente, siempre aportaban energía y vitalidad, capacidad e iniciativa a todo lo que emprendían».

Yegor, como Hugo, se comporta como un soldado sólo capaz de cumplir órdenes. Carece de intuición e inventiva. El doctor le humilla diciéndole que él necesita «una cabeza judía» no la ineptitud que el chico demuestra. El joven se pone a sus pies, humillándose cada vez más. Le ruega que le devuelva a Alemania. Todas sus súplicas caen en saco roto. Yegor siente, de repente, una soledad inmensa. Sin hogar, sin dinero y sin esperanza de comenzar una nueva vida se encuentra vacío. Se presenta a la agencias de colocación pero Ernst le embarca en una nueva locura, venderlo todo e ir a buscar trabajo al campo. Por supuesto, la aventura sale mal. Sus amigos le abandonan cuando los planes se tuercen.

«En sus noches de soledad sacaba más de una vez la fotografía de su madre, lo único que conservaba de su vida anterior, y pensaba con tristeza en lo preocupada que estaría por él, en cómo sufriría y lo buscaría. Se prometía escribirle una carta, pero no llegaba a hacerlo. Y cuantos más días pasaban, más difícil se le hacía. Una especie de embotamiento mental le llevaba a la indiferencia hacia todo y todos, y especialmente hacia sí mismo en su soledad».

Regresa a Nueva York con el propósito de quemar su último cartucho y reclamar al doctor Zerbe todo lo que le prometió en un principio. El trato que le da el doctor es denigrante para culminar en proponerle que sea su criado personal.

«Yegor debería saber que, desde que el mundo es mundo, las personas se dividían en dos clases: señores y servidores. Sólo moralistas majaderos pensaban que eso podía ser cambiado. Los pensadores y los eruditos, por su parte, lo consideraban una ley natural, una fatalidad irrefutable. Estaba claro que él, Yegor, no se contaba entre las personas destinadas a mandar, porque el destino no lo había dotado con ese talento. Y puesto que los dioses no lo habían favorecido así, haría bien en conformarse con su suerte. No debía rebelarse sino ser servil y obediente, y le iría bien en la vida».

«Los antiguos griegos, los sabios y los filósofos entendían mejor la vida. No se rodeaban nunca de mujeres, sino que preferían sus jovencitos esclavos como criados personales. Los buscaban entre las mejores familias de los pueblos que conquistaban, entre hijos de príncipes y nobles. Incluso de la conquistada Jerusalén llevaron a Grecia jóvenes príncipes judíos y los vendieron como objetos de placer y esclavos a ricos aristócratas y filósofos griegos. Y también él, el doctor Zerbe, griego de espíritu, filósofo y hombre de gusto, quisiera tener en su casa a un muchacho auténticamente cumplido, sensato y obediente».

Un nuevo acoso del doctor Zerbe, aún más repugnante que las humillaciones anteriores, hacen despertar a Yegor y llevarle a la locura y al peor de los desenlaces. Dos disparos, uno a la puerta de la casa de sus padres, hace alarmar a Georg que ya esperaba que esto pudiera suceder.

«Agarró la mano de su padre y la besó. Georg se sintió tan conmovido por ese beso de su hijo, el primero en años, que interrumpió su labor por un instante para depositar un beso en sus labios. Enseguida volvió a concentrarse en su labor de cirujano. Cubrió el sudoroso rostro de Yegor con un paño y vertió el éter, gota a gota sobre él».

«Los primeros rayos del amanecer horadaban la espesa niebla y filtraban por la ventanas la tenue luz del sol naciente».

Esta novela es una de las mejores que he leído nunca. Con prosa magistral, personajes construidos de forma admirable de principio a fin y un ritmo que no decae en ningún momento, hacen de ella una obra maestra de la literatura. Fascinante.